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          En la plaza, y sin inmutar su pose, se encontraba Telesforo. Lentamente fue elevando la cabeza para fijarse en una nube de color blanquecino cenizo que discurría por el firmamento. Y así quedó, sin prestar atención a los pasos de Margarita quien, al verlo, y sin explicación posible, había abandonado el camino hacia la casa cual para dirigirse a donde él.

¿Qué haces?.

     Telesforo realizó un levísimo movimiento con la cabeza en dirección a donde apuntaba su mirada y Margarita entendió:

     - ¿Estás alimentando el espíritu?.

     El tonto no contestó. Ella amagó con retomar su camino, pero la mano derecha de Telesforo la contuvo. Era evidente que deseaba conversar.

     El espíritu de Telesforo propinó los últimos bocados a la nube, tragó como quien desea terminar pronto, enmendó su pose y exhibió la sonrisa de siempre, aunque Margarita pareció entender que aquella era la sonrisa nueva, la que aparecía en la tablilla.

     - ¿Por qué me miras así? –interrogó el muchacho. En el tono no se podía sospechar una intención distinta a la simple curiosidad, ni un deseo por confundir a Margarita.

     -    ¿Cómo te miro?

     - Tienes luz en los ojos –respondió él.

     - Apreciaciones tuyas. Llevo tiempo mirando hacia el cielo.

     - Puede ser –condescendió Telesforo, lo que inyectó tranquilidad a las sospechas de Margarita.

     Telesforo  entornó la mirada, agachó el cuerpo y con el dedo índice comenzó a dibujar rayas entrelazadas sobre la tierra de la plaza. Y dijo:

Ya va siendo hora de que endereces tu vida, Margarita.

     La muchacha se estremeció. Tal proposición, o tal regaño, depende como se deseara interpretar, podía haberle llegado por boca de cualquiera, pero jamás por el camino de Telesforo. Margarita reaccionó en forma imprevista:

     - ¡Telesforo!. ¿Qué tontería estás diciendo?.

     - No es bueno ser distinto a los demás –sentenció.

     - ¡Distinto eres tú!.

     - Yo sí, pero yo lo soy por naturaleza. Tú intentas serlo por tozudez.

     Telesforo no despegaba la mirada de las líneas entrelazadas, ni siquiera cuando Margarita, sin más intervención, se dio medio vuelta decidida a llegar a la casa cural.

     - ¡No estoy para Vírgenes ni tonterías! –la recibió el párroco, intentando trancar el cuarterón de la casa..

     - ¡Señor cura!.

     - ¡Lo que necesitas es un varón!.

     - ¡Es posible! –replicó Margarita-. ¡Pero una cosa no quita la otra!.

     Y empujó el cuarterón con tal ímpetu que el señor cura quedó asombrado ante el arranque violento de la muchacha. Desprendió la aldaba y permitió que pasara.

     La muchacha siguió los pasos del sacerdote, quien, rezongando, se apresuraba hacia el pequeño despacho.

     - ¿Está listo el catafalco?.

     - Lo está.

     - ¿Y todo en orden?.

     - ¿Ha visto usted desorden en el templo desde que yo me ocupo?.

     No había respuesta para una pregunta tan lógica. El párroco dejó caer estrepitosamente su cansancio sobre la silla con respaldar, de un tallado añejo, colocó la cabeza entre las manos y exigió:

     - ¡Rápido, que no estoy de humor!.

     - ¡Ya se nota!.

     - Me van a matar entre los vivos y los muertos de este condenado pueblo –se quejó con amargura el señor cura.

     Margarita no sabía a qué venía semejante queja. Formuló un gesto de indiferencia con los hombros, dando a entender que ella no se sentía incluida ni en el grupo de los unos ni en el de los otros.

     - ¡Vamos, di!.

     - ¡Tiene usted que venir a mi casa!.

     El sacerdote, dejando al aire su malhumor, respondió:

     - ¡Hoy no me muevo de aquí ni para dar los santos óleos!.

     La sobrina del señor cura canturreaba en el patio interior una copla de amor posible y cercano, y Margarita le prestó atención.

     -   ¡Todas las mujeres piensan en eso, menos tú! –aprovechó el sacerdote para apostrofarla.

     - Es lo que usted no sabe.

     - De ti lo sé todo, por confesión.

     - Sólo sabe de los pecados, no de lo otro.

     - ¿Y qué es lo otro?.

     - Hay secretos que no son pecado y, por tanto, ni los curas los conocen.      - ¡Gracias a Dios!.

     El párroco se sintió molesto. Cortó de cuajo:

     - ¡Al grano, Margarita!.

     - Tiene usted que venir a mi casa. Lo que tiene que ver, si no se ve, no se cree.

     - ¿Te ha dicho la Virgen que espera a que yo llegue? –intentó burlarse el sacerdote.

     Margarita no cedía terreno. Creía que el éxito posible, en este caso, residía en la provocación.

     - ¡Vaya y verá!.

     -   ¡Por todos los demonios, muchacha!. ¡Cuando no es Telesforo eres tú!. ¿Qué pecado cometí para que me enviara el obispo a este endemoniado pueblo?.

     La sobrina del cura arreció en sus coplas; seguían insistiendo en amores de urgencia. El sacerdote se santiguó atropelladamente, sin que Margarita captara el por qué. Atenuó ahora el tono. Fingió más condescendencia:

     - En serio, Margarita: dime qué pasa. Tengo el cuerpo dolorido y no sé si es el peso de los difuntos que se niegan a que mañana les brindemos un funeral de solemnidad o si es porque están ansiosos. ¡Y todo por culpa de Telesforo!.

Pues le queda otra sorpresa. ¡Y también con Telesforo!.

     -¡No, por favor! –suplicó el sacerdote.

     La queja le salió tan sentida que Margarita estuvo a punto de claudicar. Reparó en el cuerpo semiderrumbado del párroco. Pensó que él también tenía derecho a un reposo sin sobresaltos.

     De una forma u otra iba a parar a las espaldas del sacerdote aún aquello que nada tenía que ver con los asuntos del ánima. ¿O, en un pueblo como este, no hay algo que pueda escapar al renglón del espíritu?.

     Margarita, al formularse esta duda, quiso retroceder, envolver la tablilla en el paño blanco y devolverla al lugar donde alguien, quien fuera y por la razón que fuera, la había recluido. Y, en efecto, tomó esta determinación ante la evidente presencia cansada del señor cura. Dio media vuelta a la vez que decía:

Realmente no es de urgencia, señor cura. Si no es hoy, otro día será.

     -   Será hoy –la sorprendió el sacerdote-. Es preferible salir de los interrogantes de una vez. Lo que no soluciona en el momento luego va engordando hasta llegar al sin remedio. Así que, sea lo que sea, iré.

     En vano procuró Margarita redimir al párroco de aquel nuevo trago. Lo veía como a un hombre bueno, sin poder determinar cuáles eran sus virtudes. Bueno. Sin más. Quizá como lo eran todos en el pueblo. Buenos, sin inocencia, porque ésta no es característica de la bondad sino de la imposibilidad ante la maldad. Buenos, porque a pesar de los sinsabores, siempre salía a flote la reciedumbre. Como ahora: Así que, sea lo que sea, iré.

