Margarita había desmontado el catafalco con ayuda de los
monaguillos, Pedrito incluido. Cuando llegó la sobrina del señor cura
ya sólo quedaba, sobre uno de los bancos, el gran mantel morado con
ribetes dorados en los bordes y las tablas amontonadas. Margarita
despidió a los muchachos. Pedrito retardó la salida. Ella, con la
mirada, y señalando a la sobrina del señor cura, lo instó para que
saliera.
-¡Que casualidad: ha sido Benito Pinto quien descubrió lo del
manantial y quien divulgó a los cuatro vientos la noticia! –comentó
la sobrina del señor cura.
- ¿Por casualidad?.
- Por lo que me contaste.
Margarita enrojeció. Lanzó una rápida mirada a los santos de
escayola, terriblemente quietos en sus hornacinas, y comprobó que
ninguno había alterado su sonrisa fría y eterna, lo que la tranquilizó.
Desvió por ahí la conversación:
- Los santos siempre sonríen igual.
- Es una sonrisa muerta.
- Muerta no. Fría –corrigió ella.
- Si es fría, es muerta –aclaró la sobrina del señor cura.
Margarita comenzó a desconfiar de los santos; era cierto lo que
le aclaraba la amiga: si es fría, es muerta. Así que ella había
estado muerta, por fría, durante demasiado tiempo. Sólo ahora, a raíz
de su sueño reparador, el cuerpo había comenzado a desentumecerse, la
sangre circulaba con un hormigueo reparador, los senos se le abultaban
en los momentos más inverosímiles, como ahora, en el templo, y no sentía
que eso fuera falta alguna sino alegría de la libertad.
Era cierto lo que le decía su amiga: ¡Qué casualidad!. Ha sido
Benito Pinto quien lanzó la voz de alarma, descubrimiento que ahora tenía
en un tres y dos a la curiosidad de la gente.
- ¡Qué
suerte tienen los curas!. ¡Se enteran de todo! –soltó la sobrina del
sacerdote. A Margarita le extrañó salida tan a destiempo, que tan poco
hilaba con la conversación anterior.
La sobrina del señor cura apoyaba una mano sobre el sostén de
madera del confesionario mientras Margarita se esforzaba por llevar a la
sacristía el gran paño morado que había cubierto el catafalco.
- ¿Te ayudo?.
- Sí. Esto pesa.
Lo acomodaron en su lugar, en la sacristía, y regresaron a la
nave del templo. Ya nada había que hacer.
- ¿Y los candelabros?. ¿Y las tablas del catafalco?.
- Tu tío tiene las llaves de la cilla, así que volveré luego,
si él me las presta.
- ¿Y por qué no iba a prestártelas?.
- Es un decir, mujer.
Margarita estuvo a punto de confesarle lo del envoltorio pero se
contuvo una vez más.
- ¿Cómo se
oirán los pecados desde dentro del confesionario? –insistió la
sobrina del señor cura. Margarita intervino con un movimiento de
hombros, de indiferencia. Pero la curiosidad ya le había picado.
- Si quieres, probamos –sugirió la muchacha.
- ¿No será eso pecado?.
- ¡Qué cosas tienes, Margarita!. ¡No hacemos mal a nadie!.
Y abrió la portezuela del confesionario, invitando a Margarita a
ocupar el lugar reservado al señor cura.
- Entra. Tu harás de confesor. Yo de penitente.
- Me da no sé qué... Está oscuro por dentro.
- El
confesionario es así: para no ver los pecados, sólo para que suenen.
Anda, no seas tonta.
Margarita, antes de introducirse en el confesionario, chequeó
con la mirada las sonrisas y las poses de los santos más cercanos. Los
vio igual, sin muestras de alteración, viviendo la muerte escayolada de
su eternidad fría y sola.
No sintió temor. Se introdujo en el lugar. Cerró la portezuela.
Luego abrió la ventanilla levemente enrejada y se dispuso a escuchar el
juego de la confesión, siendo penitente su amiga.
No resultó.
La sobrina del señor cura reveló a Margarita secretos
insospechados. Le relató sus amores y sus primeras escaramuzas. Lo hizo
con cierta seriedad orgullosa, como correspondía al lugar. Ciertamente,
no sonaban a pecado. Margarita, ocupando el lugar del confesor, pensó
que quién puede determinar qué es falta y qué no. Quizá el tono del
penitente sea lo que determina el valor del hecho contado, su gravedad,
su levedad, su maldad o inocencia. Así que no era el sacerdote el juez
sino el testigo, quien, en nombre de Dios, se encargaba de inyectar
esperanza o provocar desazón.
Le encantaba el orgullo de la muchacha descubriéndole cómo el
cuerpo reacciona a los contactos del varón, cómo el pulso
explota con intensidad de calambre, cómo luego de hacerlo lega
la calma inusitada, casi transparente, y cómo eso que llaman pudor
femenino solamente aflora antes del contacto, jamás después.
- Después lo
ves todo normal, como si el antes siempre hubiese sido una equivocación.
El cuerpo nada te reclama porque nada le has quitado: le has dado, en
cambio, lo que le faltaba. Así que hacerlo es como un acto de justicia
para con el cuerpo, una alimentación, no un desahogo.
Margarita, a pesar de los pesares, entendía este lenguaje. Era
lo que el cuerpo estaba rogándole últimamente, con tal urgencia que el
retrasar el llamado podría provocarle inusitados resultados.
Inexplicablemente la muchacha se detuvo. Comenzó a llorar. Por más
que Margarita la instó a salir del templo, ella insistió en que todavía
le faltaba confesar lo más importante, lo realmente importante, aquello
con lo que venía viviendo y sufriendo hacía tiempo.
- El señor cura no es mi tío –soltó de sopetón. Automáticamente
se le contuvo el llanto. Era como si de repente hubiese quedado libre de
sí misma, libre de su pasado, libre de su secreto. Antes de que
Margarita reaccionase, dijo: -ya estoy mejor. ¡Qué bien me siento!. ¡El
confesionario es fabuloso!. ¿No tienes nada que preguntarme?.
Margarita nada tenía. Intuyó, eso sí, que debía preguntarle
algo, lo que fuera, porque la muchacha estaba allí y lo necesitaba.
- ¿Y si no es tu tío, quién es?.
- Mi padre.
Margarita esperaba cualquier revelación. Esa, jamás. Apoyó la
cabeza entre las manos. Le hubiese gustado observar la mirada de los
santos para comprobar si ellos lograban enmendar, ante secreto tan
humano, su fría pose. Se sentía bien dentro de aquella oscura soledad
del confesionario. No deseaba salir.
- Vamos, ¿no comentas algo? –insistió la voz desde fuera. Era
una voz con otro tono, más liberada. –Me siento como nueva después
de decírtelo –insistió la voz-. Así que ya hemos cumplido con
nuestro juego. Sal y vamos.
Margarita intentó enderezar su cuerpo arrinconado en aquel cajón.
Corrió la pequeña aldaba de la puerta y lentamente apareció su figura
a la luz casi ya mortecina del interior de la iglesia.
La muchacha la esperaba con sonrisa abierta. Realizó un gesto
asegurando que las cosas han sido así y ya no pueden volverse atrás.
Margarita respondió con un gesto similar.
- Lo único de todo esto es que yo quisiera que todo el mundo lo
supiera. No es nada elegante andar por la vida con identidad equivocada
–confesó la muchacha. ¿Tu tío
sabe que lo sabes?. No. Ni
creo que lo sospeche.
- ¡Qué
cosas! –fue todo lo que se le ocurrió comentar a Margarita. Luego,
para variar de tema, señaló: -Tengo que retirar los tablones del
catafalco.
La plaza lucía solitaria, lo que se salía de lo normal en
aquella hora. Ni siquiera los muchachos se perseguían en sus habituales
juegos de escondite. No era tensión lo que flotaba en el ambiente, sí
un halo de soledad. Quizá fuera la ausencia de Telesforo.
Los bebedores de vez en cuando salían a la puerta del bar con
sus vasos en las manos para comprobar si aparecía el alguacil con
Telesforo. Meneaban la cabeza con disgusto. Se introducían de nuevo en
el recinto. Sufrían el presentimiento de que Telesforo hubiera
desaparecido para siempre. Desconocían a que se debía tan peregrina
sospecha.
Margarita y la sobrina del señor cura llegaron a la casa cural.
La muchacha había informado a Margarita que su tío se encontraba algo
raro: se había encerrado en el despacho indagando no sabía qué en
libracos arrugados: Es como si anduviera buscando algo que se le ha
perdido desde siempre, comentó. Rogó a Margarita que esperara un
momento, no sea que su tío se molestara por aquella intempestiva
interrupción.
Fue y vino. Traía en la mano las llaves de la cilla. Se las
entregó a Margarita. Si
quieres, te acompaño.
- No es
menester. Eso lo hago yo en un dos por tres. ¿Continúa tu tío
enfrascado en los libros?.
- Los observa
con una lupa vieja, como si debajo de las letras se escondiera algo. ¿Y
tiene mal aspecto?. Cuando
se encuentra en situaciones así siempre su aspecto es raro.
Margarita regresó al templo. Se apuró colocando en la cilla los
viejos candelabros y las tablas y tablones que habían dado forma al
catafalco. Cada vez que entraba en el cuartucho su mirada se precipitaba
hasta el baúl, donde el señor cura había regresado el envoltorio que
escondía al lienzo floreado y a la tablilla. Pero no se decidía a
acercarse hasta él.
Cerró la puerta asegurándose de que la llave no había fallado.
Se dispuso a abandonar la iglesia. Se detuvo un momento junto a
confesionario e hizo amagos de propinarle un puntapié, pero se contuvo.
No quería que la vieran los santos de escayola, quienes continuaban
impasibles con su mirada fría.
De improviso le asaltó la sospecha de si la desaparición de
Telesforo tendría que ver con la tablilla. Y regresó al cuarto. Le
invadió un sentimiento de temor, como si estuviera a punto de realizar
una acción incorrecta, como si una prohibición la impidiera acercarse
al baúl. A pesar de ello se decidió. Penetró en la cilla, abrió el
baúl y buscó el envoltorio. No estaba. El corazón le hizo un vacío y
un escalofrío la inundó por dentro. Pensó que posiblemente el señor
cura había decidido conservarlo en la casa cural. Se precipitó hacia
allí, sin preocuparse de cerrar de nuevo la puerta de la cilla.
