Luego de aquel domingo no volvieron a bailar. La calma se adueñó de los parroquianos. La primavera había quedado atrás. El verano se afinaba y las labores de recolección de la mies colmaba el quehacer de los campesinos.
Telesforo
continuaba alimentándose de flores silvestres.
Margarita no renunció a sus labores de mantenimiento del templo. La
amenaza o premonición o augurio de Telesforo no aparecía en
lontananza. El sol veraniego alumbraba con tal ímpetu todos los
rincones de Zarzales que tanto el señor cura como el alcalde olvidaron
la profecía. También las muchachas olvidaron el sabor de la hierba
fresca. El verano había agostado el verdor del campo, colocando en su
lugar un color pardo y reseco, a la vez que un delirante color de oro en
los trigales. No había tentación para mordisquear el maraojo; ni
siquiera los tallos de la mies. Además, el corazón volvió a latir con
la fuerza natural de la juventud al acecho.
Sonaban coplas por los caminos. Las doncellas murmuraban romances
en los lavaderos de ropa. Hasta el día que arreció la noticia: En el
lugar señalado por Margarita han crecido azucenas.
No se supo de quién vino el alerta. El día en el que
aparecieron las azucenas resultó el más caniculoso del verano.
Era, en efecto, un día de sopor. No aparecía nublado, aunque
tampoco con la claridad radiante del cielo despejado. Lo cual no
implicaba que pareciera un día anormal.
Las faenas, en el campo, habían sido realizadas con el ímpetu
de rigor. No faltaron coplas por los senderos ni los dichos
intencionados en el encuentro entre gañanes y doncellas. Se escuchó,
como siempre, la flauta del pastor que animaba a las ovejas a sestear su
modorra. Los pájaros ensayaban vuelos cortos y cansados. Las tórtolas
arrullaban desde las encinas y los machos de perdiz llamaban desde los
rastrojos. En la pequeña laguna cercana a Prado Redondo los patos abrían
el papo, refugiados al frescor de la humedad de los juncales. Era un día
agostino con temblor silencioso, obligado por el sopor, el cual no logró
entumecer la vida, aunque sí retardarla.
Habían transitado los labradores, de madrugada y al atardecer,
por el camino señalado, tiempo atrás, como el lugar de la aparición.
Como siempre, y movidos por el instinto, se fijaron en el lugar, sin
apreciar manantial ni azucenas. Estaban convencidos de que el cuento no
obedecía más que a la imaginación soñolienta de Margarita. A pesar
de este convencimiento no podían reprimir la curiosidad y encaminaban
la mirada hacia el lugar. Mil veces transitaron por allí. Otras tantas
los ojos se escapaban, muy a su pesar. Luego venía la sonrisa para
disimular el desencanto
Aquel día no resultó diferente. Por eso, cuando, ya al
anochecer, la noticia llegó a Zarzales, quienes por allí habían
transitado se afanaron desmintiéndola. Quienes permanecieron ajenos al
lugar dudaban tanto de quienes corroboraban como de quienes negaban.
Pronto la plaza se llenó de curiosos, aguardando noticias. No
faltó Telesforo. Apoyado contra la pared del templo, asintió con su
sonrisa eterna los comentarios. En cambio, los zarzaleños no se atrevían
a indagar su opinión.
El Bar Facundo se vació de bebedores. Todos rodearon al alcalde
tan pronto hizo su aparición: Sé lo mismo que ustedes, les dijo ante
la curiosidad desbordante de sus miradas. Nosotros nada sabemos, le
respondieron. El alcalde, con aparente calma mal disimulada en el tono,
replicó: Pues eso sé yo.
- ¿Y qué dice el señor cura? -quisieron conocer.
- ¡Que él no es jardinero!. ¡Eso dice!.
No lo tomaron a gracia. Por más que se empeñó el alcalde en
quitar importancia al rumor, la gente mostró urgencia por develar el
misterio. Sugirieron una comisión con el fin de indagar acerca de la
veracidad del acontecimiento.
- ¡Que vaya el que quiera! -replicó el alcalde. Y sentenció: -¡No
vamos a hacer de una tontería un problema de emergencia!.
No hubo voluntarios. Algunos propusieron el nombre de Telesforo.
Éste, ajeno al grupo, y todavía estribado contra la pared, negó con
la cabeza. Cuando le rogaron que los acompañara, respondió:
- No. Yo ya las he visto.
- ¿Has estado allí?.
- Las veo desde aquí. Son cinco y salen de un solo tallo.
Se miraron sorprendidos.
El alcalde se arrimó al grupo con la intención de silenciar a
Telesforo, mas no se aventuró. La mirada del muchacho le había
parecido extremadamente seria. Sólo parecido. No había sido una mirada
distinta, tampoco una sonrisa modificada.
- Con que ya las has visto…
- Hoy el sol ha dado más luz que otros días -explicó.
No era cierto ni falso. El sol había caído brumoso y el espíritu
del muchacho no pudo alimentarse, ya que las nubes se estacionaron más
allá del sol, refugiadas quién sabe en qué encierro. Pero como
Telesforo dijo lo que dijo, los curiosos dudaron: A lo mejor no ha visto
nada. ¿Cómo va a verlas desde aquí, a tanta distancia?. No hay más
remedio que acercarse hasta el lugar.
El alcalde intervino, sorprendiendo a todos:
- Voy yo.
Luego de unos segundos de reflexión, acotó:
- Necesito a tres más.
- ¿Por qué a tres?.
El alcalde se volvió hacia Telesforo y le preguntó:
- ¿Cuántas azucenas dices que florecen en el tallo?.
- Cinco -respondió, reverente, el muchacho.
- Entonces, que me acompañen cuatro.
El resto permaneció en la plaza, contemplado cómo los cinco,
agilizando el paso, se encaminaban hacia el lugar. También Telesforo
los siguió con la mirada. Alguien se atrevió a increparle:
- ¡Como hayas mentido, ya verás!.
Telesforo no se inmutó.
La intranquilidad devino en chismorreo. A la sobrina del señor
cura le preguntaron que qué opinaba su tío. Ella dudó con los
hombros.
- Es raro que el señor cura no haya intervenido ya -comentaron
unos. Otros intentaron precisar:
- ¡Quizá esté interrogando a Margarita!.
Los comentarios se hilvanaban en suposiciones. Se volvió a
recordar aquellas reuniones de solteras, protagonizadas por la sobrina
del párroco: Todo como aquel día. La muchacha se defendió: Yo siempre
me opuse a mezclar a Telesforo en asunto de mujeres. Ustedes son las
culpables. Y arreciaron las acusaciones.
Los hombres retornaron al Bar Facundo. Discutían acaloradamente.
Alguno insinuó que la soltería de Margarita se la había buscado ella
misma. Mentaron el momento aciago, cuando Margarita estuvo al borde de
la muerte, después del fallecimiento de Nicanor Prendes.
- Yo creo que desde entonces le quedó esta especie de tontera.
- Margarita nunca ha dado muestras de demencia -protestó otro.
- No digo locura. Digo una es-pe-cie -aclaró el primero.
Ciertamente, Margarita, muy joven todavía, hubo de pasar un
trago amargo, difícil de superar. Nicanor Prendes fue el único amor
conocido, si a aquella edad podía hablarse seriamente de amor.
Nicanor murió cuando nadie lo esperaba. Lo encontraron tumbado
de bruces cerca de la ermita del Cristo Atormentado. Era una tarde de
lluvia. Lo consiguieron porque el perro del difunto, al percatarse del
fallecimiento del amo, corrió, aullando en forma inequívoca, hasta el
pueblo. Mordió los pantalones del primero que encontró, Lucio Ferrer,
obligándolo hacia la ermita.
Algunos presenciaron el espectáculo. Con garrotes intentaron
liberar a Lucio del acoso del animal, pero Lucio los detuvo:
- Esto no es un ataque. ¡Algo pasa!.
Acarició el lomo del perro, luego las orejas, y le habló para
calmarlo. El can correteaba en dirección al camino que da a la ermita.
Al notar que Lucio no lo seguía insistió mordiéndole los pantalones.
- Algo le ocurre a Nicanor -comentó Lucio.
Todos se aventuraron dejándose guiar por el nervioso correteo
del animal.
Llovía, pero no torrencialmente. Los tres gañanes aceleraron el
paso. El camino era largo. No dudaron de que el perro estaba guiándolos
hacia algo irremediable.
Encontraron a Nicanor Prendes. La muerte le había llegado de
improviso. En Zarzales, antes de amortajarlo, lo auscultaron. No
consiguieron restos de violencia. La muerte lo sorprendió con una
sonrisa ancha. Margarita, mucho más tarde, comentó que aquella sonrisa
era la última, dirigida a ella:
- Murió viéndome -explicó.
Era una forma de anunciar que murió amándola.
Margarita estuvo a punto de seguirle los pasos. Tuvieron que
consolarla con razones que ella no entendía:
- Eres todavía una criatura.
Era cierto. Dieciséis años no es edad para enterrarse en vida,
como lo hizo. Tres años duró el luto externo. El interno lo prolongó
hasta hoy.
Nadie se aventuró a hablarle de amores cuando ella se decidió a
llevar una vida normal. Sin embargo, continuaba asistiendo al baile dominical. Jamás
se negó cuando la sacaban a danzar. Se acicalaba como el resto, y puso
de moda sus tonadillas mañaneras, cuando abría las ventanas de la
alcoba para orear sábanas y alfombras.