Pero, eso sí, un poco más tarde. Ahora tengo que ordenar la mente.

     La muchacha, desde el patio interior, insistía en sus coplas, en la cercanía del amor correspondido, en el preludio de la felicidad a corto plazo la cual no parecía acorde con el contexto de la casa cural. El sacerdote se disculpó ante Margarita:

     -   ¿Y qué le voy a hacer?. Está en su tiempo de celo, y para esa enfermedad no hay receta religiosa.

     Margarita sonrió.

     - Pero a ti como que no te pica ese gusano.

     Margarita se sonrojó.

     - La verdad es que uno no sabe qué es preferible –volvió el señor cura.

     - A usted tampoco le picó nunca –replicó Margarita.

     El párroco sintió deseos de explayarse. Lo contuvo la voz de la muchacha que continuaba gozando la alegría del amor traducido en coplas.

     - Entonces..., lo espero –cortó Margarita.

     El sacerdote acotó:

     -   Y yo espero que no sea alguna tontería. Mi cuerpo ya no resiste más absurdos.

     Margarita, al atravesar la plaza, se topó otra vez con la pose eterna de Teles foro: no había variado en lo más mínimo su compostura. Luego de entrelazar miles de líneas, las había borrado con la mano, había vuelto a comenzar, a borrar otra vez, a reiniciar el juego.

     - Se te va a gastar el dedo –se rió Margarita.

     Teles foro no enmendó la mirada de su lugar, pero replicó:

    - Escribo lo que me dicta el espíritu.

     -¿Qué espíritu, Telesforo?.

     El muchacho acercó la mano derecha a donde el corazón. Casi pierde el equilibrio por empeñarse en continuar sujetando la mirada en lo enrevesado de las líneas.

     - Pues debes de tener el espíritu muy retorcido –se rió otra vez ella.

     - Menos que los demás –contestó sin tono de reproche.

     Se trataba de una conversación que no llevaba a lugar alguno. Ambos sabían, no obstante, que era una conversación de tránsito, para abordar otro asunto. Pero ninguno se aventuraba a dar el primer paso.

     Margarita no lograba apartar de su mente la transmutación de la figura de la Virgen en el rostro sonriente, con expresión de nada, de Teles foro. Aquella revelación pictórica debía tener un sentido oculto. Hasta que el párroco no pronunciara su veredicto era preferible dejar apartado a Telesforo del fenómeno.

     - ¿Cuánto hace que no te alimentas de flores? –se interesó Margarita.

     -Ahora el cuerpo carece de hambre –respondió él sin apartar la mirada del laberinto entrelazado de rayas que se empeñaba en multiplicar sobre la tierra de la plaza.

     - Pero si te alimentas de nubes...

     - El espíritu es otra cosa –aclaró Telesforo.

     Margarita optó por dirigirse a su casa con el fin de aguardar la llegada del párroco. Logró suplantar la imagen de Telesforo por la de la sobrina del señor cura. Revivía la música de copla. Le retumbaba la letra. Era una insistencia machacona, aunque no molesta. Un preludio feliz a algo que se anhela, que se tiende la mano y no la rechaza, a un suspiro que el corazón da rienda suelta y se desboca. Comenzaba a sentir aquello que voluntariamente había reprimido.

     La melodía de las coplas entonadas por la sobrina del señor cura apartaron su atención del lienzo y de la tablilla. Después de llegar de la parroquia no había sido atraída por el embrujo del hallazgo. Le asaltó la duda de si todo era cierto u obra exclusiva de su fantasía. Para corroborarlo no había más que adentrarse en la alcoba; sin embargo, para no anticiparse a un desenlace que solamente el señor cura podía desenredar, optó por la espera.

     Se sorprendió cantando coplas. Luego quitándose el vestido y observando en el espejo unos senos de pureza erguida y virginal, evidentemente deseosos, evidentemente anhelantes. El problema radicaba en que no esperaba a nadie, en que en su mente no había penetrado la figura del hombre capaz de responder a la llamada. Era impropio, por ende, provocarse sin tener en mente con quién. A pesar de ello, los senos lucían una vitalidad palpitante, un temblor de sofoco, una textura decidida. Algo se le había destapado en su interior y el cuerpo la urgía a ser recompensado.

     ¿Era cierto que lo que le dolía eran sus treinta y dos años, como le dijeron una vez en la Fuente Vieja con ocasión de la reunión de las mujeres?. La malicia parecía evidente. Treinta y dos años sin haber conocido varón y sin horizonte a la vista, era razón suficiente para que el cuerpo comenzara a rezongar. Luego vino su reacción: refugiarse, tras la primera aparición, en la oración y en el adecentamiento del templo.

     Había cumplido más el segundo propósito que el primero. Rezó, sí, pero no con la unción que su promesa ameritaba. No obstante, el empeño por conservar altares limpios, candelabros relucientes, velas sin surco de cera derretida, cagadas de ratones sobre los paños, albas y amitos reblanquecidos, había sido de una constancia sin igual. De lo cual, en este momento, desnuda, ante el espejo, parecía arrepentirse. El resultado fue que ninguno de los solteros del pueblo reparó en su cuerpo, creyendo, como creían, que un simple piropo podría convertirse en afrenta a la Madre de Dios.

     - ¿De verdad se te ha aparecido la Virgen?.

     Margarita no contestó. Se limitó a desviar la mirada por temor a toparse con la de Benito Pinto.

     - No se te ha aparecido la Virgen –la apostrofó Benito con tono de sincera acusación. Y remató: -Por esa mentira pagarás las consecuencias. Algún día el cuerpo te lo reprochará.

     No cruzaron más palabras. Desde aquel día Margarita se cuidó de toparse con él. Lo saludaba cuando no había excusa, cuando las exigencias obligaban a ser condescendiente, con la indiferencia del caso, pero llegar a sostener una conversación a solas con él, aunque fuera para hablar sobre el estado del tiempo, jamás.

     ¿Por qué ahora, en este preciso momento, cuando estaba a la espera del señor cura para solucionar un asunto de evidente intervención de la Virgen, se le había metido tan de lleno el recuerdo de Benito Pinto?. A pesar de la duda no creyó haber incurrido en pecado. Ni siquiera venial. Por lo mismo, no tendría necesidad de murmurar en el confesionario semejante desliz. Sí se apresuró a espantar el pensamiento. Y no le importaría que Benito Pinto acudiera sigilosamente para extasiarse en la redondez inmaculada y firme de sus senos tensos.

La tablilla con la imagen de la Virgen y el paño con la mirada sonriente de Teles foro continuaban esperando, sólo pared de por medio, la develación del secreto.

     El señor cura, después de reprender a la muchacha sobre la improcedencia de semejantes tonadas dentro del recinto de la casa cural, salió en dirección de la casa de Margarita. Era preferible resolver el entuerto cuanto antes, no fuera que le ocurriera lo que le aconteció a Telesforo y sus muertos, incluidos los borrachos.