Al pasar junto al bar uno de los bebedores le preguntó:
- ¿Y qué se sabe de Telesforo?.
- Lo que sabe
todo el mundo: que ha desaparecido. ¡Y que si no dejan de beber,
comenzarán a verlo en la borrachera!. -
¡Como que no están de buen talante! –se quejó el bebedor.
Este se introdujo en el bar. Margarita arreció su paso en
dirección a la casa parroquial.
Penetró sin llamar.
La muchacha la alertó sobre el mal humor de su tío. Pues
cuando le diga lo que tengo que decirle, se pondrá peor.
La muchacha no entendió, aunque sospechó que el repentino
cambio en el temperamento de Margarita se debía a alguna reflexión de
última hora sobre el secreto que le había encomendado. Ten
cuidado con lo que le dices –le previno.
- Sé que es
un secreto de confesión –protestó Margarita-. ¡Descuida!. ¡Lo de
hoy no fue juego, y yo lo sé!.
El señor cura no mostró malhumor al sentir cómo se abría la
puerta del despacho. Continuó absorto en sus escarceos sobre el viejo códice,
ayudándose ahora con la luz de una palmatoria, con vela recién
estrenada.
- ¿Dónde está el envoltorio, señor cura? –preguntó. A
pesar de que el tono era de evidente reclamo, el sacerdote no despegó
la mirada del viejo códice-. ¡Que dónde están el lienzo y la
tablilla!. Parte en
mis ojos, el resto en la cilla.
Pero cuando el sacerdote, por fin, elevó la mirada del códice,
se dio cuenta de que ya no veía a través de las imágenes que días
antes se le pegaron en las pupilas.
- ¡Pues no!. ¡Ya no
están en la mirada!.
- Pues en la cilla tampoco –exclamó Margarita.
El señor cura cerró de golpe el viejo códice.
- ¿Quieres decir que la han robado?.
- Quiero decir que no está en el baúl. Y usted me dijo que iba
a colocar el envoltorio allí. ¿Dónde lo puso, señor cura?.
- ¡Por todos los santos! –exclamó el sacerdote-. ¡Tiene que
estar allí!.
- ¡Pues no está!.
- ¿Miraste bien?.
- No me crea tonta, señor cura.
Le retumbó la cabeza:
- ¡Pedrito!. –exclamó Margarita luego de un silencio vacío.
- ¡Pedrito!
–corroboró el sacerdote. E instó a la muchacha a que buscara al niño
y le sonsacara qué había hecho con aquel envoltorio.
Resultó inútil.
Pedrito juró y perjuró que él no había entrado en la cilla.
Lo dijo con candor. Margarita no tuvo más remedio que creerle.
El señor cura aceptó igualmente la negativa del muchacho: si lo
hubiese hurtado posiblemente a estas alturas todo el pueblo estuviera en
conocimiento del portento, si portento podía llamarse.
Telesforo retornó a la mente del sacerdote. Aunque carecía de
pruebas para sospechar de él. ¿Quién si no él podría haber sido?.
Ordenó la presencia del señor alcalde. Lo instó a que azuzara a sus
hombres para dar con el paradero urgente de Telesforo.
- ¡Es de vida o muerte! –aseguró.
- ¿Igual que cuando lo de los difuntos? –preguntó la
autoridad civil, mezcla como venganza, mezcla como extrañeza por la
prisa repentina del señor cura.
- ¡Peor! –respondió.
El señor alcalde no tuvo la menor duda de que hablaba en serio.
Pero igualmente sabía que Telesforo escogía los escondites más
inverosímiles y que no resultaría sencillo dar con su paradero.
En efecto, así era.
Ya había transcurrido una semana y el alguacil y sus pesquisas
no daban con el rastro del muchacho. La nueva modalidad, la nueva
estrategia consistía en indagar en los ribazos, junto a los caminos, en
los prados, allí donde florecía cualquier flor fresca para detectar si
la mano de Telesforo había tronchado alguna. Las flores aparecían
intactas, los tallos erguidos, las hierbas de los ribazos sin marca de
pisada capaz de indicar que por allí había pasado el muchacho.
Los labradores, en sus quehaceres por el campo, también
indagaron entre arboledas y peñascos. Los pastores que tenían perros dóciles
y amaestrados para olfatear, extremaron sus indagaciones, sin resultado
positivo. La tranquilidad del pueblo comenzó a tornarse pesada. En el
Bar Facundo los bebedores se llevaban los vasos a los labios como sin
ganas: ¿Dónde coños se habrá metido?. El pueblo comenzó a sufrir la
desdicha de la orfandad: ¿Qué haremos el día que muera Telesforo?.
Nadie quería aventurar una respuesta, quizá porque se temía llegar a
la respuesta verdadera.
El sacerdote no aducía explicación, por más que el alcalde lo
urgía a que se inventara una, cualquiera, pues para los aldeanos era
preferible vivir con supuestos a cuestas que con la soledad de un vacío.
Sin embargo, el párroco insistía que Telesforo era una especie de vida
incontrolada, un paréntesis, un no sabía qué, y que ante semejante
realidad cualquier hipótesis estaba abocada al fracaso. La hipótesis
que más prosperó fue lanzada por Benito Pinto:
- Telesforo sobrevivirá porque se ha alimentado con las azucenas
que crecían junto a la fuente.
Semejante afirmación resultó la excusa para que Margarita se
decidiera a dirigirle la palabra. Lo esperó al atardecer, alejada de la
última de las casas del pueblo, procurando no ser observada. Había
espiado los pasos de Benito Pinto, camino del campo, y lo aguardó
sentada sobre una peña pequeña.
Resultó una espera fructífera. Se entretuvo deshilvanando
retazos de su vida, intentando atar cabos, procurando descifrar los
acontecimientos, sobre todo los últimos. Pensó mucho en la sobrina del
señor cura, ahora descubierta como hija, y en los jeroglíficos en
forma de rayas laberínticas que Telesforo había trazado días atrás
sobre la tierra de la plaza. Reavivó el proceder del señor cura, las
imágenes que se le habían pegado a las pupilas y luego desaparecido
entre las letras retorcidas de los viejos códices. Reactivó sus sueños
con Benito Pinto. Deseaba saber si todo aquello guardaba hilazón o sí,
por el contrario, la casualidad era la norma. Y se sorprendió no
pensando ni en la Virgen ni en sus apariciones. Las apariciones eran
agua pasada, un recuerdo que no había dejado huella, una sinrazón
imaginario y, a la vez, una pérdida de tiempo en las ansias de su
cuerpo.
La tarde se proyectaba tranquila. Sobre el cielo, y ahora se daba
cuenta, hacía días que no deambulaban las nubes de color de atardecer
caído, tan típicas en aquel tiempo. Lo cual le daba a entender o que
las había comido todas el espíritu de Telesforo o que el muchacho se
había desviado hacia otro rumbo en busca de alimentación espiritual.
Era una posibilidad, no una corroboración.
Benito Pinto comenzó a perfilarse a lomos de su cabalgadura
envuelto en el atardecer tranquilo. Se escuchaba su silbo rítmico y
algunas cadencias eran similares a las de las coplas de amor esperanzado
que se inventaba la sobrina del señor cura.
Margarita experimentó el mismo hormigueo acariciándole el
cuerpo que el que gozaba luego de las duermevelas, cuando, observándose
en el espejo, apreciaba la dureza latente de sus senos y el temblequeo
que le ardía en los muslos, y que ya le había hecho saber a la sobrina
del señor cura.
Margarita había procurado que Benito Pinto no la detectara desde
la distancia. Inclusive, se había quitado el pañuelo que ridículamente
se empeñaba en ocultar su cabellera, en otro tiempo lozana y libre.
Ahora había introducido ambas manos entre el cabello con intención de
darle cuerpo. También desabrochó el último de los botones de la blusa
y no se decidió a deshacer el siguiente por una especie de pudor todavía
oculto y aún sujeto a no sabía qué represiones.
Benito Pinto detuvo su silbido y su cabalgadura al toparse con la
figura sentada de Margarita, sobre la peña. Se restregó los ojos,
presintiendo que aquella no fuera Margarita sino una aparición. No había
razón para que la muchacha estuviera allí. Mucho menos esperándolo.
Quizá no fuera a él a quien aguardaba, sino a Telesforo. La desaparición
del muchacho pudiera ser un truco para retomar otra vez el casi ya
olvidado tema de la aparición de la Virgen.
Margarita no había enmendado su postura, ni aparentemente
reparado en la presencia de Benito Pinto. Conservaba la mirada semicaída,
entrelazando ambas manos sobre sus rodillas, en una aparente espera
resignada y fastidiosa.
Benito Pinto estuvo a punto de descabalgar una vez convencido de
que no había ilusión en su mirada. Pero retomó el ánimo y ordenó a
su montura a continuar el camino.
Margarita elevó la mirada. Notó que la intención de Benito era
proseguir, aguardó a que el caballo avanzara unos pasos, se convenció
de que Benito Pinto no volvería la vista hacia ella y se decidió: ¡Benito!.
Necesito hablar contigo.
Bajó de nuevo la mirada. Esperó a que él retrocediera los
pocos metros avanzados. Sintió cómo desmontaba, cómo ataba el rabero
a una rama seca y cómo avanzaba en su dirección. Todavía sin levantar
la mirada, dijo: Tengo
que hablar contigo.
- ¿Sin
mirarme? –preguntó Benito con tono que a Margarita le sugirió una
sonrisa encubierta, anhelada y hasta revestida de picardía. No se
habla con los ojos sino con la boca. ¡Mentira!
–a cortó él-. Se habla más con la mirada, y eso lo sabes muy bien.
Tan bien que no osó replicarle. Además, gracias a esta salida
de Benito la conversación se había iniciado por el camino que ella, en
el fondo, deseaba. A pesar de eso, era necesaria la excusa. Y Margarita
la otorgó:
- No estoy aquí para hablar de eso.