No renunció al luto interior. Todas las mujeres de Zarzales sabían
que Nicanor Prendes continuaba asido a su corazón. Margarita no lo
disimulaba. Por las tardes, después del toque del Angelus, se acercaba
hasta la casa de la madre de Nicanor con el fin de ayudar a la anciana
en los menesteres más pesados. Se considera viuda, comentaron. Y se lo
dijeron: Te comportas como si estuvieras viuda. La muchacha no desmentía.
Realizaba gestos de resignación. La vida no la elige una, nos la
eligen.
La viudez, no obstante, correspondía a un sentimiento interior.
Exteriormente se comportaba como cualquiera. Sólo una vez al año recaía
en el sopor del luto: la fecha del aniversario. Ese día perdía la noción
del tiempo. Se arropaba con toquilla, se recogía la cabellera, la
ocultaba bajo un velo tupido, se encerraba en la alcoba y lloraba. Esta
anual rutina logró que Zarzales jamás se olvidara de la fecha de la
muerte de Nicanor Prendes. Margarita, al día siguiente, explicaba: No
puedo remediarlo. Nicanor resucita a las doce de la noche y vive conmigo
hasta las otras doce.
La vez que aventuró esta explicación los vecinos temieron por
su salud. Luego, con el transcurso de los años, y dado que ella se
comportaba con la mayor naturalidad, comentaron que el encuentro anual
de los dos enamorados podría ser cierto: No es que resucite de verdad,
pero para ella es como si el milagro se diese, explicaban. Quizá por
esto ningún soltero se atrevió a hablarle de casamiento, a pesar del
buen porte de ella.
Lo raro, cuando el anuncio de la aparición de la Virgen, fue no
mezclar en esa visión a Nicanor. Más de una vez lo había pensado el
señor cura. En los comentarios de éste con el alcalde se trató el
tema. El alcalde formuló un juicio que no le cayó bien al sacerdote:
Es que lo de Nicanor es mentira. Quería decir, simplemente, que lo de
Nicanor era imaginación lógica, lo cual no se podía afirmar de la
aparición.
A estas alturas solamente quedaba una duda por resolver: observar
si Telesforo había logrado enterrar para siempre, en la mente de
Margarita, aquel amor tantos años vivo. Para ello no había más que
una alternativa: aguardar al aniversario del acontecimiento. De
producirse idéntico comportamiento de Margarita que en años
anteriores, habría que buscar otra explicación a los bailes de jota en
la plaza. Igualmente quedaría en entredicho el rumor, provocado por el
párroco, sobre semejantes amores.
El anuncio de la aparición del tallo con cinco azucenas frescas
y albas, dio pie para resucitar, en el Bar Facundo, todo el pasado.
Surgieron de nuevo las opiniones más dispares. Había quienes culpaban
a Margarita por su negativa a enterrar el amor de Nicanor Prendes. Había
quienes la exoneraban del todo, afirmando que no resulta fácil
prescindir de lo que de verdad se ha querido, sobre todo cuando no se
tienen experiencias posteriores del amor. A la vez, todos, sin excepción,
se defendían a sí mismos: ¿Cómo vamos a proponer algo a una mujer
que lleva dentro, en dolor vivo, el recuerdo de otro hombre?.
Transcurrían las horas. Los cinco que se encaminaron al lugar de
las azucenas no daban señales de vida. Las mujeres instaron a la
sobrina del señor cura para que acudiera ante su tío con el fin de que
se hiciera presente en la plaza: Al fin y al cabo estas cosas son de su
incumbencia. La muchacha se negó. Adujo que una cosa era su afinidad
sanguínea con el párroco y otra el asunto religioso: Yo soy una
feligresa más, y no tengo por qué hacer lo que no se atreven los demás.
Argumento válido.
La otra alternativa era Telesforo, quien continuaba apoyado
contra la pared del templo y con la placidez de siempre. Se acercaron a
él. Le rogaron:
- Ve y dile al señor cura que tome partido.
El muchacho no alteró ni su pose ni la eterna mueca de sonrisa
satisfecha. Aún permanecía mirando a las nubes, aunque el cielo
comenzaba a teñirse con la luz mortecina del atardecer.
Nunca en Zarzales se había sufrido tanto una espera. Pareciera
que de la respuesta de los cinco hombres dependía el futuro de todos.
Margarita no daba señales de vida. Los comentarios coincidían en el
por qué del comportamiento de la soltera: Si estuviera segura de la
aparición de las azucenas estaría aquí, ufana, para demostrar que su
anuncio no fue pura imaginación.
Sorpresivamente apareció Margarita por la calle principal. Fue
abriéndose paso entre los curiosos. Sin mostrar alegría excesiva, pero
exhibiendo gestos de satisfacción, se acercó al lugar donde se
recostaba Telesforo y adoptó la misma
pose del muchacho: estribó su espalda contra la pared y elevó
la mirada hacia lo alto. Parecía ver algo a lo que el resto no llegaba.
Ahí mismo, por la calle contraria, llegaron los cinco. Los
murmullos desaparecieron. El Bar Facundo volvió a vaciarse de
bebedores. Abrieron paso para que los cinco avanzaran hasta el centro.
El asombroso silencio indicó al alcalde que tenía que hablar:
- Es cierto -informó.
Luego buscó con los ojos la presencia de Margarita. Al divisarla
se encaminó hacia ella:
- ¿Lo sabías?.
- No, señor alcalde.
- ¿Y tú, Telesforo?.
- Yo sí.
Buscó igualmente la presencia del señor cura. No lo halló. Sin
mayor aclaración se encaminó hacia la casa parroquial. Los otros
cuatro permanecieron en la plaza, dando detalles del portento. Una y
otra vez las miradas de los parroquianos se deslizaban hasta la
presencia de Margarita y Telesforo, todavía apoyados contra la pared y
con los ojos hacia lo alto, espiando a unas nubes que ya no se veían.
El rostro del alcalde proclamaba todo lo que tenía que anunciar.
El sacerdote, a falta de otra pregunta, dijo:
- ¿Entonces es verdad?.
- Lo es.
- ¡Nos jodimos! -exclamó el señor cura.
No era dado a palabras disonantes, por lo que la exclamación
agarró de sorpresa al alcalde. Este aclaró:
- Lo raro es que Margarita confiesa que ella no lo sabía.
- ¡Peor! -balbuceó el cura.
- ¿Por qué peor?.
- Porque Telesforo sí lo sabía.
- Pudo ser casualidad.
- Telesforo no está hecho para mentir -sentenció el párroco.
El sacerdote cerró con rabia el Breviario, lo arrojó sobre la
mesa y murmuró:
- Uno estudia durante toda la vida lo sobrenatural para luego no
poder explicarlo.
El alcalde vislumbró un atisbo de crisis interior que amargaba
los rincones de la fe del sacerdote. Sintió lástima por él. Ante la
evidencia, el párroco no podía cruzarse de brazos, lo que traería
como consecuencia cambios evidentes, posiblemente trágicos, en la
tranquilidad de Zarzales. Para amortiguar este momento el alcalde
propuso:
- Pienso que es hora de que nos reunamos con los dos e
indaguemos.
- ¿Sobre qué? -quiso saber el señor cura-. ¿Dónde se plantan
azucenas para que crezcan lozanas?. ¿Cómo es posible que prosperen en
un erial?. ¿Sobre qué?. ¿Sobre los secretos de la alimentación a
base de hierbas o de no querer enterrar a un amor adolescente?. No sé,
señor alcalde, sobre qué vamos a indagar. ¿Lo sabe usted?.
- No lo sé, señor cura.
Apareció en escena la incertidumbre. Lo que viniese, porque algo
habría de venir, no podría ser controlado. El señor cura repasaba,
relampagueantemente, la historia de las apariciones más conocidas.
Todas se iniciaban igual, como un cuento, como la fantasía de niños o
desequilibrados. Indiferencia al inicio. Veneración después. ¿Qué
argumentos poseerían Telesforo y Margarita para ser elegidos por la
divinidad como depositarios de una auténtica revelación?. Un tonto y
una soltera, no se sabía a cabalidad si virgen, aunque en el caso de
que lo fuera no lo era por virtud sino por necesidad, dictada por la
muerte.
- Puedo someterme al juego. Me alimentaré exclusivamente de
flores -confesó el párroco al alcalde.
- Si usted lo hace, ordenaré al pueblo que lo secunde.
- No habrá flores suficientes, para todos -argumentó el
sacerdote.
- Pues que crezcan. Si en todo esto hay milagro, que sea de
verdad, y que lo veamos todos.
El sacerdote sonrió amargamente. Lo cosa no iba por ahí. El
milagro no se efectúa forzando a Dios, ya quedó claro en los
Evangelios. Pero existía la excepción: la dureza del corazón de los
incrédulos. Quiso recordar en qué versículos se hablaba sobre el
tema, mas no lo acompañó la memoria. Tampoco era estrictamente
necesario recurrir a la literalidad del texto; en algún lugar estaba y
eso podía certificarlo.
- Uno puede tentar a Dios, y ya es peligroso; pero que lo haga un
pueblo entero, es más que
blasfemia.
El alcalde no podía prever las repercusiones teológicas de esta
explicación. Se atrevió a insinuar al sacerdote:
- ¡O nos salvamos todos, o nos vamos todos al carajo!.