     Telesforo levantó un brazo cumpliendo con un saludo perezoso al paso del señor cura. El sacerdote avanzó sin comentario. Telesforo, sin apartar la mirada del suelo, entrelazando líneas laberínticas, murmuró: ¡No sabe lo que le espera!.

     Margarita entreabrió los visillos. Cubrió su desnudez y a observó, todavía entrando por la calle, al señor cura con paso cansino. Se apresuró a cubrirse del todo. Le quedó tiempo para tocarse con una mota de perfume detrás de las orejas. Estaba en la puerta antes de que el sacerdote presionara la aldaba.

¡Vamos a ver con qué truco me sales ahora!.

     No venía con mal humor. Tampoco con excesiva euforia. El tiempo le había enseñado sobre las debilidades y las virtudes de sus feligreses, y no era quién para anatematizar de antemano.

Por las escaleras. ¡En la habitación de arriba! –señaló Margarita.

Parece un secreto bien guardado –musitó el sacerdote.

     Margarita empujó la puerta. Al señor cura no le extrañó tanto misterio. La mirada se empujó sola hacia la cama. Creyó haber descubierto la razón de tanto suspenso:

Has comprado un mantel nuevo para el altar.

     Margarita sintió el impulso de decir que sí para acabar de una vez con aquello, mas la cara sonriente de Telesforo le impidió rectificar.

Fíjese bien, señor cura.

     El sacerdote adelantó unos pasos hacia la cama y examinó detalladamente el mantel. Pensó que Margarita definitivamente tenía buen gusto para las cosas de la iglesia y reconoció que, a la postre, había sido una suerte el que la muchacha, voluntariamente, hubiese dejado de pensar en los hombres para dedicarse al cuido del templo. Pero no se lo mentó.

     - Es bonito –corroboró el sacerdote, enviándole una sonrisa de aprobación.

     Margarita intuyó que por ese camino no llegaría a ninguna parte. Optó por conducir la atención del señor cura a los lugares donde el truco era evidente.

No sólo hay un mantel sobre la cama, también una tablilla. ¡Fíjese bien!.

     El sacerdote se restregó varias veces los ojos para luego tambalearse y rodar al suelo.

     No dieron resultado los esfuerzos de Margarita por reanimarlo. Le colocó paños fríos sobre la frente, lo zarandeó, corrió a la cocina, tomó el fuelle y sopló sobre el rostro del sacerdote cuanto pudo. El cuerpo amarillento, tendido sobre el suelo, no reaccionaba a los esfuerzos de la muchacha.

     Lo que más impresionó a Margarita fue la mirada. Si bien no parecía mirada de muerto, tampoco lo era de vivo. Los ojos parecían prendidos en una visión que jamás podría darse en esta tierra, por lo que la muchacha sospechó que el sacerdote nunca retornaría a sus cabales.

     - ¡Es porque no me hacen caso! –murmuró Margarita sin saber a qué se refería.

     Margarita, por ese deseo lógico de echar la culpa a quien fuera, se volteó sobre el mantel. Tuvo que sostenerse precipitadamente contra la pared. La imagen había desaparecido. Después de respirar varias veces con toda profundidad y asegurarse de que las piernas no la traicionarían, avanzó unos pasos hasta la cama. Corroboró. Ni en el mantel ni en la tablilla se encontraban ni la silueta de la Virgen ni la sonriente cara de Telesforo. Sin embargo, permanecían las flores y el manantial. Sin salir de su asombro se inclinó hacia el sacerdote, aún tendido en el suelo, aunque ya con inicio de respiración acompasada. Le pareció observar algo extraño en sus pupilas. Mientras le propinaba leves cachetadas con el fin de reanimarlo, notó cómo en uno de los ojos le había quedado grabada la imagen de la Virgen; en el otro, la cara sonriente de Telesforo. Lo cual, en vez de tranquilizarla, la perturbó más. Con aquellas imágenes allí, ¿qué es lo que vería ahora el señor cura?. Era necesario esperar a que retornara a  la consciencia para ver la reacción.

     Volvió en sí, pero en forma que asustó a Margarita. Allí donde ponía los ojos el señor cura se topaba con las siluetas de la Virgen y la cara sonriente de Telesforo: en las paredes, en el rostro de Margarita, en el techo. Verificó atisbando por la ventana. También allí donde descansaba la mirada se reflejaban las imágenes. No surtió efecto la recomendación de la muchacha:

Lávese los ojos, señor cura.

     Hizo caso. Se frotó cuanto pudo. Las imágenes no se desprendieron de ellos.

     - ¿Y qué hago ahora, Margarita?.

     - ¡Y qué sé yo, señor cura!.

     Lo curioso era que del lienzo solamente se habían desprendido las siluetas de la Virgen y de Telesforo, no el arreglo floral ni el manantial. Y este fenómeno debería tener una explicación.

     - ¡Que no se entere nadie de esto! –exigió el sacerdote.

     - ¡Que no se enteren! –repitió la muchacha absolutamente convencida de tal necesidad. Luego, dando suelta a una reflexión que se le agazapó en la mente, Margarita comentó: -¡Es que le pasa a usted cada cosa...!. Primero lo de las flores y la barriga inflada, ahora lo de los ojos... ¡Como que usted tiene imán, señor cura!. 

     El sacerdote rogó a Margarita que le explicara detalladamente cómo habían llegado hasta ella el paño y la tablilla. Lo único que no le satisfizo fue que hubiera un muchacho de por medio.

     Entre los dos recogieron la tablilla, la envolvieron en el paño blanco y la dejaron, protegida, en el envoltorio rojo y gastado. Lo anudaron con mecates de esparto.

     - Yo me ocuparé de colocarlo en su lugar –dijo el sacerdote.

     - ¿En la cilla?.

     - Allí mismo. Y de ahora en adelante la llave de esa puerta la tendré yo. Solamente yo.

     -¿Desconfía de mí?.

     - Desconfío del muchacho. Y de Telesforo.

     - ¿Qué tiene que ver Telesforo en todo esto?.

     -    Telesforo tiene que ver en todo lo que acontece en el pueblo –aseguró tan rotundamente el sacerdote que a Margarita no le quedaron ganas de replicar.

Cuando salió el párroco llevando bajo el brazo el envoltorio, Margarita quedó cavilando en las posibles repercusiones que aquel fenómeno necesariamente suscitaría en el ánimo del pueblo. Pensó que ya había demasiadas personas implicadas: Pedrito, ella, Telesforo y el párroco. Y que, desde que el muchacho lo descubrió, la imagen de la Virgen ya había hecho de las suyas: primero, desdoblarse en la cara sonriente de Telesforo, y segundo, desprenderse ambos del lienzo y de la tablilla para pegarse a las pupilas del sacerdote. Algo más habría de acaecer, pero ¿qué?.

     Margarita sospechó si toda la culpa no sería de ella. ¿>Realmente se le había aparecido la Virgen alguna vez?. ¿Realmente había actuado con sensatez al imponerse una abstinencia voluntaria y una forma de vida que no cabía en mente sana?. Lo cierto era que la Virgen no había insistido y que, por lo tanto, no la eligió para sufrir una vida distinta a la del resto de las mujeres.