- Me supongo –siguió insistiendo Benito Pinto.
Margarita se sintió acorralada. ¿Había hecho bien con esquivar
la conversación anterior?. Habría que retomar el hilo. Y ahora, de
verdad, no sabía cómo.
- Dime entonces qué deseas –intervino Pinto.
- Estoy aquí porque no me gusta lo que has dicho de Telesforo.
- ¿Qué se ha comido las azucenas?
- Eso.
- Pues si tú tienes otra explicación dila.
- No la tengo.
- ¿Entonces?.
- Esas
azucenas son sagradas –intervino Margarita mintiendo. Una vez más se
arrepintió del comentario.
- Pues por eso
–insistió Benito- ¿No se les apareció la Virgen a ambos? –desafió.
- ¡A mí no! –saltó ella.
Benito Pinto estaba preparado para cualquier respuesta, pero
nunca para esa. Y el estupor lo embargó. Se quedó sorpresivamente sin
apoyo bajo los pies. Arrimó su cuerpo a la peña. Se sentó alejándose
intencionadamente de ella. Refugiaba su cabeza entre las manos. Temía
que si la dejaba en libertad se le esfumaban los pensamientos. Se
apretaba las sienes, para sujetar los picotazos que desde dentro lo
punzaban.
Margarita lo observaba con mirada mezcla de compasión, mezcla de
suspense. ¿Qué estaría pasando por la mente de Benito Pinto?. ¿Hasta
dónde lo que ella había dicho podría ser de peso tan aparentemente
intenso que lo había postrado en ese estado de abandono, de
desconsuelo, de revelación ante el engaño?. Benito...,
¿te he lastimado?.
El mozo aflojó lentamente las manos. Elevó lentamente la mirada
hacia la de ella. Le respondió:
- No me has engañado, Margarita; me has devuelto a la vida.
Y hundió otra vez la cabeza entre las manos.
Representaba una estampa digna. Margarita lo observó con nuevo
temblor, insospechado, casi temerosa. ¿Quién debería tomar la
iniciativa de ahora en adelante: él o ella?. ¿Cuál sería el paso
siguiente?. ¿Cómo discurrirían los días y las noches después de
haber corregido, de un plumazo, el rumbo de la vida?. Benito Pinto
terminaba de pronunciar que le había devuelto a la existencia, y si tal
revelación era motivo de dicha, escondía a la vez un reproche por los
días de retraso. Había que saber cuál era ese costo y cómo debía
cancelarse.
Benito Pinto continuaba sosteniendo sus pensamientos entre el
cuenco de las manos. Habría que saber si se inclinaba por el lado del sí
o por el del no, por el de la nostalgia o por el del borrón y cuenta
nueva. Era una decisión aparentemente, y por la actitud concentrada de
él, que requería de tiempo, reflexión y acomodo entre lo que el
cuerpo solicitaba y la cabeza enjuiciaba. Dentro de lo bueno, era el
peor momento.
- ¿Entonces? –intervino Margarita, presintiendo que le tocaba
a ella forzar la situación, ya que había sido ella quien durante tanto
tiempo la había retenido.
Benito comenzó a enderezar su cuerpo para dejar lejos de la
prisión de las manos a sus pensamientos. Intentó mirar a Margarita
como si nada, pero la mirada traiciona, él lo había dicho, la mirada
grita o susurra más que la palabra, la mirada matiza, la mirada
proclama sin engaño lo que a la palabra le cuesta decir. Así que la
mirada abrió los brazos porque no tenía más que proponer y esperó a
que Margarita, primero lentamente, después con el frenesí de tanto
tiempo de aguante, se precipitara hacia su encuentro.
Así ocurren las cosas, sin ensayos, rompiendo los moldes
prefabricados. Prolongaron el abrazo sin tiempo de por medio hasta que un
batir de palmas, primero suavemente y luego con euforia alborozada, les
hizo sobresaltarse. Era Telesforo. Se encontraba frente a ellos, junto
al caballo, sin que supieran de dónde había salido.
- ¡Telesforo! –se sobresaltó Margarita.
El muchacho sonrió.
- ¡Telesforo!. ¿Qué haces aquí?.
- Desenredando el laberinto. Ya una de las salidas quedó
abierta.
- Telesforo
–susurró Margarita dejando el tono de asombro por el del
agradecimiento. Luego, intentando regresar a otra realidad, le dijo: -Telesforo,
te están buscando.
- Todavía tardarán un tiempo en encontrarme.
Y salió corriendo en dirección contraria al pueblo.
Margarita y Benito Pinto, tomados de la mano, quedaron observándole.
Cuando se perdió en el ya avanzado atardecer, Benito quiso saber:
- ¿A qué se refirió con lo del laberinto?.
- Cosas de Telesforo –contestó ella.
Avanzaron hasta el pueblo tomados de la mano. Hablaron poco:
alguna frase entrecortada, alguna referencia a Telesforo, algún
comentario sobre el atardecer... Nada referente a ellos mismo. O todo,
cualquier insignificancia referente a ellos. ¿No era ya todo de ellos
mismos?. ¿No gritaba todo en torno al mismo centro?. ¿Para qué
pronunciar lo que el calor suave y un poco tembloroso de las manos les
gritaba?.
Se despidieron con la mirada. Cada cual continuó su propio
trecho, aunque ya no solo. La noche sería compartida no como ilusión
somnolienta sino como tránsito hacia el día siguiente.
Margarita pensó en Telesforo. Aquella aparición repentina del
muchacho mientras ellos se abrazaban no podía ser obra del azar. O quizá
sí. ¿Para qué buscar explicaciones enrevesadas a lo que simplemente
se daba tal cual?. ¿Por qué no ser obra de la casualidad aquel
testimonio de la presencia de Telesforo mientras ellos rompían un
silencio de tiempo ocasionado por la voluntaria terquedad de Margarita?.
Antes de penetrar en su casa Benito Pinto se desvió hacia el bar
Facundo. Estaba repleto de parroquianos. El trabajo del día se
recompensaba con aquel descanso. A pesar de ello no se notaba excesiva
animación. Las disputas pasajeras que a diario se sucedían parecían
tener esta noche un receso. Benito Pinto notó que las miradas lo
esquivaban y aunque no percibió en el semblante de los parroquianos
rencor alguno, sí se percató de que las conversaciones habían rondado
en torno a él. Luego de un silencio comprometido los murmullos
comenzaron de nuevo. La palabra que se repetía en los corrillos era:
Telesforo. No sabía apreciar Benito Pinto si sus copueblerinos lo
nombraban en son de reproche o con sentimiento de angustia. Pero podía
intuir que, de alguna manera, la referencia Telesforo tenía que ver con
él. Y no transcurrió excesivo tiempo para que tal sospecha se
confirmara.
El cantinero, al servirle vino, preguntó sin alzar la voz pero sí
con la suficiente fuerza para que los demás se percataran: Benito,
¿qué pasa con Telesforo?.
Benito despegó con tranquilidad el vaso de los labios. Ya tenía
sobre él la mirada de los más cercanos. Había que lanzar una
respuesta y era obvio que lo que dijera no debería comprometer ni a él
ni a Telesforo. Mucho menos a Margarita . Optó por lo más simple, sin
duda para darse tiempo y conseguir la contestación adecuada:
- ¿A qué viene esa pregunta?.
Lo dijo con tranquilidad, sin tono de molestia, mostrando, eso sí,
una extrañeza que todos deberían captar. Lo dijo como una celada a
aquellas miradas que estaban sentenciando de antemano un dictamen en el
cual él no tenía arte ni parte.
- Tu descubriste la sequía del manantial y la muerte de las
azucenas.
- ¿Y eso qué?.
- Pues que tiene que ver con Telesforo.
- ¡Si tú lo dices...!.
Aparentaba el inicio de una disputa. Los presentes comenzaron
a arremolinarse junto al mostrador. No parecía haber bandos. Las
miradas caían sobre el rostro de Benito Pinto esperando una reacción,
una aclaratoria, su defensa. La voz del provocador sonó con fuerza:
- ¡Lo digo yo!.
- ¿Sugieres que he secuestrado a Telesforo?. ¡Ah!. ¿Es eso lo
que quieres decir?. ¿Qué lo tengo encerrado en mi pajar, o maniatado
en el fondo de mi bodega?. ¿O sepultado dentro de una cuba?. ¿Es eso
lo que sugieres?.
El provocador sintió el peso de la acusación
y el cúmulo de miradas que presionaban sobre su rostro.
- ¡Quién sabe! –se defendió.
Contrario a su propio proceder, Benito Pinto le asestó una
mirada que no daba lugar a dudas. Una mirada dura, de las que afloran
una sola vez, cargada con sobrepeso de un que sea la última vez. El
provocador no tuvo respuesta para esa
mirada y desvió rápido la suya, ensayando un cambio de tema que a
nadie convenció. Dijo:
- Bueno, tampoco es para tanto.
Luego dijo:
- No hay por qué crear pleitos a causa de Telesforo.
Después añadió:
- Brindo yo, Benito.
Y ordenó al tabernero, con el gesto,
a que escanciara vino en dos cuencos.
Benito tomó el suyo, metió las manos en la faltriquera y pagó:
- ¡Que no, hombre!. ¡Que invito yo!.
Sin contestar, Benito pagó, bebió y salió. El provocador
también abandonó el local con la misma dureza en los labios.
- ¡Te cagaste! –le dijeron.
El provocador no contradijo. Se limitó a excusarse con
razonamientos temerosos.
- ¡Hostia!. Una mirada así solamente conduce a un sitio: a la
reyerta. Y no creo que la reyerta sea la mejor medicina para el pueblo
en este momento.
Vieron cómo Benito Pinto se desviaba del camino de su casa. Una
vez que dobló la esquina desconocieron el rumbo que tomó. No había
razón para espiarle, así que continuaron en el bar, comentando el
incidente, burlándose del provocador. - ¡Ya
basta, rediós! –gritó el cantinero-. Parece que hasta que no ven
ustedes navajas relucientes al filo de la noche no están tranquilos. ¡Sería
preferible que se fueran a muchachas, para bajar un poco esos ímpetus!.