- No se puede estar a bien con Dios y con el diablo -contestó el
señor cura. Respiró profundo. Le rogó: -Vaya a la plaza y dígale a
la gente que desde hoy haré ayuno total, alimentándome exclusivamente
de flores.
- No iré.
- Se lo suplico. El pueblo debe estar al tanto de lo que ocurra.
Y del por qué.
De mala gana, y empujado por la mano tembloroso del párroco, el
alcalde salió de la casa cural. La gente permanecía a la expectativa.
Los cuatro que le habían acompañado hasta el lugar del prodigio
explicaban el milagro. Nadie dudaba de que el fenómeno tenía que ver
con lo sobrenatural. Y elevaban la mirada hacia el cielo.
Abrieron paso para que la autoridad ocupara su lugar. Levantó
los brazos innecesariamente para calmar un murmullo que no existía. Y
dijo:
- El señor cura se alimentará exclusivamente, y desde hoy, de
flores silvestres.
El murmullo retornó. Después el silencio. El alcalde, ante la
curiosidad, no tenía otra cosa que informar. La voz de Telesforo, desde
su apoyo, profetizó:
- Pues si sólo se alimenta de flores…, pronto estira la pata.
El diagnóstico cayó como un rayo.
Telesforo no se caracterizaba por proclamar sentencias, ni
siquiera cuando su opinión era requerida, de ahí que semejante
proclama tambaleara el sentimiento de los zarzaleños. El señor alcalde
se apresuró a comunicar al párroco el veredicto. Este no mostró extrañeza.
Dijo:
- Ya lo sé.
El alcalde pensó que la locura había invadido a Zarzales.
Cualquiera podía realizar tonterías pero no el señor cura. Si hasta
ahora era posible dudar del comportamiento de Margarita y Telesforo,
debido a sus antecedentes, ¿qué decir del párroco?.
La respuesta llegó aquella misma noche, antes de que el alcalde
se lo imaginara. En el bar Facundo los borrachos sacaron a relucir la
posible paternidad del sacerdote con respecto a su sobrina. Una vez
aireado este supuesto, cabría todo.
Cabría afirmar que un secreto de tal naturaleza podía barnizar
el exterior de una persona, pero jamás mudar la realidad interior. ¿Cuál
sería el ánimo del sacerdote, cómo habría sido durante tantos años,
con aquel remordimiento a solas?. ¿Qué valor podrían tener sus prédicas
si el reconcomio interior no podía estar presto para recomendar los
consejos adecuados?. ¿Qué golpetazo le pegaría el corazón al
escuchar, y luego perdonar, los pecados de sus penitentes en el
confesionario?. ¿Con qué unción derramaría el agua bendita sobre la
cabeza de los recién nacidos?. ¿Qué penitencia tenía que soportar
diariamente ante la presencia de la muchacha, sin decidirse a desvelarle
la verdad?.. ¿Cómo un padre puede renunciar a lo que es, durante toda
la vida, sólo porque la profesión se lo exigía?. ¿Temería el señor
cura que estas visiones, anunciadas por Margarita y Telesforo, fueran
auténticas y el mensaje que traía la Madre de Dios resultara una
condena pública a su pecado?.
Este supuesto fue tomando cuerpo en los corrillos. Se llegó a
decir que los sacramentos conferidos por el párroco carecían de valor,
debido a su estado de incompatibilidad con lo divino.
El alcalde renunció a inmiscuirse en estos supuestos. El señor
cura le merecía respeto, siempre se lo había merecido. Además, él,
como autoridad civil, debía mantener separados los poderes. De ahí que
cuando los borrachos del Bar Facundo quisieron conocer su opinión, se
excusó, afirmando que de religión no sabía.
Los primeros días de la autoimpuesta penitencia transcurrieron
en medio de una zozobra inusitada para la sobrina del sacerdote. La
muchacha notó cómo hasta las amistades más sólidas desviaban la
mirada a su paso. En vano se esforzó argumentando que ella no tenía la
culpa de las ocurrencias de su tío. Lo único que sacó en claro fue un
no es eso, que la dejó aún más aturdida.
Sin embargo, el señor cura lucía un semblante nuevo. Luego de
oficiar la misa se adentraba en el campo, se acercaba a los surcos,
acariciaba las flores, las cortaba y las engullía sin aspavientos.
Retornaba a la casa cural y por la tarde realizaba idéntico rito. Entre
tanto, la gente aguardaba cualquier mensaje. Pensaban que lo que el párroco
tuviera que anunciar lo haría en el transcurso de la misa. Por eso, hasta
los días de diario la iglesia se llenaba. Quien, por cualquier razón
no podía acudir se apresuraba a indagar: ¿no ha revelado nada?. Nada,
contestaban los feligreses torciendo los labios en mueca de desazón.
La sobrina no se personaba por el templo. Por esta razón los
feligreses se afianzaron en la sospecha. No obstante, la muchacha lo hacía
para no tener que solicitar explicación a sus amigas sobre el por qué
de aquel rechazo tan repentino y secreto. Salía de la casa sólo para
lo estrictamente necesario.
El señor cura se cuidó de no coincidir con Telesforo durante su
recorrido por el campo en procura del necesario manjar. Margarita
continuó su vida normal, cuidando del templo, adecentando los altares,
lavando los manteles y sacudiendo el polvo. Telesforo no dejó escapar
muecas de descontento. Lo único que tenía que hacer era recorrer más
terreno, pero eso no le importaba, ya que disponía de todo el tiempo de
Zarzales.
El párroco había logrado enterrar su malhumor y una sonrisa
perpetua, muchos aseguraban que similar a la de Telesforo, se dibujaba
en sus labios.
En cambio, la profecía anunciada por Telesforo no parecía
cumplirse: el sacerdote no solamente no estiró la pata sino que las
facciones se le tornaron de un color más reconfortante, más juvenil.
Un día, a la hora acostumbrada, las campanas no doblaron a misa.
En su lugar sonó la voz de la sobrina del sacerdote corriendo por las
calles:
- ¡Mi tío se muere, mi tío se muere!.
El alcalde se precipitó hacia la casa cural, comprobando, en
efecto, las escasas fuerzas en el cuerpo del párroco. Le tomó el
pulso, a la vez que le hacía alguna pregunta. El pulso era escaso y
retardado. De la boca no salía respuesta a las inquisiciones del
alcalde. Por contraste, no le había abandonado aquella sonrisa pegada a
los labios y con visos de eternidad, originada al parecer por el cambio
de dieta.
El alcalde, zarandeándolo, le preguntó:
- ¿Necesita que vaya a buscarle flores?.
El sacerdote negó con la sonrisa.
La sobrina gemía en un rincón.
Margarita, sin llamar, entró diciendo que Telesforo tenía algo
urgente que comunicar. La sobrina del sacerdote se apresuró al
encuentro del tonto. Como pululaban curiosos en exceso, Telesforo se
acercó a su oído y le dijo:
- Vete al lugar donde las azucenas. Esta noche ha surgido un
manantial. Trae agua y dásela al señor cura. Se sanará.
La muchacha, sin aguardar otra explicación, se adentró en la
casa cural, tomó un puchero y corrió al lugar indicado. La gente
preguntó a Telesforo:
- ¿Qué le dijiste?.
- Que si el señor cura continúa alimentándose de flores,
estira la pata.
Los curiosos aceptaron la mentira.
El lugar donde habían florecido las azucenas lucía con una
frescura inusitada. Un perfume a fragancia desconocida acariciaba el
ambiente. Junto al tallo de donde emergían las flores brotaba un pequeño
manantial. El agua había encontrado un remanso para luego desbordarse
hacia los surcos.
La sobrina del señor cura, quien hasta ese momento no había
contemplado el milagro de las azucenas, se extasió ante la albura
terciopelada de las flores y en la mota de un peristilo dorado en el
centro. La fragancia, sin dejar de ser de azucena, emitía un perfume
adicional, indescriptible, tranquilizador. Era como un perfume humano,
inteligente, puesto allí para unir voluntades y disimular odios. La
reverencia ante las flores era lo procedente. Intentó, en lugar de
cortarlas, acariciarlas, mas la mano no tuvo tino para rozar aquella
textura, la cual daba la sensación de estar viva, palpitante. La
muchacha sabía de la vida de las flores. Sabía que poseían
sentimientos, que se estremecían ante la posibilidad de un maltrato.
Mas esta vida que fluía de las azucenas se mostraba diferente, más
parecida al temblor del cuerpo de un niño que a la tersura fresca y
también indefensa de una flor.
Le hubiese gustado permanecer allí por algún tiempo,
contemplado, dejando reposar la mirada sobre los pétalos, saboreando
ese sentimiento extraño y a la vez placentero que experimentaba. Pero
la imagen de su tío, imperativa, se cruzó entre su pensamiento y el
tallo de las azucenas. Introdujo el puchero en el agua remansado sin
percibir, al rozarla, ni tibieza ni frescura. Esto la llevó a pensar
que no se trataba de un manantial natural sino de una consecuencia
propia del prodigio.
Se estremeció al creer ver reflejada la figura de una mujer en
medio de la tranquilidad del agua mansa. Luego se percató de que se
trataba de una jugada de su imaginación. Se restregó los ojos, aposentó
otra vez la mirada sobre el pequeño remanso y se convenció de que en
el agua no había figuras extrañas; sólo, gracias a su singular
transparencia, se notaban los pequeños guijarros del fondo. Ensayó una
reverencia al lugar, sin otra intención que la del agradecimiento, y
aceleró su andar, camino del pueblo.