     Con esta preocupación se encaminó hacia la plaza, en procura de Telesforo.

     Se encontraba en el lugar, sin haber inmutado la pose. Ya no se empeñaba en unir líneas afincando su mirada en las existentes como si entre aquel laberinto de rayas cruzadas hubiera un secreto a punto de desvelarse.

     - Hola  –saludó Margarita.

     -  Hola –condescendió él, todavía sin levantar la mirada de su fabricado entuerto.

     - ¿Puedo mirar? –solicitó ella. Se había interesado en los garabatos.

     - No vas a ver nada.

     - ¿Y tú?.

     - Yo tampoco.

     -   Entonces, ¿por qué llevas todo el día afanándote en laberintos que no llevan a ninguna parte?.

No tengo otra cosa que hacer.

     Margarita se acuclilló junto a él, esperando que le viniera alguna razón para estar allí. Era preferible decir algo antes de permanecer en aquella actitud idiota. Y dijo:

     - Tengo que platicar contigo, Telesforo.

     - Pues habla.

     Tardó unos segundos más. Comenzó a garabatear sobre el suelo, no para inventar laberintos, pues más bien deseaba salir de los existentes, sino para dar tiempo a que lo que quería decirle le saliera natural. Y le salió:

     - ¿De verdad se le apareció alguna vez la Virgen?.

     - Como a ti.

     - Es que yo no sé si se me apareció o no.

     - Yo tampoco.

     - ¿Entonces?.

     - ¿Entonces? –repitió Telesforo como un eco.

     Margarita se sintió como una mujer enredada. Telesforo elevó por primera vez sus ojos de las rayas del laberinto dirigiéndolos hacia los de ella.

     - ¿Estás enredada, eh?.

     - Como tu laberinto.

     - Pero yo sé salir de él.

     - Pues ayúdame a salir del mío.

     - No puedo. Para eso tendrías que alimentarte de flores y nubes.

     - Pues me alimento.

     - ¡Ni se te ocurra!.

     Lo dijo con todo el cuerpo y hasta él mismo se sorprendió del impulso impreso a su tono. Luego, para que Margarita no se perturbara, razonó:

     - Acuérdate de lo que le ocurrió al señor cura.

     - Pero al señor cura no se le apareció la Virgen.

     - ¿Y a ti sí? –preguntó Telesforo.

     - Como a ti –replicó ella de idéntica forma a como él le había contestado antes.

     Se arrepintió al instante. Telesforo no se merecía contestación así. Se apresuró a tranquilizarlo.

     - Perdona, Telesforo.

     El muchacho realizó un gesto como de no haberle dado importancia y le brindó la misma sonrisa de siempre, aunque a ella le pareció de un tenor más dulce.

     - En realidad no era de eso de lo que quería hablarte, Telesforo. Era sobre cosa de mujeres, pero yo no sé si sobre eso podrías ayudarme.

     - No puedo –contestó él -. De verdad que no puedo –continuó, y con la planta del pie derecho fue borrando todas las líneas habidas en el suelo-. Para mí es fácil deshacerme de mi laberinto, pero no puedo hacer nada por borrar los entuertos de los demás. Y menos en asuntos del cuerpo.

     Hubo un silencio que ninguno se atrevía a mancillar. Esos silencios se tornan terriblemente odiosos, como el peor de los castigos cuando el cuerpo amerita de respuestas.

     Margarita elevó su pose con manifiesta intención: intentaba abandonar el lugar llevándose consigo el silencio y su pesadez. La voz de Teles foro la retuvo:

     - ¿Por qué no hablas con Benito Pinto?.

     - ¿Cómo sabes de eso, Teles foro? –se sorprendió ella.

     La sonrisa del muchacho había copiado perfectamente el natural.

     -    El hecho de que no pueda enderezar los entuertos no quiere decir que no los conozca. Sé más de lo que crees, Margarita. Si yo fuera tú, hablaría con Benito Pinto.

     - Gracias –contestó ella.

     Dejó a Telesforo en su lugar. Emprendió camino hacia la casa. Antes, impulsada por un oculto instinto, pasó por delante de la residencia cural, no con intención de penetrar sino por el solo deseo de transitar por allí.

     La sobrina del señor cura continuaba con sus coplas. Margarita sintió deseos de entrar para platicar con ella. Era con quien podía entenderse y quien podía aconsejarla. No obstante, no se aventuró. Prefirió dejar a la muchacha envuelta en su embrujo amoroso a la vez que se le metió en la cabeza que con nadie mejor que con ella podría tratar del asunto.

     El sol anunciaba ya su descenso. Los pájaros vespertinos comenzaron a revolotear en torno al cigüeñal de la torre. Dentro de poco las campanas, con su rutinario toque del Ángelus, los espantaría momentáneamente. Luego la calma retornaría a la torre. Los pájaros encontraría poco a poco su acomodo habitual en los huecos del campanario.

     Puede resultar una noche tranquila, pensaba Margarita mientras abría la puerta de su casa. Deseaba refugiarse no sabía de qué. Podía ser una noche revuelta entre canciones de amor desesperado, catafalcos para honrar a difuntos ya sin remedio, miradas anhelantes de Pedrito, retortijones del señor cura, manteles convertidos en mantos de Vírgenes errantes, laberintos por los que Telesforo deshacía su propio invento... Podría ser una noche de confusión y desespero, de añoranza y quebrantos, de apariciones y fantasmas. Podía serlo.

     Penetró en su alcoba. Deshizo el temor  de toparse nuevamente con algún retazo del lienzo y su imagen, de la tablilla y el rostro sonriente de Telesforo. Se acercó al ventanal. Comprobó cómo los valles se teñían del color grisáceo, tirando a negro, de los últimos toques del atardecer. El sol ya no tenía incidencia sobre los tejados y las personas que regresaban de sus labores lo hacían con un andar cansino y desosegado.

     Así que nada había ocurrido para la mayoría. La única preocupación de la gente residía en la anunciada misa solemne por todos los difuntos del lugar, de la que esperaban una especie de reconciliación después de tantos malentendidos y decires.

     No tenía hambre, pero bajó a la cocina a tomarse un vaso de leche fresca: era la dieta a la que había acostumbrado a su estómago desde niña. Lo hacía antes de acostarse, diariamente, como un rito, saboreando el trago, acariciando con la lengua el pastoso paladar que le dejaba el líquido. Y eso la satisfacía.

     Se encaminó luego hacia la alcoba. Se tendió sobre la cama, sin apresuramiento, reposadamente, sin intención de dormirse; deseaba, eso sí, repasar los acontecimientos. Eran muchos y cada cual más asombroso Miraba hacia el oscuro techo. Se percató de que no había dado la importancia del caso a cada uno de los fenómenos. Todo había ido transcurriendo en forma absolutamente normal para ella, aunque no lo había sido, evidentemente, para el señor cura.

     Al entornar los párpados pensó en el sacerdote. ¿Seguiría viendo, con los ojos cerrados, la imagen de la Virgen y el rostro sonriente de Teles foro?. Sonrió al imaginarse al párroco luchando por desprenderse de aquellas imágenes  que le proporcionaban doble visión.