No lo tomaron a mal. Por el contrario, comentaron los solteros
que era bueno salir a la luz mortecina de la noche incipiente a ver qué
caía, convencidos de que nada caería, pero ilusionados por haber
realizado el intento.
Benito Pinto se aseguró de que nadie lo había seguido. Tocó
con los nudillos sobre el cuarterón de la puerta de Margarita. Espero a
que ella lo entornara. Mientras tanto, de reojo, espió para asegurarse
de si alguna mirada indiscreta se asomaba por las esquinas.
Se entreabrió el cuarterón, primero parsimoniosamente, después
con agilidad atropellada.
- Pasa –dijo Margarita sin mostrar gesto de asombro, sin
indagar la razón, dando a entender que ese momento estaba escrito y
rubricado por ella.
Ya dentro corrió la aldaba.
Benito Pinto no había pronunciado Palabra. Le daba la sensación
de que todos aquellos movimientos, toda aquella prisa, todo aquel sigilo
correspondía al resultado obvio de un encuentro perfectamente
planificado. Así que no puso objeción, prefiriendo
callar y, ya que estaba en casa ajena, dejar que ella indicara el
camino.
No había mucho que indicar. La casa estaba preparada desde
siempre, barrida, aseada, con algunos calendarios de propaganda colgando
de las paredes, calendarios que mostraban la sonrisa tímidamente idiota
del Sagrado Corazón de Jesús o la almibarada pose de la Virgen de Fátima
viendo cómo los tres pastorcillos jugaban a juntar las manos y se
extasiaban ante lo que ya les había dicho o lo que estaba a punto de
revelarles.
Benito Pinto comentó que él tenía los calendarios publicitando
la misma marca pero que en vez de estas figuras lucían otras menos
virginales.
- ¡Claro, porque a los hombres les gustas las mujeres desnudas!.
¡No sería propio que a las mujeres nos regalasen calendarios con
estampas de hombres desnudos!. ¡Hasta ahí podíamos llegar!.
Benito Pinto se rió. Margarita era más sagaz que él. Lo que él
había insinuado ella lo pronunció sin tapujos.
- ¿Y te gustan las mujeres desnudas?.
Iba a responderle que igual que a las mujeres los hombres
desnudos; prefirió continuar dejando que ella llevara la batuta. Dijo:
- Como a cualquier hombre.
Las escaleras de madera, que daban a las habitaciones, dejaban
resonar el peso de los pasos de Benito Pinto. Aunque Margarita comentó
que el ruido era por el efecto de la carcoma, Benito pensó que era a
causa de la falta de costumbre en resistir peso de hombre.
Margarita alumbraba la subida con un farol. Las sombras se volvían
caprichosas y estiradas entre las paredes y la alcoba. Ninguno tuvo razón
para explicar el por qué de aquel ascenso; ambos llevaban lo mismo en
el cuerpo. Sabían hacia dónde se encaminaban.
La puerta de la alcoba también rechinó.
- Un día de
estos vengo y te engraso las bisagras –ofreció Benito Pinto. Ella no
puso objeción.
La cama lucía abierta, con sábanas blancas, para que la mirada
descansara sobre ella, sin otra distracción. Margarita apagó el farol.
La oscuridad fue tornándose menos aparatosa a medida que por la ventana
comenzaba a filtrarse la típica claridad de la noche sin nubes.
Margarita no deseaba otro tipo de claridad. Le bastaba la que lucía
dentro de ella. Se encaminó a la ventana para ajustar los visillos.
- ¿Te gusta la luz?.
Lo preguntó por preguntar, para que, por contestar, contestara
Margarita: No me
molesta, pero la primera vez prefiero que nos veamos sin luz.
El somier se quejó por
rutina. Benito Pinto entendió que el cuerpo de Margarita ya había
ocupado su lugar y que él debería ubicarse en el suyo, sin premuras,
aunque sin demoras.
La oscuridad y el silencio compaginaban y el ruido del somier se
encargaba de marcar los movimientos. Benito Pinto alargó las manos según
le dictaba el deseo. Margarita fue dejándose hacer, con las solas
respuestas del estremecimiento, con el único lenguaje que el que el
cuerpo, atropelladamente, iba exigiéndose a sí mismo. Se trataba de
una sensación infinitamente superior a la del sueño, con otros tonos,
con otros descubrimientos, con otras evocaciones. La fantasía nada podía
robar a la realidad cuando ésta se desborda sobre si misma, cuando el
cuerpo jamás retrocede sino que apura anhelantemente correr el camino
trazado.
Sintió cómo el aliento del hombre le perforaba los poros, cómo
cualquier recodo de su piel se abría en espera de lo que tenía que
llenarla. Conservaba los ojos cerrados. A veces los apretaba sin saber
por qué, constatando no obstante que así, cerrados, veía mejor.
Dejaba que el cuerpo se estremeciera con movimientos leves,
perfectamente libres, obedeciendo a lo natural, dejándose encontrar en
el tiempo perdido, saboreando la delicia de toparse aquí con unos
dedos, allá con el recio sabor del bello del hombre, ahora con la
pierna que indaga un escondrijo, luego con la boca en procura de un
alimento inesperado, consiguiéndolo. Nada comparable a lo consabido por
decires, a lo escuchado de otros labios, como confidencia. Tampoco ella
sabía explicarlo, aunque se lo propusiera. No debería explicarlo. Sabía
ahora el por qué de las frases hechas y el por qué de la vacuidad de
ellas. Se enteraba del por qué de la sinrazón, porque ahora, la razón
enmudecía por completo, el pensamiento se anulaba de golpe, la
imaginación cedía su puesto a la realidad. Ahora se percataba de lo
que era realmente ser persona humana, dejar que alguien le dictara el
por qué de esa otra verdad que uno, por caprichos inconfesados,
evidentemente irracionales, puede permitir que jamás aflore.
Consideró que se trataba de una felicidad tan íntima que
descartó la posibilidad de confiárselo, al día siguiente, a la
sobrina del señor cura, a pesar de que la muchacha le había revelado
un secreto de no menor trascendencia, aunque de signo contrario.
La sobrina del señor cura reparó en ella:
- Pareces otra. ¡Estás más lozana!.
También el señor cura, a pesar de su avaricioso trabajo
hurgando códices antiguos, recayó en el cambio de semblante de
Margarita. Inclusive, ahondó más que su sobrina. Formuló comentarios
de que aquel semblante parecía responder a una transformación
interior, a un desdoblamiento del alma, a un rejuvenecimiento
espiritual.
- Si continúa usted diciéndome esas cosas me voy a turbar, señor
cura.
- Es que hasta la palabra te sale como sin tropiezo.
- ¡Como que usted, en sus años mozos, era de aúpa!.
Se arrepintió de inmediato. Sintió el peso del silencio del
sacerdote. Luego, para retornar a lo natural, dijo:
- Vaya, ¡dejemos eso!.
El señor cura se topó un una relampagueante sospecha escapada
desde alguna de las líneas del viejo libraco. Alzó la mano hasta una
altura indefinida. La detuvo. Ubicó la mirada en ese punto muerto que
señalaba la mano. Dijo: No será
que de verdad ahora...
No terminó de aclarar la sospecha. La risa de Margarita logró
que la mano del sacerdote descendiera hasta la mesa, cayendo sobre la
tabla no perfectamente cepillada, sin estruendo aunque con energía. A
la vez, suspiró con ese alivio que surge después de no confirmada la
sospecha. Por fin se sonrió mientras escucha de labios de Margarita:
- Descuide, señor cura: ¡no se me ha aparecido la Virgen!.
Luego, para que el sacerdote desviara su pensamiento de ella, le
preguntó:
- ¿Y qué busca usted con tanto ahínco en esos libros
empolvados?.
- A ti sí puedo decírtelo: investigo quién trajo esa tablilla
al pueblo.
- Pero... ¿dónde está el envoltorio, señor cura?.
- Cuando aparezca Telesforo lo sabremos.
- ¿Y si Telesforo ha desaparecido al desaparecer el paño y la
tablilla?.
El sacerdote no había pensado en esa posibilidad. Como si le
hubiesen revelado el secreto más horrible, ese que nadie desea escuchar
aunque lo sospeche, se llevó las manos a la cabeza y murmuró:
- ¡Sólo nos
faltaba eso!.
Cerró el libraco y salió en busca del alcalde. No había señales
de Telesforo y el alcalde aguantó durante un buen rato el chaparrón
del cura sobre la ineficacia de la autoridad civil.
- ¡Estas cosas no ocurrían cuando la Iglesia tenía poder y
mando en el ejercicio de la autoridad civil!. ¿Y cuándo
fue eso, señor cura?.
El sacerdote desairó al alcalde con un gesto como de ignorante,
para luego insistir como la apremiante necesidad de dar con el paradero
de Telesforo. El alcalde condescendió a traer al alguacil ante la
presencia del párroco. El alguacil extremó detalles en su explicación
acerca de los lugares investigados.
- ¿Dónde más desea que indaguemos?.
- ¡En el infierno! –replicó el malhumor del señor cura sin
saber lo que decía.
El alcalde y el alguacil, no obstante, tomaron la expresión como
un desacato muy serio contra la persona de Telesforo. Podrá encontrarse
en cualquier lugar, pero en el infierno... ¡jamás!.
- ¡Menos mal que no lo han escuchado los borrachos! –suspiró
el alguacil.
- ¿Y qué si
lo hubiesen oído? –replicó el párroco, que no lograba atemperar su
excitación.
- ¡Que mañana lo sabría todo el pueblo!. ¡Y menudo lío!.
- Tienes razón
–confesó el sacerdote luego
de pedir mentalmente perdón a Telesforo por haberle enviado a un lugar
que Dios jamás pudo pensar pudiera existir. Y se excusó: -¡Es que la
desaparición de Telesforo me tiene en ascuas!.
- También a mí –replicó el alcalde.
- Y a todos –terció el alguacil-. En el pueblo no se habla de
otra cosa. Pues hay
que encontrarlo a como dé lugar.