Telesforo la esperaba a la entrada, corriendo la mirada tras unas
nubes atropelladas y mordisqueando dos flores recientes. Se dirigió a
la muchacha, sin alterar su sonrisa. Esta le mostró el puchero repleto.
El tonto, luego de introducir uno de sus dedos en el líquido, y después
de habérselo llevado a los labios, aprobó:
- Esta es. Apresúrate antes de que tu tío reviente.
El sacerdote estaba a punto de reventar. La barriga se le había
inflado en exceso. Aunque afirmaba que no sentía molestias, la
apreciación visual lo desmentía. A pesar de semejante hinchazón no
había desterrado la sonrisa, ya atribuida por todos al nuevo régimen
alimenticio.
Cuando su sobrina penetró en la alcoba se empecinaba en forzar
al alcalde a que fuera en busca de flores para su alimentación. El
alcalde se negaba con tono condescendiente, amparándose en el hecho
evidente de la barriga inflada.
La sobrina se sobresaltó al contemplar la nueva estampa de su tío.
No podía ser que en tan poco tiempo la barriga se le hubiese deformado
tan desmesuradamente. Tomó un vaso y vertió parte del líquido. Se lo
entregó a su tío. El sacerdote lo apuró de un solo intento. Solicitó
más. La muchacha dudó. Sin apartar la mirada de la barriga negó con
la cabeza. El alcalde, no obstante, la animó. El señor cura apuró de
nuevo el vaso en una muestra de evidente sequedad interior.
El efecto producido por el agua resultó instantáneo. La hinchazón
comenzó a bajar. El párroco se incorporó en el lecho e inmediatamente
rogó que le sirvieran comida.
- ¡Comida de verdad! -enfatizó-. ¡Nada de flores!.
La muchacha le trajo comida en abundancia. La ingirió con
desesperación, con esa que produce el hambre natural prolongada.
- Menos mal -contestó el alcalde-. Parece que todo retorna a la
normalidad.
- Ya nada volverá a ser normal -murmuró la sobrina del señor
cura señalando el cuenco
de agua.
El alcalde comprendió la queja y diseñó gestos afirmativamente
preocupantes.
Después de la comida el señor cura rogó que lo dejaran solo.
Le pesaban los párpados y sentía que el cuerpo le urgía a un descanso
profundo y prolongado. Le hicieron caso. La sobrina, luego de arreglarle
la cama, corrió los visillos para que la luz de fuera no le molestara.
Entornó la puerta.
El alcalde difundió la buena noticia:
- El señor cura se ha recuperado.
No mentó al agua milagrosa, pero ya todos sabían que la sobrina
llegó desde el manantial con un puchero. Y el susurro de milagro comenzó
a circular de boca en boca.
Telesforo hacía rato que había abandonado la plaza. Recorría
ahora los alrededores del pueblo en busca de su necesaria alimentación.
Margarita se entretuvo durante el día adecentando el templo, no
porque tuviera necesidad sino para no mezclarse con la gente. No deseaba
un interrogatorio ya que carecía de respuesta adecuada para el fenómeno
del manantial. Ella lo había anunciado. Aunque en aquel momento resultó
anuncio falso, ahí estaba ahora, con su agua clara, regando el tallo de
las azucenas.
Cinco días y cinco noches se prolongó el sueño del sacerdote.
Su sobrina intentaba de vez en cuando ruidos en la alcoba con el propósito
de despertarlo. El alcalde también osó zarandearlo, sin lograr
resultado. Era un sueño tan profundo que parecía tenerlo amarrado
desde siempre. Sin embargo, sus gestos vitales lucían con absoluta
normalidad. La respiración, acompasada. El pulso, cronometradamente
normal y sin sobre salto. Daba la impresión, en ocasiones, que estaba
viviendo a plenitud la existencia refugiada en el sueño. Los labios
susurraban mensajes ininteligibles y la sonrisa se le ampliaba o se le
reducía según el caso. El señor alcalde tranquilizó a la muchacha:
- Está soñando.
- ¿Y en qué soñará?.
- Eso ya no puedo adivinarlo.
- No parece un sueño malo, ¿verdad?.
- No lo parece.
La sobrina creyó haber descubierto una solución para develar el
secreto de los sueños de su tío. Propuso al alcalde:
- ¿Y si traemos a Telesforo?.
- ¿Para qué?.
- A lo mejor él lee por dentro del sueño.
Ni negó ni discutió la ocurrencia de la muchacha. En cambio, se
negó a que viniera Telesforo.
- Esos secretos es preferible que permanezcan en su
sitio. Los sueños son como los pecados ocultos: sólo quien los tiene
puede confesarlos.
Una respuesta acertada. La muchacha no insistió. Pero el alcalde
comenzó a temer a medida que el sueño del sacerdote se prolongaba.
- ¿Y si le damos más agua del manantial?.
- Quizá sea el agua la que lo sume en ese sueño. Recuerde, señor
alcalde, que no se trata de agua natural.
- Cierto.
Más tarde, en un comentario al oído del alcalde, Telesforo
aclaró:
- En el sueño está contemplando las cosas que no deseaba
observar despierto.
El alcalde intentó una mayor aclaratoria de parte de Telesforo.
El muchacho le replicó con gesto de imposibilidad.
Para no avivar la especulación de los aldeanos, el alcalde calló
el secreto confiado por Telesforo y rogó a éste a que hiciera lo
mismo. El muchacho consintió.
- No se preocupe, señor alcalde. El cura despertará pronto.
El prolongado sueño se desvaneció cinco días después, a la
misma hora en la que los párpados habían iniciado la pesadez. Solicitó
comida y vino en abundancia. Satisfizo su hambre y se extrañó cuando
su sobrina le comentó sobre todo el tiempo que había permanecido inactivo, aclarándole que eso de
inactividad era un decir, pues a las claras se notaba cómo, durante el
letargo, vivía otra vida. El sacerdote sonrió. Aseguró que no hay más
vidas que una, aunque a veces nos depare trucos, como este de su
prolongado sueño.
Se enteró del fenómeno del manantial y del tallo con las cinco
azucenas cuando el alcalde le dijo:
- ¿Y qué hacemos con el nuevo portento?.
- Lo mío no ha sido portento sino cansancio -aclaró el
sacerdote.
- No me refiero al sueño. Me refiero a lo del manantial.
- ¿Qué manantial?.
- El anunciado por Margarita.
El párroco intentó poner en orden su mente. Al cabo de unos
segundos, contestó:
- Ese manantial solamente estuvo en mi sueño.
- ¡Está en el camino, señor cura! -insistió el alcalde.
- Pues vamos a verlo.
Emprendieron camino hacia el lugar, cuidando de que los curiosos
no se percataran de la dirección de sus pasos.
Lucía una tarde apacible. Al paso por las calles de Zarzales las
puertas y ventanas se entreabrían. Los curiosos, procurando no ser
detectados, se fijaban con sigilo en el semblante del sacerdote a fin de
descubrir algún rasgo milagroso. Estaban convencidos de que lo acaecido
no podía ser más que sobrenatural.
Ahora todos los acontecimientos anunciados parecían hilvanarse.
La figura de Margarita comenzó a enaltecerse. Los mozos se cuidaban
para no rozarle con la mirada cualquier parte del cuerpo que pudiera dar
motivo a un mal pensamiento. En las escasas ocasiones en las que
Margarita salió a la calle, quienes la vieron aseguraron que lucía un
semblante diferente, un especial atractivo, una mirada más sonriente.
Parecía que los años se le habían achicado: Al menos cinco años,
tantos cuantos estuvo el señor cura sin despertar.
No había forma de desligar los acontecimientos. Se detectaban
referencias directas e indirectas: Margarita y su visión, Telesforo y
la suya, el señor cura y su sueño...
Así lo comentó el señor alcalde camino del manantial:
- Vaya una broma que nos ha echado usted, señor cura.
- ¿Yo?. ¿Por qué?.
- Por ese empeño de alimentarse de flores.
- Yo creo que la broma me la echó alguna hierba con poderes de
sopor.
- ¿Usted cree?.
- ¡Como si la gente hubiera tenido el sueño que tuve yo.
- Entonces... ¿soñó?.
- Pues claro que soñé.
- ¿Puede saberse?.
- Ya dije que manaba agua de la fuente.
- Pero eso es cierto, no es sueño.
- Ya lo veremos.
No apresuraron el paso a pesar de que la conversación no
transcurría con fluidez. El párroco miraba las cosas como si las
contemplara por primera vez, como si, al verlas, las recordara de
nuevo, luego de un largo período de olvido. De vez en cuando soltaba
una frase: Es bueno disponer de tiempo para descansar; cuando uno sueña,
la vida es de otra manera. Frases ante las que el señor alcalde asentía
o negaba, o simplemente dibujaba gestos dubitativos.
Unas nubes vestidas de colores de sol atardeciendo adornaban la
lontananza. El sacerdote detuvo el paso e invitó a su acompañante a
deleitarse ante el espectáculo. Un milano planeaba su vuelo en la
altura, dejando el fondo del atardecer como decorado. El señor cura
siguió el vuelo reposado del ave, suspirando a veces, aplaudiendo tras.
Resultaba un juego, una revelación de la naturaleza oculta hasta ahora,
un descubrimiento de que entre la vida del sueño y la del despertar
existen contraste, deferencias y también similitudes.