     Se quedó dormida con la sonrisa en los labios. Toda la noche se mantuvo con la sonrisa dormida. Al despertarse tardó en aceptar que había sido sueño lo vivido. Tan así que se inclinó junto a la cama, alertando:

     - ¡Sal de ahí, Benito Pinto!.

     Al comprobar que el hombre no se escondía bajo la cama se encaminó al armario, abrió las puertas de sopetón, como cuando se juega al escondite.

     - ¡Te pesqué!.

     Sólo la oyeron los vestidos colgados de los ganchos.

     Concluyó que nada era cierto. Un buen sueño, eso sí. Y, aunque no creía en eso de que ni lo bueno ni lo malo, habido durante el sueño tiene asidero en la vida real, sintió urgentes deseos de que lo tuviera.

     La noche únicamente le proporcionó un fructífero encuentro ideal y sonámbulo con Benito Pinto. Tan fructífero que su propio cuerpo parecía poseer restos de él. No se trataba  de visiones. Lo estaba comprobando en este momento, completamente desprendida de ropas. No aparecían rastros de rasguños, de magullones, de mordisquitos ahí donde ahora, otra vez, la carne se le tornaba dura y caliente. El ardor de los senos gozaba ese sabor de calambre urgente que suspiraba por más, anhelando un contacto de caricia tenue primero, sin llegar todavía al sofoco, pero urgiendo un sondeo en mayor profundidad. La mano del hombre acariciando ahí, palpando con la fuerza absoluta de abarcar todo al mismo tiempo, sin cortapisas, sin barreras. La mano del hombre dibujando todo: aliento y beso, vaivén, retroceso, aceleración, ansiedad, premura, sofoco... La mano multiplicándose al derecho y al revés, quizá alocadamente, posiblemente sin control, subiendo, bajando, amparándose en una mirada interna de ojos cerrados y dicha concentrada. Podía desgarrarse en gritos o tragarse los susurros, los suspiros, las palabras que no se dicen pero que fluyen, ni nombres, sólo suspiros caprichosamente entrecortados, sílabas quebradas, silencios repletos de significados interiores.

     Ya no anhelaba contemplarse en el espejo ya que éste no podía reflejar la realidad total de su cuerpo. La felicidad transitaba interiormente, en ningún lugar concreto, en la totalidad, aunque las punzadas le aseguraban que unos recodos eran más propicios que otros para las urgencias.

     Los muslos, por ejemplo. Los muslos hormigueaban en un solo sentido. Todos los deseos se empujaban atropelladamente hacia el centro del deseo. Todas las corrientes se detenían en ese lugar central desde el que la persona comienza a ser totalidad. Los muslos, uno a cada lado, dispensadores de todo, igual que antenas que recogen la dirección del deseo para que se acople donde debe acoplarse.

     Se había abandonado a su natural proceder. Notaba cómo sus manos, apoyadas en los muslos,  se empeñaban en continuar hacia el centro, donde el compás se abre, se cierra, donde la vida imprime fuerzas al movimiento.

     Desdoblaba el sueño. Lo hacía sin ánimos de imitar. Por más que quisiera, sus manos carecían de fuerza, del embrujo, de la consistencia, inclusive de la aspereza que había tenido las de Benito Pinto. No obstante, la puerta se había abierto y ya no era necesario aguardar a que se realizara el milagro auténtico, sin tener que andas husmeando a tientas, sin necesidad de descifrarlo al día siguiente.

     Las campanas anunciaron la misa solemne de difuntos.

     Margarita se precipitó. Dejó que el cuerpo fuera desinflándose, acomodándose a la nueva circunstancia. Se vistió aceleradamente. Se encaminó hacia el templo. Había que prender los candelabros, adecentar el altar, estirar los manteles, dejar puesto el decorado. Lo hizo con unción, más si cabe a como la rutina la había acostumbrado.

     La iglesia fue llenándose lentamente. Los muchachos prendían los ojos en el catafalco. Las mujeres murmuraban sobre la suntuosidad del monumento. Los hombres, atrás, guardaban un respetuoso silencio, atropellando la señal de la cruz después de mojar los dedos en el agua bendita de la pila de entrada.

     Teles foro penetró el último. Ocupó ese sitio que él mismo se había reservado desde siempre y que no distaba de la pila del agua bendita.

     Margarita desconocía cómo había sido la evolución de las pupilas del señor cura, si se le había escapado las imágenes o si todavía se proyectaban sobre las cosas, como una superposición, como si todo tuviera que estar impregnado de ellas. Sintió deseos de acercarse hasta la sacristía, bajo cualquier excuso, para chequear de reojo las pupilas del sacerdote. Se contuvo. Ocupó su lugar cerca de la escalinata del altar. Hincó las rodillas en el reclinatorio. Ocultó su rostro entre las manos.

     El sacerdote  se había introducido en el confesionario con el propósito de absolver los mismos pecados de siempre, a las mismas personas, faltas tan repetidas como inocentes. A veces pensaba que este pueblo era incapaz de cometer pecados de verdad; por eso parecía impropio celebrar un funeral para rescatar almas del purgatorio. ¿Había sido alguien lo suficientemente malo como para hacerse acreedor no ya a las penas eternas, ni siquiera a ese tránsito de dolor reducido, de purificación a mediano plazo, llamado purgatorio?. No recordaba, en los años habidos en el pueblo, haber impuesto penitencias que respondieran realmente  a gravedad seria. A tal punto que se consideraba peor que cualquiera de los presentes. O, al menos, en modo absoluto mejor que ellos.

     Inclusive, los pecados de la carne, los más graves que se habían colado por aquella ventanilla enrejada, eran como de juego, de pasatiempo, de hacerlo porque si, como se podía realizar cualquier faena. Nunca por maldad, que es donde realmente debe residir el pecado; quizá como travesura, para no hacer de la costumbre algo definitivo.

     Muy distinto a su caso. Si es cierto que él tampoco se consideró culpable ante Dios, por su proceder, al menos era mucho más consciente de lo que había hecho. Su acto no solamente hacía referencia a él en cuanto individualidad sino a esa comunidad denominada Iglesia.

En penitencia, tres Avemarías.

     Sin haber escuchado los pecados. Sin haberse detenido a detectar por el tono de la voz quién era el penitente, le impartió la absolución, trancó el pequeño cuarterón y salió, rumbo a la sacristía, para revestirse con los ornamentos solemnes para el ceremonial. Los feligreses le notaron la mirada distinta. Los ojos no le quedaban quietos un segundo, como si tuviera picazón en los párpados. Los vaiveneaba a uno y otro extremo del templo. Las mujeres de las primeras filas creyeron, en un primer momento, que estaba escrutando a cada quien; luego se percataron de que aquel tic no lo hacía como desafiando a la concurrencia sino muy a su pesar. Era como si le doliera sujetar la mirada, aunque fuera únicamente durante unas milésimas de segundo, en el mismo lugar.

     La ceremonia resultó de solemnidad deslucida. No se sabía precisar qué había faltado, pero todos estaban convencidos de que los difuntos no habían quedado satisfechos. Flotaba una desgana implícita, como si aquel rito no hubiera sido necesario.