El señor alcalde sospechó que el afán que ponía el párroco
para el hallazgo de Telesforo escondía una excusa evidente: no
afrontar, o retardar al máximo, el asunto de su hija: Si no, no se
explica. Pero podría haber otra causa: la verdadera razón del
manantial milagrosamente desaparecido y la muerte, también milagrosa,
de las azucenas. Porque, si por arte de magia aparecieron, por el mismo
arte desaparecieron sin dejar rastro. Lo cual ameritaba una explicación.
Y esa era, a juicio del alcalde, la insistencia del cura en investigar
en los códices antiguos y en hallar el paradero de Telesforo.
En vano se afanó el pueblo buscando indicios, rastros, algo que
sonara a fuera de lo normal. Inclusive, se atrevieron a preguntar a
Margarita, dado el evidente y positivo cambio de semblante, si a ella se
le había vuelto a aparecer la Virgen. La muchacha lo negó con sencilla
naturalidad. Nadie puso en duda la negativa.
El campo bullía repleto de flores por ribazos y ladera. En los
trigales ya comenzaban a pintar las amapolas. El cielo se expresaba en
una bruma blanquecina, sin nubes, pero tampoco con la diafanidad
transparente de la estación. Únicamente durante los atardeceres, y
secundando la cresta del teso, una nube vaporosa se iba camino de la
noche.
Tal tranquilidad no compensaba el ánimo de los habitantes de
Zarzales. Era evidente que en las calles, la plaza, el pilón del agua
donde abrevaban los animales, la pared de la iglesia, el frontón, las
verjas de la puerta del ayuntamiento faltaba la presencia de Telesforo.
El alguacil y sus acompañantes se habían declarado
incompetentes en las pesquisas. Tuvieron que soportar, durante los
primeros días, el malhumor del cura, las maldiciones abstractas del
alcalde, la burla de los parroquianos, las risas de los muchachos y las
miradas desconsideradas de las mujeres. El alcalde amenazó al alguacil
con su destitución. No lo hizo a la espera de que apareciera Telesforo
en cualquier momento y descubriera el lugar de su escondite. Luego, en
el momento más concurrido de la plaza, el alcalde dijo al alguacil:
- ¿Te das cuenta?.
Siete voluntarios partieron del pueblo una mañana para desafiar
la incompetencia del alguacil y los suyos. Regresaron al atardecer con
las cabezas gachas. Se excusaron de que un día no era suficiente y
retornaron a la mañana siguiente, jurando y perjurando que antes de que
el sol anidara tras el teso, Telesforo estará en el centro de la plaza.
Y no por las malas, sino por las buenas. Instaron a los monaguillos a
que estuvieran atentos para repicar las campanas en el momento de la
entrada de Telesforo. El señor cura dio el consentimiento.
Hombres y mujeres estuvieron pendientes durante todo el día del
sonido de las campanas. Los monaguillos, ordenados por el párroco,
subieron desde el medio día al campanario con la intención de otear
todas las entradas al pueblo. Las mujeres dejaban de rato en rato sus
labores, se asomaban a las ventanas y miraban hacia el campanario con el
fin de detectar, en el porte de los monaguillos, algún gesto de
alborozo. Fueron transcurriendo las horas. Nada hacía vislumbrar que el
juramento formalizado públicamente por los buscadores llegara a
cumplirse.
Sólo Margarita y Benito Pinto parecían no sufrir un semblante
tan tenso como el del resto. Sin embargo, Margarita ya comenzaba a
preocuparse. En un arremolinamiento en la plaza, y sin que nadie se
percatara, le preguntó a Benito Pinto:
- ¿Tú estás seguro de que era él?.
- Era, mujer.
-¿En carne y hueso?.
Benito Pinto, en otra oportunidad le hubiese descargado con un
regaño, mas en ese momento, y después del primer gesto con la mirada
para que guardara silencio y fuera comedida, comenzó a dudar. Y pensó:
¡Sólo me faltaba eso. Que ahora sea yo quien tiene visiones!.
El señor cura no había acudido a la plaza: respetaba el
lenguaje de las campanas. Si éstas no habían pronunciado el anuncio
quería decir que el muchacho todavía se refugiaba en su escondite.
Cerró el grueso libraco ya que de sus entrelíneas no se escapaba
iluminación alguna. Margarita se apartó del grupo, se acercó a la
sobrina del señor cura y preguntó si su tío estaba demasiado ocupado.
- Continúa con sus libracos
- ¿Crees que me atenderá?.
- ¡Engáñalo!.
-¿Cómo voy a engañarlo?.
- A lo único que nunca ha negado tiempo es a una confesión.
-¡Pero yo no tengo de qué confesarme...!
-Cuéntale mentiras.
- Es que tampoco tengo mentiras.
- Invéntalas. Eso no cuesta demasiado.
Margarita despidió a Benito Pinto con la mirada. Se alejó de la
plaza, rumbo a la casa cural.
El párroco, ayudándose de la luz de un candil, escrutaba su
mirada en un espejo sin saber qué quería descubrir. Nada tardo en
contestar a los tres golpes de nudillo con los que Margarita hizo
constar su presencia.
- Pasa, Margarita.
- ¿Y cómo sabe que soy yo?.
- Cuando se trata de Telesforo tienes que ser tú.
- No aparece
–dijo Margarita, como si no tuviera otra cosa que decir. Y se quedó
junto a la puerta sin adivinar si era preferible entrar o regresar sobre
sus pasos.
- Adelante
–volvió a decir el señor cura. Era más una orden que una invitación-.
Tengo algo aquí, en el ojo, y yo ya no veo bien. Quizá puedas
ayudarme.
Margarita sospechó un nuevo accidente. Se adelantó hacia donde
el señor cura quien, todavía sosteniendo el candil con la mano
derecha, se esforzaba con la izquierda en abrir el párpado ante la
mirada asombrada del espejo.
- ¡Qué demonios de Telesforo!. ¡Vaya una broma que nos está
echando!.
- ¿Usted cree, señor cura?.
- Porque muerto... ¡no creo que haya muerto!.
- ¡Muerto no está! –saltó Margarita.
El sacerdote realizó equilibrios para que no se le resbalara el
candil de la mano. Lo dejó sobre una pequeña repisa. Ordenó a
Margarita que se acercara más.
- Abre los ojos.
-¡Señor cura!.
- ¡Te digo que los abras!.
-¿Usted cree que tengo a Telesforo escondido en la mirada?.
- ¡Quién sabe!.
El sacerdote encontró una mirada diáfana, absolutamente limpia,
sin ningún tipo de bruma, como si no hubiese más mirada que aquella.
- ¡Es asombroso! –exclamó.
- ¿Qué está viendo, señor cura?.
- ¡Es
asombroso! –repetía una y otra vez como si estuviera concentrado en
la más fervorosa de las oraciones.
Tal así que Margarita se asustó. Se restregó varias veces los
ojos sin lograr que el sacerdote dejara su cantinela: Es asombroso, es
asombroso...
Luego, sin mirarla a los ojos, le dijo:
- ¡Tu me ocultas algo!.
Margarita enmudeció. ¿Habría descubierto el señor cura, en la
mirada, su encuentro con Benito Pinto?. Si el sacerdote insistía, ¿tendría
la valentía de contarle los detalles o sería suficiente con confesarle
que ya estaba apta para renunciar al sacrificio voluntario que se había
impuesto cuando lo de la aparición?. ¡Tu
sabes dónde se encuentra Telesforo! –volvió el señor cura.
La sospecha tranquilizó a Margarita. El sacerdote no había
observado en la limpieza de su mirada rastro alguno del encuentro con
Benito Pinto.
- ¿Cómo voy a saberlo, señor cura?.
- Está bien.
Para que no desconfíes, cuéntamelo en confesión. Sabes que el
sacramento es mudo, y yo no puedo ni insinuar lo confesado.
Margarita realizó la señal de la cruz. Avanzó unos pasos,
buscando un lugar oscuro, quizá protegiendo a sus pecados. Se arrodilló.
El sacerdote permaneció de pie. Cerro los ojos para concentrarse en el
relato, pero sin ver las acusaciones.
La muchacha comenzó relatándole cómo poco a poco había ido
desprendiéndose de la visión, cómo la Madre de Dios jamás había
regresado a su imaginación y cómo, ella suponía, el juramento privado
que realizó en circunstancias en las que los juramentos no tienen
valor, por falta de libertad total, no la obligaba en la actualidad.
Luego contó cómo todo aquello le parecía ahora un desatino y cómo
Benito Pinto había ido ocupando, no sabía si a su pesar o por la
fuerza del deseo, el lugar que hasta entonces parecía pertenecer a la
Virgen.
Y le relató el encuentro: cómo ella lo había provocado y cómo,
mientras se besaban, apareció el aplauso nítido de Telesforo. Por eso
le digo, señor cura, que no está muerto.
- ¿Y qué pecado quieres que te absuelva? –interrogó el
sacerdote entre aturdido y anhelante.
- Ninguno. Porque yo no he pecado.
- Eso creo yo. Entonces, esto no es confesión.
- Pero secreto sí.
- De acuerdo. Guardaré secreto.
- ¿Y qué me dice de lo de Benito Pinto?.
- No es a mí a quien tiene que decirme, es a ti.
Como no hubo perdón de pecados no hubo penitencia para la
expiación.
A pesar de que la oscuridad dominaba ya la plaza, la gente
permanecía a la espera. Los monaguillos hacía tiempo que abandonaron
el campanario, primero porque la oscuridad les impedía escudriñar las
sombras que pudieran aventurarse por los caminos de entrada al pueblo, y
segundo porque la oscuridad del campanario les cortaba la respiración.
Aunque algunos hombres les regañaron por haber abandonado su lugar,
ellos adujeron que desde arriba nada se veía, pero que si era necesario
regresar, cuando apareciera Telesforo, regresarían, alumbrándose con
velas. Además, ¿qué necesidad había de tocar las campanas si el
pueblo entero se apelmazaba en la plaza?.
Benito Pinto vio cómo Margarita retornaba al lugar donde se
agrupaban los solteros y cómo cuchicheaba al oído de la sobrina del señor
cura.