- Tantas veces que hemos recorrido estos parajes sin detenernos a
saborearlos...
- Cierto –asintió el alcalde. Se arrimó al ribazo para cortar
una hierba con intenciones de llevársela a los dientes. El párroco lo
atajó, quitándose. Sonriendo, comentó:
- Las hierbas y las flores son exclusividad de Telesforo.
El señor alcalde intuyó que la experiencia alimenticia de su
acompañante no le había proporcionado buenos recuerdos, a pesar de las
apariencias. Empujó la mirada hacia el horizonte, donde el ave
recortaba su vuelo tranquilo ante el espectáculo de los colores
iluminados del atardecer.
- ¡No puede ser! –exclamó el alcalde.
- ¿Qué no puede ser?.
- ¡Ha desaparecido el tallo con las cinco azucenas!.
Aguantó un escalofrío, el cual lo obligó a sostenerse sobre el
hombro del señor cura.
- ¿Estás
seguro?.
- ¡Este es el lugar!.
- No se aventuraba a dar un paso.
- ¡Era ahí, señor cura!. El
sacerdote se adelantó, preguntando:
- ¿Y el manantial?.
- También estaba ahí.
- Pues ahí no hay ni rastro. ¡Ya ves!.
En efecto, no lo había. La tierra se mostraba seca, inclusive
cuarteada. No se notaba que alguien hubiese arrancado de cuajo tallo
alguno. Para cerciorarse de que no habían equivocado el lugar,
recorrieron los alrededores. Inútil. El señor cura, en comentario que
no le agradó al alcalde, dijo:
- ¡Vaya!. ¡Me perdí el espectáculo!.
- ¿Pero usted bebió de esa agua?.
-¿Yo?.
- ¡Fue el remedio que le desinfló la barriga!.
- Lo que
ocurre es que ustedes estuvieron espiando mi sueño. El manantial lo soñé
ahí, igual que lo del talle con sus cinco azucenas. Cuando desperté,
desapareció el sueño. Por lo tanto, ha desaparecido con él la
evidencia. El
alcalde no aceptaba semejante explicación. El, con otros cuatro, había
sido testigo presencial del fenómeno. La sobrina del señor cura tomó
agua de ese manantial. La hinchazón se desinfló gracias al líquido.
¿Cómo aceptar entonces un espejismo?. Sin embargo, no quiso
contradecir al sacerdote. Comenzaba
a preocuparle el hecho de que la mente del señor cura no respondiera
ante la evidencia. En honor a la verdad, más creíble resultaba la
aseveración de Margarita acerca de la aparición de la Virgen que ésta
del señor cura. Margarita no había dado muestras de anormalidad.
Inclusive, había renunciado a seguir comentando la experiencia por no
haber sido suficientemente creída por el resto.
Esa respuesta dio Margarita al señor alcalde al enterarse de la
ausencia del manantial y del tallo de azucenas:
- Lo que ha
desaparecido, señor alcalde, es la fe. No es que no haya habido
portento. Lo ha habido por partida doble: apareció y desapareció.
Igual que la Virgen: apareció y desapareció. Solamente pueden negarla
quienes no la vieron.
- ¿De verdad la viste, Margarita?. Igual
que usted, señor alcalde, contempló el tallo con las cinco azucenas y
el manantial. Yo ya lo había anunciado. Nadie me creyó porque decían
que no lo habían visto. Ahora no creerán en usted. Hasta que aparezca
de nuevo y comiencen a verlo. Sólo cuando todos crean, las azucenas y
el manantial permanecerán para siempre.
Los cuatro que acompañaron al señor alcalde hasta el lugar
fueron los primeros en jurar que el manantial no había sido un
espejismo. Lo gritaron en el Bar Facundo, en la plaza. Lo juraron por la
suerte de sus hijos. Tal era la vehemencia que imprimían a su
defensa que muchos los creyeron: Podríamos ver visiones uno,
pero no los cinco a la vez. También la sobrina del señor cura defendió
el portento. - ¡No
puedes negar una cosa que he visto con mis propios ojos, tío!. ¡Y
menos cuando el agua todavía está aquí!.
- ¿Dónde?.
- En aquel puchero, sobre la alacena. El agua que falta fue la
que usted bebió y con la que se curó.
El sacerdote, para no desairar a la sobrina, se encaminó hasta
la alacena. Tomó el puchero:
- No hay –dijo.
La muchacha se precipitó para comprobarlo: nada de agua. Una
impresionante desilusión desazonó su cuerpo. Tomó el puchero en sus
manos y lo volteó. No se vertió ni una gota. La muchacha se agachó
hasta el piso, palpó con la mano para comprobar si había humedad en
las losas. Meneó con desilusión la cabeza:
- Es inútil, hija –la acarició la cabellera de su tío.
- Pues yo digo que el manantial estaba allí, y el agua aquí
–insistió.
Y arrojó con rabia el puchero contra el suelo, como muestra de
protesta. El puchero, inexplicablemente, no se quebró. El párroco, con
esa sonrisa que le había nacido después del sueño, comentó:
- ¡No vas a decir ahora que esto también es un milagro!.
- ¡Pues por alguna razón no se rompió! –replicó la
muchacha.
- ¿Por cual, entonces?.
- Porque está santificado por el agua que contuvo.
El sacerdote percibió cómo se le helaba la sonrisa. Luego sintió
deseos de abofetear a la muchacha. Por fin optó por la condescendencia:
- Hija, no te metas en camisa de once varas.
También en esta oportunidad los hechos fueron perdiendo calor
a medida que transcurría el tiempo. Zarzales terminó cayendo en el
sopor de los tiempos tranquilos, cuando la vida se convertía en rutina.
Hubo muertes en Zarzales. Y hubo matrimonios. Unas y otros
resultaron como expresión natural de la vida, sin que ni una sombra
viniera a motear la lógica. Hubo baile en la plaza, domingo tras
domingo. De cuando en cuando Telesforo y Margarita aventuraban una jota
a solicitud de la concurrencia, sin que la pareja pusiera objeción.
Lo único digno de resaltar fue el día, la tarde mejor, cuando
la sobrina del señor cura confesó a su tío el deseo de casarse. El
sacerdote, quizá porque no esperaba tal solicitud, cerró los ojos llevándose
las manos a la cabeza. No sabía qué era lo que deseaba ajustar.
- Me has dejado sin habla –comentó.
- Creo que es lo natural, ¿no?.
- Lo es –asintió el sacerdote. Aquella
noche sufrió una crisis de soledad.
En su mente fluyeron, danzando, imágenes pasadas. Trataba de
ahuyentarlas apretando los párpados. Resultó una terrible noche de
insomnio. El futuro aparecía poblado de silencios. Las paredes internas
de la casa parroquial adquirieron un tono absolutamente neutro.
A pesar de los pesares, la muchacha ponía en su vida ese punto
femenino que faltaba. Sabía que el momento anunciado tendría que
llegar, pero jamás se atrevió a afrontarlo, evidentemente por miedo.
La noche interminable le concedió tiempo para repasar toda su
vida de sacerdocio, desde el momento en el que ingresó en el seminario
hasta este de la soledad postrera. Se detectó como una persona sin
ambiciones. Jamás pretendió ser más de lo que había sido, lo cual le
parecía ahora como una cobardía. La Iglesia necesita al cura rural,
pero igualmente necesita al sacerdote alejado del barro y de la
rutinaria repetición de los oficios litúrgicos.
¿Qué había sido su vida?. Más infeliz que la de Telesforo,
por supuesto. La vida sin conflicto es el reino de la monotonía, de la
sinrazón de la ausencia. No bastaba con justificarse con aquello de
pastor de almas. ¿Qué almas había tenido que pastorear?. La gente, en
Zarzales, podía salvarse sin necesidad de pastor. No había precipicios
por los alrededores desde los que el alma pudiera despeñarse. Le fe que
aquella gente profesaba era la misma que ya tenía antes de que él
llegara al lugar, y continuaría siendo idéntica mucho más allá de su
presencia.
La verdad, entonces, era otra. La verdad era la muchacha. Ella lo
había enterrado para siempre en aquel escondite. No era justo achacar
su reclusión al obispo que allí lo destinó. ¿Para qué?. El prelado
hizo lo que tenía que hacer: remediar el escándalo, lavar la cara
externa de la Iglesia, alejar al causante del desaguisado.
Y, sin embargo, en algún lugar había una mujer a quien, todavía
ahora, se le negaba el derecho de saber que su hija deseaba casarse.
Ante el recuerdo de ella sintió la tentación de echar mano del
alcalde: confesarse con él, rogarle que se encaminara hacia ese lugar
con el recado necesario: Señora, sé dónde está su hija y se va a
casar. El mensaje se lo envía el padre de la muchacha. Así de simple.
Así de confuso.
La penitencia que de por vida le había impuesta la Iglesia era
la de no ver jamás a la mujer que lo indujo a pecar. El sacerdote se rió
al recordar el tono apocalíptico del prelado: ¡... que le indujo a
usted a pecar!.
En aquel momento, cuando entró, tembloroso, al despacho del
obispo, no se atrevió a discutir sobre la calidad del pecado. Aceptó
sumiso el dictamen. Emprendió su vida errante, alejado del lugar de la
perdición. Cuatro años después recogió
a la niña, alojado en un hospicio por expresa orden del obispo. El párroco
anunció en Zarzales el fallecimiento de una hermana, desapareció por
unos días y regresó con aquella criatura que desde entonces lo llamaría
tío.