     Lo comentaron a la salida de la ceremonia. Y cundió la incertidumbre: ¿es porque todos nuestros difuntos se encuentran ya al lado de Dios o penan por siempre junto a Satanás?.  Telesforo escondió su opinión. Por más que se empeñaron en sonsacarle, afirmó que en asuntos del cielo y del infierno él no se metía. Lo suyo no era ni ascender a uno ni bajar al otro.

     - No digas disparates –le regañó el alcalde-; cada vez que lanzas una de las tuyas se revuelve el pueblo.

     - Pero no porque lo revuelva yo sino porque se revuelve solo –se defendió el muchacho.

     Margarita no encontraba manera de abordar al señor cura: no había realizado ni la más mínima alusión a las imágenes pegadas en sus pupilas ni al lienzo ni a la tablilla. Como todos los feligreses, había reparado en aquella forma extraña de mirar, tic que no le notó la noche anterior, aunque estaba convencida  que se relacionaba con la tablilla y el lienzo, pero desconocía hasta qué punto  había progresado o disminuido el fenómeno.

     - Cantas bien. Te escuché ayer durante un buen rato –dijo a la sobrina del señor cura con el fin de encontrar un pretexto, camino de la casa cural.

     - Ya sé que estuviste hablando con mi tío.

     - ¿Te contó de qué conversamos?.

     - El respeta el sigilo.

     - No platicamos de cosas de confesión –replicó Margarita por ver si la muchacha soltaba prenda.

     - Las confesiones no se hacen únicamente arrodillada ante el confesionario –respondió la muchacha. Para que la conversación no discurriera en dimes y diretes, corrigió: -Así que te gustan mis coplas...

     - Nunca las había escuchado.

     - Cuando una siente el corazón ardiente, las inventa.

     - Pues debías de tenerlo muy a tono.

     - Me voy a casar –confesó la muchacha.

     Margarita detuvo el paso.

     - ¿Y tu tío?.

     - Mi tío es cura, yo no.

     - No me refiero a eso.

     - Mi tío tiene que condescender. ¡Qué remedio le queda!.

     Caminaron buen trecho en silencio: la revelación había cortado al comentario posible. Cuando se acercaban a la casa cural Margarita tomó el brazo de la muchacha, la detuvo y le preguntó:

     - ¿No te importaría que continuáramos hablando en otro lugar?.

     - ¡Por mí...!.

     Se alejaron de las casas. Margarita no sabía si consciente o inconscientemente, encaminó los pasos hacia el lugar donde las azucenas y la fuentecilla natural habían surgido como por encanto. Era la primera vez que lo hacía. Era, si cabe, una forma de desertar de su pasado.

     La sobrina del señor cura retomó el hilo de la conversación.. Explicaba cómo se siente una mujer en vísperas de unirse a varón, cómo el cuerpo se siente más liviano, cómo la mente no encuentra espacios libres que no estén repletos del hombre, cómo los sueños parecen anticipar lo que pronto acaecerá, cómo los días, aunque se hagan largos, se tornan sabrosos. Y comenzó a improvisar una copla parecida a las del día anterior, con letra más provocadora. Algunos pájaros intentaron un vuelo corto. Algunas lagartijas se escurrieron entre las piedras de los portillos.

     Lucía una mañana apacible. Margarita no recordaba que, por la tarde, tendría que retirar el catafalco y que posiblemente Pedrito acudiría en su ayuda haciéndole referencia al envoltorio. También había desviado de su mente las imágenes adheridas a las pupilas del señor cura. La revelación de la muchacha, la cercanía del casamiento y ahora las coplas, la remitían al sueño de la noche pasada, cuando Benito Pinto se introdujo entre las sábanas, sin consentimiento previo, sin aviso, y le adelantó algo de la felicidad que podría sentir si, a su vez, ella rectificaba aquella penitencia voluntaria autoimpuesta por el capricho de una supuesta aparición.

     - ¿En qué piensas? –la retornó la muchacha a la realidad.

     Margarita no se sobresaltó.

     -   ¿Es qué piensas?. ¡Y no me mientas!. Cuando alguien se espante como tú es porque  se encuentra en otro mundo.

En otro mundo no, pero casi –confesó Margarita.

     -   Ya sé qué te ocurre –sonrió la sobrina del sacerdote. No podía asegurarse que se trataba de una sonrisa maliciosa pero sí lucía un tinte de picardía que no tomó a mal Margarita. Al contrario, sintió que la muchacha la estaba ayudando a quitarse peso de encima.

¿Lo sabes?.

     -   Entre mujeres es poco lo que se puede ocultar –respondió la sobrina del señor cura-. En esta ocasión nada tiene que ver con apariciones de Vírgenes –aclaró, con una chispa caprichosa que le brotaba de la mirada.

Es cierto –condescendió Margarita.

     Y se ruborizó.

     Se encontraban ya cerca del manantial y del lugar donde fluía caprichosamente el agua. Las gentes del pueblo no acudían hasta el lugar a no ser en momentos de aclarar algo. Aunque el señor cura se había empeñado en quitarle la importancia que en su momento se le asignó, su relación con las apariciones, los lugareños preferían distanciarse del lugar  por temor a que sobre ellos cayera cualquier maleficio. Aunque alguien había lanzado la idea de que el agua del manantial podía poseer dotes curativas, pues no era lógico que de la noche a la mañana surgiera un agua tan cristalina y que conservaba siempre idéntico fresco, nadie, ni siquiera a escondidas, se atrevió a hurtar ni un solo cuenco. Solamente se hizo cuando al señor cura le engordó la barriga por aquella manía de alimentarse de flores silvestres con el fin de descubrir los pensamientos ocultos de Telesforo.

     Margarita, súbitamente, se turbó ante la cercanía del manantial. Le asaltó el recuerdo de la tablilla y del lienzo encontrado en la cilla y cómo aquellas flores y aquella fuentecilla en ellos estampada podía tener relación con el lugar. No en balde coincidían todos los elementos: Virgen, flores, agua y  Telesforo. Ella no. A no ser que hubiera sido ella quien descubrió lo escondido en el envoltorio. Pero de ella no había constancia ni en el lienzo ni en la tablilla.. Esto le infundió cierta libertad.

     No juzgó oportuno revelárselo a la sobrina del señor cura. Tendría que meter de por medio al sacerdote y todavía desconocía cómo había evolucionado el portento de fijarse en sus pupilas las imágenes del lienzo y la tablilla.

     La muchacha ya no cantaba coplas. También ella se sentía temerosa ante la cercanía de la fuentecilla. Desde que comenzaron a brotar las azucenas, o desde que las descubrieron, el lugar se había convertido en misterioso. De nada valía intentar olvidarlo. Allí permanecía, inalterable, en cierto sentido provocador, como testimonio de que alguien, algún día, había dicho que la Virgen llegó al pueblo, en carne mortal, y se le apareció a Telesforo y a Margarita.

     -   No te gusta acercarte a este lugar, ¿verdad? –preguntó la sobrina del señor cura..

     - Nunca lo he hecho.

     - ¿Temes que aquí pueda venir la Virgen?.