El sacerdote también llegó a la plaza. Pronto se divulgó la
voz de que quería hablar, así que los murmullos fueron languideciendo
y el silencio adueñándose del lugar.
- Quiero decir
que Telesforo regresará, pero no esta noche. Así que es mejor que cada
quién se vaya a su lugar, que mañana será otro día. La oscuridad no
es buena consejera.
- ¡Pero no
han regresado los voluntarios! –aclaró el alguacil, sin duda para que
los presentes se percataran de que Telesforo no aparecía y no por la
desidia de los buscadores sino por cualquier otra razón. ¡Es
verdad!. ¡No han regresado!.
- Tienen miedo
a volver sin él, eso es todo. Juraron que lo traerían antes del
anochecer, y ya ven que no han cumplido. Así que cada uno a su lugar.
Yo sí prometo que, de llegar Telesforo, sea la hora que sea, subiré al
campanario y doblaré las campanas.
Y con esta promesa pública el pueblo se tranquilizó.
No era lo suficientemente tarde ni había temor de ningún tipo
para que los más jóvenes se retiraran a sus casas. Todavía el Bar
Facundo conservaba sus puertas abiertas. Hacia allí se encaminaron no
pocos, inclusive casados. Las madres sí recogieron a los críos, a
pesar de las protestas. El señor cura se introdujo unos minutos en el
templo, pensando que Telesforo pudiera esconderse allí.
Supervisó los altares.
En la semioscuridad fue palpando los santos para cerciorarse de
que Telesforo no había quitado a ninguno de su hornacina para colocarse
él. Prometió una vela y, con un temor inexplicable, abrió la puerta
de la cilla. Telesforo debía estar en algún escondite.
La cilla aparecía con el desorden normal. Aunque la luz de la
palmatoria dibujó sombras extrañas en las paredes no pudo captar la
silueta de Telesforo en ninguno de los rincones. El sacerdote respiró
aliviado. No deseaba que Telesforo se refugiara allí.
Luego se acercó al confesionario. Pudiera ser ese el lugar
elegido por el muchacho. Tampoco. Le extrañó percibir como un perfume
femenino, conocido, detectando de inmediato que, efectivamente, se
trataba del perfume de Margarita. No le dio importancia. Cualquier rincón
de la iglesia podía oler a Margarita, y el confesionario, por tratarse
de un lugar cerrado, sin apenas ventilación, más. ¿No cuidaba acaso
para que ni la más mínima mota de polvo se asentara en los principales
lugares del templo?. Luego del altar, el más importante era, sin duda,
el confesionario.
Tampoco Telesforo se había escondido al fondo, en el recodo
donde se encuentra la pila bautismal. Así que optó por la
tranquilidad. Salió del templo asegurándose de que todas las puertas
quedaban perfectamente trancadas.
La plaza se encontraba vacía. Dentro de las casas los candiles,
los faroles y las palmatorias vaiveneaban una luz mortecina y cansada,
como si el pueblo languideciera dentro de las casas. Desde el Bar
Facundo se escurría un murmullo lejano y casi misterioso, aunque nada
presagiaba. El señor cura volteó la mirada hacia el campanario. Se
tropezó con una luna inocentemente risueña. Por un momento creyó ver
en ella el semblante de Telesforo. No cayó en la trampa. Era luna
rodeada de una bruma nocturnamente blancuzca, sin nube que se le
antepusiera para impedirle el camino. Bajó la mirada y rozó la silueta
de las campanas cuyo sonido con tanta vehemencia había sido esperando
durante el día.
Después de comprobar la tranquila soledad en la que había
quedado la plaza, el señor cura se refugió en su despacho. Aceptó la
cena preparada por su sobrina e inclusive intentó distraerse con su
conversación.
- ¿Quieres
que juguemos a las cartas?.
- Como usted desee.
- Es para matar el tiempo.
- ¿Y por qué matar el tiempo?.
El sacerdote exhibió una semisonrisa comprometida. Dijo:
- Tienes razón.
Sin embargo, no aparecía un tema para hablarlo de continuo y sin
temor; ni siquiera el tema Telesforo. La muchacha alzaba de vez en
cuando la mirada y comprobaba el semblante cansado del sacerdote..
- Están pasando cosas extrañas, ¿no le parece?.
- Siempre han
ocurrido -contestó el
sacerdote, respuesta que no favorecía mucho para proseguir el tema.
La muchacha, no obstante, estaba decidida a soltarle la lengua.
Le preguntó:
- ¿Y por qué no me cuenta las extrañezas que siempre han
pasado?.
El señor cura dejó a un lado la cuchara y aclaró el paladar
con un trago de vino. No lo
entenderías.
- Eso es lo que usted cree-. Y luego de un silencio, provocó: -¿O
es que usted no quiere que lo entienda?.
- ¿Por qué dices eso?.
No fue una contestación de reproche, ni siquiera de queja, Fue,
evidentemente, de excusa.
La muchacha, por pena ante el embarazoso momento que atravesaba
el sacerdote, condescendió: Quizá
jugando a las cartas le salen a usted mejor los recuerdos.
Se aupó de la mesa y se dispuso a retirar los platos, vasos y
cubiertos. Luego sacudió el mantel, se dirigió a la alacena, donde
guardaba la baraja, y la colocó sobre la mesa.
- La última vez terminé dando yo –dijo.
El sacerdote se entretuvo barajando. No lucía la destreza de
otras oportunidades. La muchacha se fijaba en sus manos. Las notaba
agarrotadamente nerviosas. Inclusive, al repartir, dio una de más.
- ¿A qué jugamos? –preguntó la muchacha.
- A lo que desees.
- A lo que quiera usted, pero dé las cartas exactas.
El sacerdote recogió las cartas y comenzó a barajarlas de
nuevo. De pronto las lanzó sobre la mesa, todas a la vez, de un golpe.
Se resbalaron. Algunas rodaron hasta el suelo.
- Está bien –condescendió la muchacha-. Hay días que uno no
está para jugar sino para desahogarse. A mí me ocurre lo mismo.
Recogió parsimoniosamente las cartas del suelo, las amontonó
sobre la mesa, después las ordenó, por fin las envolvió en el papel
que siempre las protegía. Las ajustó con la liguilla y las colocó en
su lugar, en la alacena.
- ¿Qué le ocurre, tío? –preguntó con voz extremadamente
cariñosa.
El sacerdote se estremeció. La muchacha apreció en la mirada
sendas lágrimas internas, escondiendo un secreto que resguardaba a la
vez un dolor incomprendido-
- No se preocupe, tío. Yo lo ayudo.
El sacerdote miró a la muchacha sin tropiezo alguno. Nunca la
había mirado así. Ella no apartó la vista. La colocó a la par de la
del sacerdote. Le dijo con la dulzura que ni siquiera ella sospecha
poseer: No
importa que los demás no lo sepan. ¡Sólo importa que lo sepa yo!. ¿Cómo
fue mi madre?.
Un sinnúmero de imágenes fluyeron de sopetón en la mente del
sacerdote. Ninguna de ellas le lastimó. No se vio como era él en aquel
tiempo sino como era ella. Para resumir, el sacerdote confesó: ¡Hubiéramos
sido muy felices los tres!. -
¿De qué murió?. -
No sé siquiera si ha muerto. Pero si murió, ha tenido que ser
de soledad. -
¿Y cómo era?. -
Como tú.
No se trataba de una curiosidad personal, eran deseos
absolutamente naturales por conocer a su madre. Esbozó una sonrisa
entre triste y agradecida a la vez que se llevaba las manos a los ojos
para reprimir una lágrima que le amenazaba desde dentro. -
Perdón –se excusó.
Y volvió a sonreír.
El sacerdote, acostumbrado a las propias represiones íntimas,
intentó sacarla de ese apuro. Le dijo: -
¿Qué cómo eres tú?. LO malo lo sacaste de mí. Lo bueno es
todo de ella. ¡En serio!.
Luego, dando rienda suelta al secreto con el que había tenido
que dormir durante tanto tiempo, se explayó:
- ¡Quisieron que te criara como si eso fuera un castigo para mí,
creyendo que tu presencia me torturaría día y noche!. Quisieron que
fueras tú mi purgatorio. Se equivocaron, hija. Se equivocaron porque
jamás supieron qué es el amor. Confunden el amor con el pecado, y eso
es una enorme tragedia. ¿Podrán acusarme
ante alguien, ante algún Dios, de que tú seas mi hija?. ¿Podrá
reprochármelo algún Dios?. ¿Podrá reprochárselo a tu madre?.
Solamente se lo he dicho a una persona y no como confesión sino como
desahogo: al alcalde. A veces entienden más del amor de Dios quienes
menos saben de fe que aquellos que más presumen de tenerla.
Luego de un momento de silencio pesado, el sacerdote, mirando con
la máxima unción a los ojos de la muchacha, preguntó:
- ¿Estás avergonzada de ser mi hija?.
La muchacha, en un impulso quién sabe cuanto tiempo reprimido,
se abalanzó sobre el sacerdote y lo abrazó como recompensándole por
todos los abrazos que hasta ahora les habían privado. No soltó lágrimas.
No pronunció palabra. Pero el aceleramiento del corazón dijo al
sacerdote que la vida termina siendo justa, que devuelve lo hurtado,
que, en un momento, puede proporcionar de golpe toda la felicidad que
las circunstancias habían ido retardando.
El sacerdote realizó dos movimientos cariñosos
para que la muchacha recobrara su pose normal. No lo logró. Se aferraba
a él de tal forma que parecía denunciar al mundo toda la justicia
proclamada y convertida en injusticia contra su padre. Así que tampoco
preguntó lo que en otras ocasiones había sospechado: si su padre se
avergonzaría de ella.
Como por encanto, todas las dudas, todas las suspicacias habían
quedado saldadas. A medida que el corazón fue normalizando su ritmo la
muchacha se desasía del
temblor modesto del cuerpo del sacerdote. Ambos, sin otro comentario,
tomaron camino de sus respectivas alcobas.