Resultó todo tal cual, sin otro quebranto que el remordimiento
de conciencia. El obispo le había hablado reiteradamente de pecado, mas
él se empeñaba en continuar pensando en fruto del amor. No tuvo valentía
para contar el secreto a los misioneros que anualmente acudían a
Zarzales para predicar sobre las penas del infierno y sobre las enormes
dificultades para salvar el alma. Ni en confesión se aventuró a
revelar el secreto.
Esta noche, en cambio, experimentó una imperiosa necesidad de
confiárselo a alguien. Pensó primero en Margarita. La soltera se había
mostrado ecuánime luego del anuncio de la aparición de la Virgen.
Inclusive, en el momento en el que divulgó el hallazgo de las azucenas
y del manantial, la soltera no había utilizado el fenómeno como prueba
para la verificación de la visión que había tenido. Tampoco tuvo la
osadía de desplazarse hasta el lugar donde manaba el manantial. Se había
comportado con ecuanimidad. Además, su afán en adecentar el templo no
la había inclinado a eso que despectivamente se llama beatería. No
renunció a los bailes de la plaza; mucho menos a su sonrisa contagiosa,
aquella que únicamente mitigaba una vez al año, el día del
aniversario de la muerte de su amor.
Esta reflexión remontó al señor cura a los tiempos en los que
él se debatía entre el amor a la mujer y el amor a las leyes que se lo
prohibían. No hallaba, por más que lo intentaba, compaginar cómo los
amores pueden excluirse cuando no hay razón natural para ello.
Había llegado el momento de entrar a fondo en esta reflexión.
Sabía que ya no podía dar marcha atrás. Intuía, eso sí, algún tipo
de remedio para la muchacha. Lo de él era ya resignación sin más. Y
esperanza, eso sí, de que Dios tuviera a bien, luego de su muerte,
recibirlo como a hijo pródigo.
Margarita había sido más consistente en eso del amor. Conservó
la entereza sin renunciar a la alegría, sin sumirse en ese estado de
compasión que brindan los demás.
La turbación, el desasosiego, la duda desesperada no aminoraba:
¡estaba implorando compasión!. ¿Pretendía, al intentar revelar su
secreto, que una mano condescendiente se posara a última hora sobre su
hombro para mitigar la soledad que las circunstancias le habían
impuesto?. ¿Por qué no dejar las cosas tal cual, en el olvido, en el
anonimato, y penar a solas, asumiendo la terrible penitencia que impone
la soledad por los siglos de los siglos?.
Ya había sufrido más de lo humanamente aceptable. Pero el cáliz,
según lo ha rezado en el Breviario, debe ser apurado hasta la última
gota.
Mas la conciencia insistía en revelarse en esta noche aciaga: no
era lógico conceder toda la razón al pasado. Durante su peregrinar había
tenido la facultad, en nombre de Dios, de perdonar pecados e imponer
penitencias. Tres Avemarías era lo usual. Y si el pecado se salía de
la rutina, alguna adicional, no con el fin de castigar al penitente sino
para hacerle comprender que la falta cometida se había salido del
camino de los pecados comunes. Sus feligreses, y en nombre de Dios, tenían
esa prerrogativa. A él, la Iglesia, representada en el obispo, se la
había negado.
¿Se puede, entonces, hablar de injusticia a la hora de conceder
perdón?. Pareciera, en ocasiones, que resulta más fácil soportar la
exclusión de la sociedad que vivir sumido en un perdón que, a la
larga, no deja vivir. ¡No deja vivir!, recalcaba en sus adentros.
Pero, ¿tenía derecho a divulgarlo?. ¿Cuál sería la reacción
de la muchacha?. ¿Puede una persona, le es lícito, cambiar la vida de
otra, o el sentido que le ha venido dando?. ¿Había necesidad de forzar
a la muchacha a ahogarse en interrogantes de última hora?. ¿Para qué
sumirla en un estado de ansiedad innecesario?. Lo prudente, por ello,
parecía dejar las cosas tal cual, olvidarse de Margarita, olvidarse de
su propio remordimiento, continuar hasta que Dios dispusiera.
Era la muchacha la que se interponía.
En vano apuró el argumento de retornar la verdad a su lugar. La
verdad no siempre es buena, decía, no siempre resuelve la tranquilidad
anhelada, no siempre nos conduce por el camino de la paz. La verdad es
como todo: conflicto, traba, tropiezo. El silencio puede ser la mejor
mortaja a la verdad cuando ésta tuerce los designios ya trazados.
Callar era la consigna interna. Privarle a su hija de la desazón que le
asaltaría al comenzar a saber la verdad de su vida. El no tener que
reinventarse otra vez. Ahorrarle los por qué. La muchacha ninguna culpa
tenía. Y sí derecho a continuar viviendo como había vivido, privada
de saber qué es un padre y qué una madre.
Se durmió.
Al amanecer no recordó el sueño. Sí acertó a saber que se había
tratado de una horrible pesadilla. No debió ser demasiado prolongado el
tiempo en el que el temor escondido en el sueño lo turbó.
Se precipitó fuera de la cama, vertió agua en la palangana y se
chapuzó la cara para borrar la pesadilla anónima. Luego abrió la
ventana de par en par y sacó la cabeza, aspirando todo lo que pudo del
tranquilo vientecillo de fuera.
No combinaba su interior con la nitidez del tranquilo día. El
firmamento desprendía un sosiego reconfortante. Zarzales todavía no
había despertado. Sin duda el más sumido en la felicidad del sueño
tranquilizador debía ser Telesforo.
¡Telesforo!. ¿Qué caminos recorrería la vida interior de
Telesforo?. En más de una oportunidad pensó en él como en un engaño:
Nos lo han colocado aquí para que nos equivoquemos. Telesforo no podía
ser ni la conciencia del bien ni la del mal. No representaba nada, ni a
nadie, ni siquiera a sí mismo. Era una excepción, inclusive dentro del
mundo de los tontos. ¿Qué manías lucía Telesforo?: alimentarse de
flores, de nubes y no variar la sonrisa ni con el frío ni con el calor,
ni con la luz de la luna ni con la del radiante sol. Telesforo era una
parte, una sensación distinta, casi producto de la beatitud, colocado
en la tierra para que lo sobrenatural tuviera su copia aquí.
No se arrepentía por haberle negado la comunión. ¿Tiene
necesidad el espejo de mirarse a sí mismo?. ¿Es del agua del manantial
función el mojarse a sí misma?. Telesforo tenía su propia alimentación
para el cuerpo y para el espíritu, y nada más necesitaba.
Margarita sí.
Margarita es un producto humano fraguado en el dolor de la
muerte. Fue haciéndose sola. Jamás renunció al hecho de ser como era:
cada aniversario se viste de luto para recordar a los demás el absurdo
de la existencia.
La actitud nueva de Margarita, esa de haber anunciado públicamente
su decisión de soltería, no era virtud sino consecuencia. Margarita
continuaba teniendo el corazón repleto de quien se le fugó con la
muerte. No había razón para que alguien desplazara aquello de lo que
estaba repleta. Carecía de huecos. Telesforo tampoco. Ambos por razones
diferentes: uno por la que impone la naturaleza, la otra por la
circunstancia que impone la vida.
El señor cura, en cambio, se ve tan vacío por dentro que ni
siquiera puede llenarlo el convencimiento de su hija está ahí, lo ha
estado y, casi sin duda, continuará estándolo. Pero no era
suficiente porque, a pesar de estar, no está como lo que es.
La vida se le ha convertido en ficción al sacerdote. La
verdadera realidad no se vive, se sufre. El sufrimiento hace de la vida
un valle donde florece el absurdo. No se nos puede haber creado para el
sufrimiento, piensa. Eleva la mirada haca las alturas, donde las
estrellas, quietas, carecen de respuesta. ¿Por qué no aparecer en este
momento la visión anunciada?. ¿Por qué lo sobrenatural solamente
desciende en busca de lo simple?. ¡Es lo complejo lo que amerita solución!-
¿O es que lo sobrenatural no admite cuestionamiento?. Pero, ¿qué
valor puede conceder él a esas visiones que se retuercen en mentes que
han hecho ya de esta vida un anticipo de la otra?.
Quisiera ser como Telesforo: tan simple que en su espíritu no
cupieran más interrogantes. O como Margarita: hurgando ilusiones
solamente en el adecentamiento del templo.
La tranquilidad del amanecer no lo calma. Antes de morir ahogado
en su infortunio adopta la determinación de volcar su confianza en el
señor alcalde. Lo hará como si estuviera confesándose. Le dirá:
Vamos a intercambiar los papeles; tú eres el cura y yo el penitente.
El señor alcalde, al escuchar la propuesta, piensa que el sueño
inmenso que invadió al párroco luego de la abstinencia de todo lo que
no fueran flores silvestres, lo ha sumido en un estado irreal. Yo no
puedo asumir un papel que no me corresponde.
¿Qué es lo que nos corresponde y lo que no?. ¿Quién asigna
los papeles?. ¿No es Dios quien perdona?. Pues que el alcalde sea su
mediador. Si no
quieres hacerlo como sacramento hazlo por amistad.