     - Siempre se teme a las apariciones.

     Margarita entornó la mirada. La desvió luego hacia un lugar neutral, ajeno a aquel contexto. La muchacha  se percató de que le disgustaba el tema. Y desistió. Retomó la euforia de sus amores e inició una copla. No fluyó convencida. Margarita sospechó que lo intentaba sin ganas, por compromiso. Sin embargo, ese era el tema que ella deseaba encauzar. El sueño de la noche anterior, los escarceos sobre su cuerpo, que aunque imaginarios aparentaban reales, le había puesto en el trance de abordar el tema. Y si había encaminado hasta allí a la sobrina del párroco no había otra razón más que esa.

     Se decidió. Le relató el sueño. Al iniciar el cuento las palabras salían entrecortadas, temerosas. Luego tomaban confianza, profundizando más los detalles.

     La sobrina del señor cura permitió que se explayara. Estaba convencida de que Margarita lograba desvestirse interiormente, removiendo, para que no quedara adherida ni una sola mota de contenida represión. No realizó gesto de sorpresa ni mueca de asombro, por lo que Margarita se entusiasmaba cada vez más. Hasta que le preguntó:

     - ¿Qué te ocurre?.

     La respuesta de la muchacha surgió sin demora, con tono tan natural que Margarita se lo agradeció con la sonrisa.

     - Lo normal.

     - ¿A ti también te ha ocurrido?.

     - ¿Y a qué mujer no?. Además, lo mío, ahora, es soñar a diario con eso.

     - Tienes suerte: sabes que pronto llegará.

     - Y tú porque no quieres.

     Margarita bajó la mirada. Era un signo de reconocimiento. A la vez, también de temor. La sobrina del señor cura reparó en el problema:

     -   En toda mujer se produce un principio oculto de temor, a pesar del deseo. Así que eso no te perturbe. El problema es cuando el temor se hace más fuerte que el deseo. Tienes que dar rienda suelta al deseo para continuar con vida de mujer. Si te dejas achicar por el temor, malo: la desilusión será por siempre tu forma de existencia.

     No parecía ella hablando. Traslucía en el tono un parecido a la seriedad de su tío cuando daba consejos. Sólo que, a juicio de Margarita, el señor cura hubiese redondeado el argumento de otra manera.

     - ¿Nos acercamos hasta donde las azucenas? –propuso Margarita materializando su incertidumbre.

     La sobrina del sacerdote no formuló objeción. Ambas se encaminaron hacia el lugar. La fuente se había secado. Ni siquiera aparecían rastros de que en aquel sitio hubiese manado agua. Tampoco se encontraban las azucenas. La desilusión de ambas fue enorme. Retornaron al pueblo. El trayecto se hizo pesado. A la sobrina del señor cura no le venían coplas. Margarita sintió dentro un enorme vacío.

      - Será mejor que no digamos nada –sugirió Margarita.

     - Será mejor –aceptó la muchacha.

     A pesar de su secreto, la noticia no tardó en divulgarse. Benito Pinto, ya de tarde, había acudido a faenar por aquellos contornos y sintió ansias repentinas de acercarse hasta donde el manantial. No era su costumbre hacerlo. Creía que aquel lugar, el agua y las azucenas solitarias, eran la causa de la esterilidad de sus amores.

     En alguna oportunidad había sentido deseos de cortar de cuajo a las azucenas, al igual que tapiar la fuentecilla. No lo hizo. Por temor. En el fondo sentía un reproche demasiado contundente: la Virgen le había lanzado el atroz veredicto. Sin embargo, jamás sacó a flote ese resentimiento contra la Madre de Dios. Ni siquiera confesó a sus más íntimos la desesperada inclinación hacia el cuerpo de Margarita, contentándose con penar en vida una soledad de amor imposible. Nadie en el pueblo supo que su cuerpo vivía la realidad únicamente en sueños. Ni siquiera al señor cura, en el secreto confiable de la confesión, le confió esa supuesta enemistad con la Madre de Dios y la lucha con ella sostenida noche a noche, en lo escondido del sueño.

     Se trataba, él lo sabía, de una lucha desigual, en la que hasta el momento al menos siempre había salido ganando la Virgen aparecida. Cada vez que el cuerpo de Margarita se le ponía propicio, la sonrisa de la Virgen, al pie de la alcoba, o escondida entre el ramaje del soto, le desinflaba el deseo.

     No obstante jamás percibió en el semblante de la Señora un reproche definitivo. Era, más que una batalla por la posesión definitiva, un juego, aunque en nada inocente. Era como si la Virgen le dijera: Si la quieres, tienes que ganártela; así que insiste; aunque sea contra mí. Por ello, no era rencor lo que sentía sino recelo de competencia.

     Había notado en esa Virgen sonámbula e interpuesta algo que no empataba con la imagen tradicional que había acuñado de la Madre de Dios: una feminidad valiente, algo así como un desafío de mujer a quien le han robado algo, quizá un hijo, no sabía determinar qué, y que ahora se empeñaba en que se lo retornaran. Benito Pinto, siempre en la duermevela de la inconsciencia, protestó; adujo que la culpa no era suya y que qué derecho tenía Ella a exigirle una renuncia por faltas de otros. La Virgen no contestaba, limitándose a sonreírle. El creía que también a instarle para que luchara por lo suyo, al igual que Ella  luchaba por su pertenencia. Así que, luego de muchas noches, se había creado entre ambos una especie de forcejeo de igual a igual, aunque, es cierto, todavía Benito Pinto no lograba conducir el agua hasta su molino.

     No sabía cómo interpretar la súbita desaparición de la fuentecilla y las tres azucenas. ¿Sería que la Madre de Dios le estaba diciendo que renunciaba a esa lucha estéril y ridícula, dejándole despejado el camino para enfrentarse a la realidad, fuera del sueño, de su amor hacia Margarita?.

     Quiso que fuera ésta la auténtica interpretación. No concedió espacio en su mente para indagar otras excusas. Dejó el lugar. Se encaminó hacia el pueblo. Albergó en su interior un sentimiento de libertad. Y divulgó la noticia.

     Pronto llegó a oídos del señor cura. Su hija tocó varias veces sobre la puerta del despacho, pero el sacerdote retardaba la contestación. Cuando la muchacha empujó la puerta, advirtió cómo el párroco se afanaba hojeando libros viejos. Los había amontonado sobre el tosco escritorio y parecía reparar en las hojas como con mirada de lupa. La muchacha se extrañó por semejante quehacer. Le dijo:

¿Qué anda usted indagando?.

     El sacerdote, sin elevar la mirada de la hoja que ahora tenía entre manos, indicó con un gesto que guardara silencio.

     - ¡No comencemos otra vez con locuras! –se atrevió a regañar a su tío-. Demasiado me hizo sufrir cuando la manía de alimentarse con flores!.

     El sacerdote no se inmutó. Ella, para sacarlo de aquella actitud sospechosa, le espetó de golpe:

     - Se ha secado el manantial y se han muerto las tres azucenas.

     El sacerdote se restregó los ojos y cerró de golpe el códice. Y dijo:

     - Por eso ya no veo las imágenes.