La muchacha soñó con él. Lo contempló tal cual, ante ella,
con una sonrisa singular, aprobando no sabía qué. Lo vio sin halo de
misterio, de tal forma que por la mañana no acertó a descifrar si
verdaderamente lo había visto en sueños o se trataba de la presencia
real del muchacho en la alcoba.
Igual ocurrió con el señor cura, con la diferencia de que éste
sí quiso aprovechar la oportunidad del sueño para interrogarle sobre
la tablilla y el lienzo. El rostro de
se limitó a sonreír con más intensidad, pero no en son de
burla sino sugiriendo que ese misterio estaba a punto de develarse.
El sacerdote se despertó con el cuerpo infinitamente más ágil,
ya desprovisto del peso de su propio secreto, con ganas de subir al
campanario, doblar las campanas, reunir a todos en la plaza y gritar a
pulmón lleno: Les presento a mi hija. Se trataba de una especie de
euforia irracional. La supo controlar.
La sobrina del señor cura se enteró que Margarita había tenido
idéntico sueño: en
persona sonriendo con la beatitud que proporciona la felicidad.
De puerta en puerta, de ventana en ventana corría idéntico
comentario: había estado
metido en el sueño de cada quien y nadie acusaba en él pesadilla sino
redención por dentro. Así que el pueblo amaneció sonriendo en medio
de una felicidad extraña.
Los enamorados se contaban las intimidades del sueño envueltos
en la presencia de , como dándoles ánimos. El alcalde, al tropezarse
con el señor cura, dijo que él también participe de la presencia de
Telesforo en el lugar.
- Estaba presente y no estorbaba –aclaró el alcalde, y el
sacerdote, porque lo entendió, no quiso ahondar en detalles.
Únicamente los buscadores confesaron que ellos no habían
experimentado la nocturna presencia de Telesforo. Sería
porque no pernoctamos en el pueblo –explicaron.
El tabernero afirmó:
- Por eso fue. ¡Qué duda cabe!.
Resultó un día con una tranquilidad insospechada.
El señor cura lanzó la idea y nadie hubo que le pareciera ridícula
ni exagerada. Comentó que, en honor a , todas las doncellas y niños
que ya habían hecho la primera comunión se dedicaran a recolectar
flores silvestres para luego, al atardecer, dejarlas en el centro de la
plaza. Luego corrigió la propuesta. Para que no hubiera el más mínimo
malestar, aclaró:
- Quiero decir, todas las mujeres no casadas.
Resultó asombrosa la recolección.
Margarita y la sobrina del sacerdote se esmeraron tronchando las
flores más lozanas.
A medida que iban siendo depositados los ramilletes en el centro
de la plaza, las mujeres casadas, con el consentimiento del párroco,
expurgaron las hierbas, sobre todo las que acarreaban los muchachos,
para que en el montón solamente lucieran los pétalos. No se trataba de
una costumbre novedosa. El señor cura la había implantado en el pueblo
con ocasión de la procesión del Corpus Christi, cuando todos se iban
al campo para alfombrar las calles por las que pasaría la presencia del
cuerpo de Cristo en su custodia. Pero en esta ocasión no se alfombraron
las calles de pétalos, ni de ramitas de tomillo y romero, sino que se
amontonaron en el centro de la plaza.
Los muchachos realizaron su trabajo con una euforia que hicieron
apuestas para ver quién acarreaba más flores. El afán de ganar los
llevaba precisamente a embarazarse en la recolección, metiendo hierbas
entre los tallos de las flores. Por más que las mujeres ocupadas en
escardar la maleza les regañaban, ellos continuaban adelante con su
apuesta.
Al atardecer el centro de la plaza lucía rebosante de un
colorido original, variopinto y oloroso. El señor cura tuvo que alertar
sobre la necesidad de que concluyera la faena.
Sonó la campana anunciando al Ángelus. Las gentes se
detuvieron, mirando hacia el campanario. Sabían que allí aparecería
la silueta de Telesforo. Sin embargo, mejor era mirar hacia lo alto que
hacia cualquier otro lugar.
Una voz femenina, gruesa y templada, guió la oración. Los
hombres se desprendieron de sus gorras y sombreros, agacharon la cabeza,
juntaron las manos unos tras la espalda, otros hacia delante, y se
persignaron menos atropelladamente que en otras ocasiones. Las madres
empujaron los hombros hacia abajo para que los muchachos se hincaran.
A medida que iba avanzando la oración, el cielo se cubría con
nubes de un color blancuzco azulado, sin brillo de sol. Las nubes no
impidieron que el atardecer avanzara caminando con la parsimonia de
costumbre, igual que si el cielo estuviera despejado.
El alcalde miró al señor cura y le indicó con un movimiento de
cabeza sobre el fenómeno de las nubes. El sacerdote afirmó. Nadie osó
decirlo, pero todos pensaban que andaba por allí, un tanto hambriento de cuerpo y de espíritu,
y que no tardaría en aparecer para nutrirse de flores y nubes.
Sin que nadie lo ordenara la gente fue abandonando la plaza.
Primero lo hizo Benito Pinto, acompañado de la mirada de Margarita. Lo
secundaron los solteros, quienes llevaron de reojo la vista hasta la
puerta del Bar Facundo. El tabernero, para que nadie sintiera la tentación,
trancó el cuarterón del bar.
Las solteras, y las casadas, agarrando las manos de los pequeños,
desaparecieron más apresuradamente que los hombres. El alcalde, el
alguacil y el señor cura permanecían aún en medio de la plaza, con la
mirada elevada hacia el cielo, observando cómo las nubes no se movían.
La tranquilidad era tal que hasta solicitaba un reclamo de mayor
felicidad.
El sueño comenzó a invadir a los cuerpos relajados. Las madres
comprobaron, antes de acostarse, el dormir placentero de los pequeños:
exhibían una semisonrisa infantil viviendo la algarabía de la
imaginación satisfecha.
También el señor cura, antes de apagar la palmatoria, se
escurrió sigilosamente hasta la alcoba de la hija. Era el retrato fiel
y sin motas de su madre, reposando en la felicidad de un amor que tenía
que continuar viviendo en sueños. Si vuelve , se lo contaré, pensó,
como un acto de recompensa no sabía si para con
o para consigo mismo. Regresó a su habitación. Se quedó
dormido en el acto.
No así con Margarita. Era tal la tranquilidad que sentía que su
cuerpo imploraba aún más. Acostada sobre la cama, la mirada fija en el
techo, la sensación de placidez, el silencio impresionantemente
tranquilo que se escurría desde la calle, la forzaba hacia otra
recompensa más allá de lo estrictamente normal.
Se incorporó varias veces de la cama. Otras tantas se asomó al
ventanuco. No sabía si espiaba a la noche o con la presunción de que
en cualquier momento pudiera aparecer
camino de la plaza. Sin embargo, no se atisbaba otra cosa que la
caldeada paz de la atmósfera.
Le venían a mente, con reiteración sospechosa, los aplausos del
día que los encontró besándose. Cada vez se convencía más de que
aquel gesto del muchacho suponía una aprobación sincera. Y no debía
ser una desaprobación de lo que necesariamente sucedería, ya que ni el
más mínimo indicio de contrariedad había acontecido. Al contrario, el
resultado había sido la paz total: la del cuerpo y la del alma. Esa paz
total era la que en este momento estaba suplicando continuación.
Se decidió. Cubrió su cuerpo con una bata ancha. A paso lento,
para no espantar la tranquilidad que en ese momento reinaba fuera y
dentro de los hogares, avanzó hasta la casa de Benito Pinto.
La oscuridad no la perturbó lo más mínimo. Las ventanas de las
alcobas permanecían a oscuras, muestra de que el sueño había agarrado
en profundidad a todos los lugareños.
Antes de que tocara con sus nudillos la puerta de la casa de
Benito Pinto, el cuarterón fue abriéndose lentamente. Margarita se
extrañó de que no hubiesen chirriado las bisagras. Más tarde le
explicaría Benito Pinto:
- Tenía la corazonada de que vendrías, así que cuando llegué
de la plaza tomé la precaución de engrasarlas.
Se encaminaron hacia la alcoba, tomados de la mano. Temían que
la posible conversación pudiera escaparse por las rendijas del
silencio, así que, sin decírselo, obraron con el lenguaje que no se
oye pero que grita más si cabe que cualquier palabra.
Resultó distinto a la vez anterior. Ahora, tanto ella como él,
extremaron los detalles. El cuerpo de ambos ya había aprendido el
primer camino. No obstante iba dictando senderos no previstos,
encontrando parajes no descubiertos, ahondando en rincones no
explorados. Margarita sintió inyectarse de una fuerza no sospechada.
Sabía lo que era el hombre, pero no se imaginaba que pudiera ser tanto.
Y sabía igualmente cómo era su cuerpo, y lo que con desespero
anhelaba, pero tampoco había intuido que el cuerpo pudiera soportar
tanto. No sólo soportaba, exigía un infinito inalcanzable.
Benito Pinto, como parecía ser de rigor, había tomado la
iniciativa. Primero con la destreza delicada que dicta el amor pero
luego con la fuerza en aumento que le iba marcando el mismo cuerpo de
ella.
Margarita también descubrió que ella era muy quién para marcar
pautas. Y se lo hizo entender al cuerpo de Benito con el accionar de sus
manos. Buscaba y rebuscaba cualquier rincón, cualquier pedazo de
Benito, desde el cabello hasta los pies. Nada había en el hombre que no
fuera temblor, nada de lo que no pudiera apropiarse.
Mas el centro del deseo estaba donde estaba, y siempre terminaba
reposando la mano allí, como última alternativa, como resumen de todo,
como lugar al que van a dar todos los caminos. Hasta que se acoplaron
con la inevitabilidad que el momento exigía. Un acoplamiento, no
obstante, que siempre exigía más, buscando más adentro, más recodos
anhelantes.
El cuerpo se le inundó de fuego. Llegó un momento en el que
creyó que no lograría resistir. A pesar de ello, el cuerpo no le
solicitaba descanso sino búsqueda. Se dio cuenta de que la felicidad
era inagotable.
Hasta que quedaron exhaustos.