El argumento lucía de más peso. El alcalde intuyó que iba a
ser testigo de alguna visión todavía no revelada. Y se asustó: Los
hombres vivimos mejor a nuestro aire, sin que desde lo Alto nos envíen
mensajes que nos torturan. Se sentía atrapado. Negarse era desechar la
mano, ya sin fuerza, del moribundo. Consentir parecía adentrarse en un
mundo de misterio impredecible, en el que no sentía deseo de
participar: Ya tenemos bastante con Telesforo y Margarita.
Han llegado al lugar donde, en forma casual y momentánea, fluyó
agua cristalinamente misteriosa. No lo hicieron conscientemente. El
camino los empujó sin presión, aunque los empujó. Pasaron ante el
lugar donde acaeció el portento, sin detenerse, sin comentario, sin
ceder a la tentación de comprobar la certeza de que allí hubo algo o
de que allí algo desapareció. De cuando en cuando el sacerdote soltaba
frases que el alcalde tenía dificultad en interpretar, mensajes como
llegados de otro lugar, desde otros tiempos. Añoraban o dolía. Lucían
como una sonrisa a punto de explotar, sin lograrlo, en ocasiones. Otras
pronunciaba su desenlace fatal: - ¿Sabes
qué es el sufrimiento?. - Todos
lo sabemos, menos Telesforo –respondió el alcalde. - Lo de
Telesforo es distinto.
- Creo que no sé qué es el sufrimiento –contestó, luego de
un silencio, el alcalde, sin apartar los ojos de la profundidad del
camino donde ya el atardecer pintaba de lila el horizonte.
- La muchacha se me casa –confesó el párroco.
- ¡Ah!. ¡Es eso!.
- No es eso –intervino con rapidez el sacerdote. Luego corrigió-.
O también eso.
Dejaron transcurrir el tiempo, cada quien masticando su propia
intranquilidad. Estaban alejándose del pueblo más de lo previsto y no
era porque no se percataran de ello. Experimentaban una imperiosa
necesidad de perderse, de desaparecer. Y no porque el pueblo les quedara
ajeno. ¿Qué sería de ambos sin la vida de Zarzales?. A pesar de los
sinsabores el pueblo continuaba siendo la razón de sus existencias.
- Es más fácil remediar a los demás que remediarse uno mismo
–sentenció el señor
cura-. Es más complicado el remedio del alma que el del cuerpo.
- Diga ya lo que tenga que decir –soltó el alcalde.
- ¿Crees que tengo algo que confesar?.
- Cuando se habla como está hablando usted, se tiene.
Un nudo en la garganta atenazó la palabra del señor cura. Había
llegado el momento. El alcalde le abría la puerta de la oportunidad,
mas el escalofrío se lo impedía. Las cosas no resultan como se
planifican. No es igual tomar una decisión a solas, cuando el insomnio
impera, que ponerla sin temblor delante del testigo. Si confiesa..., ya
no será únicamente él quien sufra: toda confesión lleva implícito
el sufrimiento del confidente. El lo sabía por experiencia. ¿Sería lícito,
entonces, confiar un secreto que suele a quien no tiene arte ni parte en
él?.
- Sólo confesaré si aceptas convertirte en confidente
–propuso el sacerdote.
- ¿No lo he aceptado ya?.
Mejor no retardar el momento. El interlocutor había aceptado el
riesgo.
El párroco suspiró más profundo que nunca. Se sentía mucho más
nervioso que el día en el que le citó el señor obispo para
solicitarle explicación por su desafuero.
En aquel momento pudo desafiar, aunque no lo hizo: se encontraba
ante la autoridad. Ahora, por el contrario, estaba ante un igual,
inclusive ante un inferior en asuntos de cura de almas. Esta situación
había sido elegida por él. Como el suicida: si la muerte le viene
anunciada por otro resulta más temerosa que cuando uno mismo la decide.
Y ahora quería decidir algo de lo que no estaba seguro si lo precipitaría
a la ruina definitiva o si definitivamente lo salvaría.
Comentó:
- La muchacha se me casa.
- Ya me lo comunicó.
- ¡La muchacha es mi hija!.
Lo dijo como cuando se da el salto hacia el precipicio: sin
esperar una mano que lo contenga. Llegó el momento. Ya no era necesario
buscar ni más pros ni más contras. Lo pronunció mirando directamente
a los ojos del alcalde, sin duda para, de inmediato, poder captar en ellos
signos de perdón o de condena. No llegó ni lo uno ni lo otro. Todo
continuaba igual. Ni la tarde se estremeció, ni el horizonte mudó el
tono, ni el mortecino sol disminuyó su ya leve intensidad, ni los pájaros,
buscando acomodo a esa hora, alteraron el ritmo de sus últimos aleteos.
La vida, al parecer, continuaba exactamente igual, inalterable.
No obstante algo había cambiado. Luego de la confesión el
sacerdote espiró todo el aire que había acumulado en sus pulmones,
temiendo que le faltara en el momento de develar el secreto. Resopló.
Dijo:
- ¡Dios!. ¡Ya está!.
Lo dijo con evidente satisfacción, sin importarle la reacción
de la tierra o el cielo. Había sido suficiente para sentirse perdonado.
¿Por quién?. Ni lo sabía ni le importaba. Quizá por él mismo.
Porque, así son las cosas, pensaba: Si uno no se perdona a sí mismo,
¿qué valor tiene el perdón de los demás?. Lanzó una patada a un
guijarro. Después soltó la carcajada:
- Se ha convertido usted en cura, señor alcalde.
El alcalde comprendió cómo puede causar pavor el sentirse
representante de Dios. Las culpas de los demás, o las que los demás
han aceptado como tales, ya no resultan indiferentes a quien las acepta
en préstamo. Y se preguntó: ¿qué habrá que hacer una vez que el
penitente confiesa su pecado?.
- ¿Qué tengo que hacer ahora, señor cura?.
- Guardar el sigilo.
- Eso no es difícil.
- Más de lo que piensas. De ahora en adelante verás a mi
muchacha con los ojos de la conciencia. Y la visión que se percibe es
distinta, ya lo verás.
Una vez que el secreto salió a la luz, la conversación fluyó
al natural. El sacerdote no tuvo inconveniente en relatarle cómo había
acontecido y por qué, y los pasos que le obligaron a dar desde ese
momento.
Ya no sufría.
De regreso al pueblo, y después de pasar por delante del lugar
donde habían aparecido, y posteriormente desaparecido el manantial y
las azucenas, y en el que no se detuvieron, encontraron a Telesforo
alimentándose con un ramillete de flores. El muchacho se aupó
respetuosamente. Realizó su reverencia. Dijo:
- Esta tarde se ha tornado más tranquila. El
alcalde miró de soslayo al párroco. Este le contestó con una sonrisa
de fiabilidad: confiaba en Telesforo. En caso de que el muchacho
intuyera lo ocurrido sabía que, a diferencia de otros disminuidos, éste
no era dado a divulgar secretos.
Telesforo insistió:
- De ahora en adelante todo irá mejor-. E introdujo en la boca
una margarita minúscula, saboreándola con deleite-. No le ofrezco, señor
cura, porque a usted estos alimentos le producen indigestión.
Los tres se rieron.
Su sobrina, avanzado el día, tuvo que entrar en la alcoba. Lo
zarandeó anunciándole la hora de la misa. No se había percatado de
que era domingo.
Las campanas habían repicado como de costumbre. La gente se
acercaba al templo para cumplir con la rutinaria obligación dominical.
El señor alcalde conversaba con otros parroquianos cerca de la puerta
de entrada. Las mujeres ya habían penetrado. También las muchachas. Y
los rapaces. Los hombres aguardaban, como un rito, al último toque, lo
cual les había costado más de un regaño del párroco. Margarita, como
era costumbre, había adecentado el altar. Los monaguillos prendían las
velas. Únicamente faltaba el celebrante.
Apareció.
Telesforo, apoyado en el muro de la entrada, lo saludó con su
habitual sonrisa.
- Algún día va a pasarte lo que a mí –le sonrió el párroco.
Presionó su mano derecha sobre el hombro del muchacho.
- Usted no acaba de comprender, señor cura –le replicó
Telesforo, también sonriendo.
El sacerdote no entendió. No obstante realizó un guiño a
Telesforo, indicio de una complicidad o muestra de una respuesta que
Telesforo todavía desconocía.
Se introdujo en el templo.
Los rostros de los feligreses se voltearon, presionados por un
resorte invisible. Más de una mujer se santiguó sin saber si lo hacía
como oración agradecida por el restablecimiento del señor cura o como
prevención por lo que, sospechaban, les comunicaría durante el sermón.
Telesforo presenció la misa desde la puerta, apoyado en la pila
del agua bendita, ubicada inmediatamente después de la entrada para que
el agua borrara, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo
los malos pensamientos de los feligreses y los malos deseos de los
varones al prender la mirada en el talle de las mujeres.
La celebración transcurrió con normalidad. El alcalde se asombró.
Era como si nada hubiera acaecido. Lo único que dijo el párroco, luego
de leer el Evangelio, fue:
- Agradezco a todos los que se interesaron por mi salud.
Agradezco las oraciones, que son las que curan.
Telesforo estuvo a punto de replicar: No han sido las oraciones,
señor cura, y usted lo sabe. En lugar de gritarlo juzgó oportuno
guardar silencio con el fin de no revolver las emociones de los
presentes.
También el señor alcalde meneó la cabeza con gesto dubitativo,
esbozando a la vez una semisonrisa que nadie vio, ni siquiera el señor
cura. Este, desde el altar, fijaba la mirada precisamente en él.