     - ¿Qué imágenes? –se interesó la muchacha.

     -    Las imágenes. Las de este pueblo. Este no es un pueblo de realidad sino de imágenes.

     - ¿De fantasmas?.

     - ¡De imágenes!.

     - ¡Santo Dios! –se quejó la muchacha-. ¡Otra vez!.

     Se encaminó hacia el templo donde presumía se encontraba Margarita desmontando el catafalco.

     La noticia de la sequía de la fuente y de la muerte de las azucenas pasaba ya de boca en boca. Las mujeres la repetían temerosas, algunas desencantadas. Los hombres aventuraban pareceres. Ya era hora de que aquel camino quedara sin trabas, pensaban unos, mientras otros aseguraban que era bueno que un pueblo tuviera lugares de leyenda, semisecretos, porque era la única manera de buscar interpretaciones a los acontecimientos cuando no se les encontraba una razón lógica. Así que, mientras para unos la noticia había sido recibida con beneplácito, para otros se había convertido en una nueva atadura.

     Uno de los borrachos lanzó la peregrina idea:

     - ¿No las habrá comido Telesforo?.

     La sospecha actuó como un dardo. Quienes alegraban sus sinsabores en el Bar Facundo, saboreando el vino de rigor, se precipitaron a la plaza, en busca de Telesforo.

     No lo hallaban por ninguna parte. El alcalde necesitó poner orden. Calmó a los intranquilos amenazándolos con emplear la fuerza pública si no se comportaban como correspondía:

Este es un asunto que compete a la autoridad y será ella quien lo resuelva.

     Delante de todos ordenó al alguacil a que se hiciera cargo de la búsqueda de Telesforo:

     - No lleves contigo a los borrachos sino a personas en sus cabales. Y si noto alguna perturbación pública, cierro el Bar –amenazó.

     Los borrachos pusieron mala cara. Murmuraron que se trataba de una fanfarronada de la autoridad y que el alcalde jamás tendría cojones, así de grandes, así, como para decidirse a clausurar el lugar más sagrado del pueblo, después de la iglesia. No obstante, el semblante del alcalde no lucía aquel día muy condescendiente, por lo que los parroquianos optaron por atemperar la mirada con gestos de dejar que el temporal amainara.

     El alguacil eligió a quienes, a su juicio, parecían menos dados al escándalo. El alcalde aprobó la elección asintiendo con la cabeza. El resto se introdujo en el bar. No brindaron por algo en concreto. Se limitaron a comentar sobre la cosecha, no muy promisoria este año, y de vez en cuando alardeaban de algunos romances imposibles aunque siempre deseados.

     El alcalde tomó la determinación de entrevistarse con el párroco. Podría surgir un nuevo e inesperado incidente y no deseaba que sobre el resultado del mismo estuvieran divididas la autoridad civil y la eclesiástica. Entró en la casa cural luego de esperar tres veces la respuesta a su toque de aldaba. Empujó la puerta. Antes de aventurarse más adelante gritó el nombre del sacerdote:

     - ¿Dónde se ha metido usted? –protestó.

     Se convenció de que tampoco se encontraba la muchacha. Adelantó los pasos hacia el despacho parroquial. Tocó con los nudillos sobre la madera carcomida, también tres veces, sin que desde dentro respondiera la voz del sacerdote. Empujó:

     -   Ya que entró sin permiso, pase –le dijo el párroco, sin apartar la mirada de un libro viejo y empolvado.

     - ¿Investiga?.

      - Observo.

     - ¿Observa y lee?.

     - Veo solamente.

     El alcalde se acercó hasta el escritorio, lentamente, sin  que el sacerdote adujese objeción. Asentó la mirada en el códice. Se trataba de un libro realmente añejo, garabateado a mano, con caligrafía muy desigual, parecida a la de un niño al que se le corrige mil veces el trazo y otras tantas reincide. Pero no había imágenes. Pensó que el párroco tenía razón: aquel manuscrito era más apto para ser visto que para ser leído. A pesar de ello no hallaba explicación a aquella repentina afición del señor cura, absorto en investigar en libros viejos.

     - ¿Se ha enterado usted de lo del manantial y las azucenas? –preguntó la autoridad civil.

     El párroco afirmó con la cabeza sin despegar la mirada de los garabatos del códice.

     - ¿Y de la desaparición de Teles foro?.

     Percibió cómo el sacerdote por primera vez retornaba a la realidad. Pero sin soltar palabra. Se limitó a cerrar el libro y a avanzar unos pasos hasta la ventana.

     - No lo veo –dijo el señor cura.

     - ¿No le digo que ha desaparecido?.

     - Te digo que no lo veo. ¡Qué sabrás tú que es lo que quiero decir!.

     El alcalde diseñó un gesto de incredulidad. Insistió ante el señor cura:

     - Ya he enviado al alguacil para que dé con su paradero.

     - No dará con él –aseguró el sacerdote.

     - ¿Sabe dónde se encuentra?.

     El sacerdote abandonó la ventana, se encaminó otra vez hacia el escritorio, dejó caer su cuerpo sobre el rústico sillón, acercó las manos a los ojos, los restregó, miró al señor alcalde, dijo:

     - Lo busco en estos libracos.

     En otra oportunidad el señor alcalde hubiese lanzado una estruendosa carcajada, en este momento el semblante de seriedad del sacerdote y la siempre impresionante impresión de códices viejos y polvorientos le infundió respeto. Había oído que en esos libracos, escritos quién sabe por qué y cuándo, se escondían secretos de tiempos remotos que únicamente los clarividentes estaban en situación de descifrarlos. Experimentó un arranque de curiosidad. Alargó la mano en dirección al códice cerrado. El párroco lo contuvo.

     - Mejor no lo toques.

     - ¿Por qué, señor cura?.

     - No lo sé. Pero mejor que no lo toques.

     Obedeció. Aumentó su sentimiento de respeto hacia esos garabatos por la prohibición del señor cura. No insistió.

     - Todo aquello estaba comenzándole a sonar a misterioso absurdo.

     - ¿Y qué hacemos si no damos con el paradero de Telesforo?.

     -   ¿Qué hacemos?. Eso es lo que yo quisiera saber. Si usted me deja en paz, quizá encuentre la respuesta en estos libros.

     Y se enfrascó de nuevo en el chequeo de aquel complejo jeroglífico.

     El alcalde aceptó la sugerencia, mas desconfió de que entre el polvo y los garabatos hallara el señor cura la solución a la desaparición del muchacho.

     A pesar de que el párroco le había alertado sobre lo infructuoso de la búsqueda de Telesforo y sobre la aclaratoria del por qué habían fenecido las tres azucenas y el pequeño manantial, el alcalde no suspendió la orden de búsqueda. Tenía que cumplir con su deber y en nada ayudaría a las expectativas de la gente proclamar al viento de la plaza que el señor cura había puesto objeciones. Así que instó al alguacil a que intensificara las pesquisas, escudriñando cualquier rincón, cualquier pajar, cualquier escondrijo de pastores por los contornos, cualquier posibilidad. Y lo realizaron con esmero, aunque todavía no encontraban rastro. 

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