Sin mediar palabra, Margarita tomó la mano de Benito Pinto para
que la condujera a la salida. Al abrir la puerta les pareció notar la
presencia de Telesforo, con su semblante risueño, aprobatorio. Se
apretaron las manos. Luego de comprobar que
no se encontraba ante ellos, al menos no su presencia física,
sonrieron. Como en un movimiento mil veces ensayado, ella llevó la mano
a los labios de él, y él la suya a los de ella, para que no se les
escapara la risa. Benito Pinto aguantó apoyado en el pomo de la puerta
hasta que Margarita, sin voltear la cabeza, dobló la esquina de la
calle.
Benito Pinto, antes de trancar, ojeó la noche, no con intención
de descubrir sino como argumento natural de gritar la felicidad en una
forma que solamente la noche entendiera.
Las horas sobrantes las durmió en profundidad. No así
Margarita.
La muchacha revivió mil veces el acontecimiento. Comenzó, siguió
y concluyó tantas cuantas veces la imaginación, en ocasiones
atropelladamente y en otras con la parsimonia del momento, se lo exigió.
Las primeras luces la sorprendieron con la mirada sonriente y con
el pensamiento en sí misma. Los gallos, en el corral, formaban la
acostumbrada algarabía matutina, igual que los rebuznos y los mugidos
de los animales. El día amanecía tal cual, sin asombro, sin percance,
sin sospecha.
Se levantó y corrió los visillos para que el frescor le
acariciara el cuerpo. En efecto, una leve brisa con textura de rocío mañanero
fue lentamente colándose hasta el interior de la alcoba. A la par, los
vespertinos jolgorios de los pájaros ponían una nota de sabor alegre a
esa silenciosa dicha que, con la ventana abierta, salía a raudales de
la alcoba..
Margarita cubrió su cuerpo con ropa para el momento y decidió
salir a recorrer las calles del pueblo. Lo consiguió vacío. Y era
extraño. A aquella temprana hora los labradores normalmente arreaban ya
a sus cabalgaduras camino de la faena. Era habitual madrugar para ganar
tiempo.
A pesar de que esta especie de vacío físico por las calles, y
sin que se trasluciera ajetreo alguno dentro de las casas, Margarita no
le dio importancia, sumida todavía en su felicidad nocturna y aspirando
ahora, a pulmón lleno, el frescor mañanero.
Los pasos la condujeron hasta la plaza.
La plaza continuaba actuando como imán. Era como si la felicidad
manara de allí, distribuyéndose luego por los alrededores para
adentrarse por cualquier rendija de puerta o ventana.
Una primera ojeada comunicó a Margarita que nada había
cambiado. Los capullos de flores continuaban en el centro, levemente
escarchados con el rocío acariciador. También las campanas de la torre
lucían su quietud impasible, tranquila, rodeadas de luz, rozadas de vez
en cuando por el aleteo de los vencejos. El ayuntamiento conservaba su
reja trancada. El Bar Facundo dormía una placidez de borracho amansado.
Todo indicaba que no
había regresado. Margarita sospechó si esa era la verdadera razón de
lo que estaba acaeciendo: la huida de Telesforo para que la vida
transcurriera sin el peso de la conciencia que, había que admitirlo,
siempre impone la presencia física del muchacho.
Desechó semejante sospecha. Jamás
había aparecido como agresión. Si en otras oportunidades el
pueblo no gozó de la paz que desde hacía unos días campeaba, no fue
por culpa del muchacho sino debido a malas interpretaciones, a esos egoísmos
que cada quien lanza a la plaza pública para sacarles provecho.
Era necesario ahondar en otra interpretación.
Le asaltó la idea de encaminarse hacia el lugar del fallecido
manantial y de las azucenas sorpresivamente desaparecidas.
El trayecto se le hizo corto. Reparó en la frondosidad espigada
de los trigales y se sobresaltó cuando, a su paso, el despertar de los
reptiles o de los roedores aceleró un correteo nervioso. Las tórtolas
y las palomas torcaces arrullaban desde sus nidos. Algunos patos
silvestres levantaban vuelo rumbo a la laguna cercana.
Se detuvo ante el manantial. No pudo reprimir un ahogado grito de
asombro. El agua fluía cristalina; se veía perfectamente cómo manaba
desde debajo de la tierra. Junto al manantial y en el lugar justo donde
antes lucían lozanas las azucenas, habían crecido unas amapolas. El
color púrpura confería al contorno un contraste impresionante, pero no
trágico.
La presencia de las amapolas en el lugar le dejó un regusto
amargo. Fue como si todo el placer hasta ahora sostenido cayera a un
estado de represión. No sabía por qué. Miraba alternativamente al
agua transparente y a las amapolas reflejadas en ella. Buscaba alguna
razón, alguna respuesta, algún por qué, no a la presencia nuevamente
del manantial y las amapolas sino de su repentina desazón. Pensó que
aquello podía ser un nuevo
argumento para la alegría. Sin embargo, no era así, Por primera vez
sintió sentimientos de culpa.
Notó que se le escapaban las lágrimas. Buscó en su interior qué
parte del ser le reprochaba algo. No lo halló. Sentía, eso sí, que
algo muy dentro había cambiado, trasmutándose, igual, exactamente
igual que el cambio de azucenas por amapolas. Llegó a la conclusión de
que lo del manantial y las flores nada
tenía que ver con . Sí con ella.
Retornó al pueblo.
No sabía si dar la noticia. En cualquiera de los casos alguien,
antes o después, llegaría a descubrir el retorno del agua a su cauce y
el florecimiento de las amapolas.
Durante el trayecto no se topó con labrador alguno camino de su
faenar. Así que aceleró el paso. Le asaltó la idea de que las gentes
quizá siguieran durmiendo su paz, lo cual la inquietó. El perfume que
se desprendía del montón de pétalos depositados en el centro de la
plaza, ¿habría actuado como adormidera?. ¿Sería ella la única que,
por no haber pegado el ojo durante toda la noche, permanecía
despierta?. Sintió deseos de correr y aporrear la puerta de Benito
Pinto, zarandearlo si fuera necesario, para que espabilara el letargo.
En efecto, corrió.
Los trigales, a su paso, perdieron vistosidad. No reparó en la
cantidad impresionante de amapolas frescas. El contorno, de repente, había
tomado otra dimensión. Nada le decía ni el vuelo corto de las perdices
ni el rápido desplazamiento de los lagartos entre los zarzales y
rendijas de los peñascos. Solamente el pueblo, y dentro de él la casa
de Benito Pinto, se precipitaban en su imaginación.
La vieron penetrar en la plaza con la cabellera revuelta, el
respirar sofocado y semblante de angustia. Pero nadie se aventuró a
ayudarla. Ni siquiera Benito Pinto, quien continuó atento al portento
que se desarrollaba en medio de la plaza: Pedrito se alimentaba con las
flores cortadas el día anterior.
Ya había desaparecido el asombro del primer momento. Ahora los
zarzaleños aguardaban por el desenlace. Pedrito engullía pétalos con
asombrosa facilidad. Sus padres, al lado, custodiándolo, lo instaban
para que dejara de comer. El muchacho los tranquilizaba con una sonrisa
de felicidad antes nunca exhibida. ¡Van a
hacerte daño!.
Pedrito negaba parsimoniosamente.
- ¡Vas a reventar!.
- Las flores
no causan mal a nadie –respondía el muchacho con una tranquilidad que
dejó asombrados a todos.
- Al señor cura le hicieron daño -atajó el alcalde para
desmentir.
- Pero se curó con el agua del manantial.
- ¡Ahora no
hay agua en el manantial! -reafirmó el alguacil para dar ganancia al
argumento del señor alcalde.
- La hay –aseguró el muchacho. Y miró en dirección a
Margarita.
Nadie osó contradecir.
Benito Pinto miraba de reojo, de vez en cuando, hacia Margarita.
Esta le respondía con una sonrisa a medias. Sin embargo, no se trataba
de una sonrisa de satisfacción.
- ¿Y por qué sabes lo del agua del manantial? -preguntó el
sacerdote.
- Me lo dijo -contestó Pedrito.
- ¿Dónde lo has visto, si no has salido de casa? -intentó
reprender su padre.
- Estuvo toda la noche conmigo, en el sueño.
El montón de pétalos había sido consumido y ya sólo quedaba
en el suelo un envoltorio. Sobre él una amapola. Pedrito tomó la
amapola para llevársela a la boca.
- ¡Noooo! -gritó Margarita.
El silencio actuó como eco. El asombro de todos vio cómo
Margarita rogaba al muchacho.
- ¡La amapola no, Pedrito!. ¿No te lo dijo ?.
Pedrito negó sin muestras de enfado.
Margarita insistió:
- La amapola
no. ¿Crees en mí, verdad Pedrito?. Tenemos un secreto y está ahí, ¿verdad
Pedrito?. Pues entonces no comas la amapola. ¡Dámela!. ¡La colocaré
en su lugar!
- ¿Cuál es su lugar? -preguntó
el alcalde.
- El lugar de
las azucenas, junto al manantial. Ahora, en vez de azucenas, crecen, muy
florecientes, dos amapolas. Faltaba una y es ésta.
Nadie comprendió, pero le hicieron caso.
Antes de abandonar la plaza, Margarita preguntó a Pedrito, señalando
al envoltorio:
- ¿Lo pusiste tú ahí?.
- Yo no. ¿No lo pusiste tú?.
- Hágase usted cargo de él, señor cura -rogó Margarita,
iniciando ya el camino hacia el lugar del manantial.
El sacerdote deslió el bulto ante la presencia de todos. La
tablilla estaba vacía y en el paño no aparecía rastro de haber habido
algo impreso. Pedrito sonreía. El señor cura se restregó varias veces
los ojos. Pedrito le dijo:
- No se empeñe, señor cura. No hay nada.
- ¿Tenía que haber algo? -preguntó el alcalde.
- Lo que tuviera que haber se lo llevó
-contestó Pedrito.
- ¿Y cómo lo sabes? -interrogó el párroco.
- Me alimento de flores y de
nubes.
Y elevó el hambre del espíritu hacia la altura.
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