Margarita fue la única que captó la mentira intencional de las
palabras del sacerdote. Sin embargo, no realizó mueca que pudiera
delatar al párroco. Estaba convencida de que en algún momento el
sacerdote debería divulgar lo acontecido durante los días de gordura
inusitada y de sueño sin retorno: Hay un secreto de por medio
–pensaba- y los secretos, mientras no se sueltan, duelen.
Al finalizar la liturgia dominical Margarita apagó las velas,
dobló los paños, ayudó a los monaguillos a apartar del altar el misal
y las vinajeras, tendió el quitapolvo sobre el mantel oficial y esperó
a que el párroco recitara los responsos encargados.
Como el señor cura no salía de la sacristía ordenó a uno de
los monaguillos a que le recordara el recital por los difuntos, pues los
feligreses todavía aguardaban para el recuerdo hacia sus deudos. El
cura se encogió de hombros. Dile a
Margarita que no se meta donde no la llaman.
El muchacho interpretó a su manera el recado. Salió de la
sacristía, subió tres de los cinco escalones que daban al altar, miró
a los feligreses y, con una importancia de mando sin igual, anunció:
- El señor cura dice que hoy no hay responsos.
No todos lo oyeron. Margarita sí. Y las mujeres de los primeros
bancos. Grita lo
que tengas que decir, muchacho, que el personal no se ha enterado –lo
recriminó Margarita.
El monaguillo tomó aire, hinchó los pulmones, apretó la voz y
dijo:
- ¡Que dice el señor cura que hoy no hay responsos!.
El murmullo acaparó la única nave del templo. Los hombres se
precipitaron hacia la salida. Las mujeres, con rezos atropellados,
intentaron recordar a sus muertos.
Ya en la calle el alcalde susurró al párroco:
- ¿Por qué ha hecho usted eso?.
- ¡Qué!.
- Dejar a los difuntos sin oración.
- Porque no la necesitan.
- ¡Cómo no van a necesitarla, señor cura!.
- ¿Sabes acaso de eso más que yo?.
El alcalde guardó silencio. No deseaba entrar en discusiones que
no eran de su incumbencia. El sacerdote, para no dejar al alcalde con
ese blanco en el pensamiento, y lo que era más sensible, en su
sentimiento religioso, le echó la mano al hombro para consolarlo:
- Yo sé lo que me hago, tranquilo.
- Lo sabrá –condescendió el alcalde.
Ambos prefirieron cancelar el asunto.
Margarita, herida por no haber sido atendido su reclamo, aventuró
su peculiar explicación:
- Es que en este pueblo no hay muertos en el purgatorio, que son
los únicos que necesitan responsos.
En un principio la explicación proyectó alivio en el ánimo de
las mujeres de Zarzales: así se quitaban de encima el peso de creer que
sus deudos continuaban purgando, y continuarían hasta el día del
juicio final, sus faltas en las llamas del purgatorio. Y aseguraron:
- Los muertos de
este pueblo están en el cielo, y son santos.
Telesforo atendía a los comentarios sonriendo maliciosamente,
mordisqueando hierbas y mirando a unas nubes pardas que aparecieron de
improviso en el firmamento. Varios intentaron conocer la interpretación
de aquella sonrisa distinta, pero Telesforo se limitó a señalar con
los ojos a las nubes, como si la respuesta reposara en lo alto. Las
gentes no supieron leerla, así que optaron por burlarse del muchacho
con un gesto de manos despreciativo.
Quedaron estupefactos al escuchar la sentencia de Telesforo:
- Parecen tontos todos ustedes.
Jamás le habían escuchado una expresión de ese tenor. No
obstante, y como el tono no sonó a reproche, se tranquilizaron.
- ¿Qué quieres decir, Telesforo?.
- Que, además del purgatorio y el cielo, existe el infierno.
- ¡Tienes razón! –comentó uno.
- Está en lo cierto Telesforo –condescendió otro.
- A quienes caen en el infierno ya no los salva ni misas ni
responsos –reflexionó otro.
Y decidieron que el señor cura les aclarara el asunto.
La sobrina del sacerdote se opuso.
- ¡Dejen a mi tío en paz!. ¿Es que no tienen compasión de los
enfermos?
Aquella noche, tanto en el Bar Facundo como en el recogimiento de
los hogares, se realizó una breve biografía de los difuntos del lugar,
sacando a relucir cuáles merecían la visión beatífica y quienes la
eterna condenación.
Hubo disensiones.
Cada familiar defendía a sus muertos, de ahí que luego de los
primeros encontronazos a causa de haber sacado a flote algunas de las
faltas ocultas de los difuntos, accedieron a recordar únicamente las
buenas obras, no sea que se venguen de nosotros.
Telesforo celebró con una alegría inusitada los decires sobre
los muertos. Zarzales, repentinamente, se había convertido en una
antesala del cielo.
- No haces más que reírte –volvieron a increpar a Telesforo.
- Es que siguen siento tontos.
- En este pueblo nadie se condena.
- Eso lo dice Dios. Y el cementerio.
En la primera parte estaban de acuerdo. En la segunda, no.
- ¿Qué tiene que ver en esto el camposanto?.
- Acudan allí, de noche, y lo sabrán.
El párroco se enteró de la propuesta de Telesforo. Envió
recado al alcalde para que con la máxima urgencia se personara en su
despacho.
- Telesforo nos está metiendo en un lío –alertó.
- En ese lío nos ha metido usted, señor cura.
- Pues hay que salir de él.
- Es un asunto teológico –replicó el alcalde sin saber
exactamente lo que decía.
- Es un asunto de seguridad civil –le recordó el párroco.
-¡Pues usted dirá! –sugirió el alcalde.
- ¡Prohiba que la gente se acerque al cementerio!.
El alcalde arrugó los párpados. ¿Qué argumento podía aducir
para semejante prohibición?.
- Lo pensaré –dudó.
Antes de impartir la orden al alguacil para que pregonara el
bando, el señor alcalde citó oficialmente a Telesforo. La reunión
debería efectuarse en la sede del Ayuntamiento, con el fin de
imprimirle seriedad al caso. El alguacil buscó a Telesforo por cada
rincón, sin hallarlo. El alcalde sacó el temple de su voz de mando
exigiendo al alguacil que lo consiguiera a como diera lugar. El
alguacil, ayudado de otros subalternos del Ayuntamiento, husmearon en
cuadras y pajares, preguntaron en bares, indagaron en establos, en los
lugares donde últimamente lo había sorprendido alimentándose de
flores..., pero nada. Sospecharon que podría esconderse en el interior
de la ermita semiderruida, pues allí le habían conseguido en momentos
de soledad, cuando las nubes amenazaban tormentas. En aquella
oportunidad llegó a confesar que su espíritu no podía soportar tanto
peso llegando desde lo alto y que aquellos nubarrones no entraban en el
menú de la alimentación del alma sino que causaban indigestión: también
en el cielo se pudren los alimentos, había revelado. Y encontró en el
interior de la ermita el lugar apropiado para que los negruzcos
nubarrones no le congestionaran el espíritu.
Hoy, en cambio, no era tarde de tormenta. No obstante, los
empleados del Ayuntamiento, después del fracaso en la búsqueda,
concluyeron que era casi seguro que se encontraba en el refugio de la
ermita.
Se equivocaron.
El malhumor se hizo patente. Dijeron al alguacil que aquel no era
trabajo de su incumbencia y que si querían dar con el paradero de
Telesforo que el alcalde pusiera en emergencia a la fuerza pública.
- ¡No es asunto de delito! –gritó el alcalde ante las narices
del alguacil.
Este corrió a comunicar a los subalternos la reacción de la
autoridad, asegurándoles que o se apuraban en dar con el tonto o el
alcalde los despedía.
El malhumor de los empleados empeoró. Se encaminaron al Bar
Facundo, tomaron tres rondas consecutivas, sin respirar, pidieron cada
uno una botella adicional, para llevársela, y salieron a la mortecina
luz de la tarde.
Luego del fracaso de la ermita intentaron
con el lugar de las azucenas. En el camino se toparon con
Margarita. La informaron del objetivo. Ella contestó: Lo que
pasa es que ustedes están borrachos. ¿Te lo
ha revelado la Virgen? –río uno, alargando la botella hasta el morro
de Margarita.
El alguacil, quien, para conservar la compostura había
preferido guardar abstinencia de alcohol, increpó al subalterno:
- ¡No seas bestia!. ¡Con esas cosas uno no debe meterse!.
Obligó al desconsiderado a solicitar excusas a la muchacha. Lo
hizo, pero con una mueca de borrachera. Margarita, lejos de enfadarse,
sonrió:
- Los hombres son otros cuando tienen vino en demasía.
El alguacil, con el fin de limar asperezas, y con tono sumamente
condescendiente, preguntó:
- Entonces, ¿no has visto a Telesforo?.
- No lo he visto. Pero no se encuentra en el lugar del manantial.
- ¡Cómo lo sabes!. ¿Vienes de allí?.
- No vengo de allí.
- ¿Entonces?.
-No tengo la obligación de decirles cómo lo sé, pero allí no
se encuentra.
- ¡Pues tenemos que conseguirlo!. ¡Es de vida o muerte!
–exageró el alguacil.
- Ni tanto –contradijo Margarita.
La muchacha se adentró en el pueblo sin voltear la mirada. Los
buscadores, una vez que la perdieron de vista, empinaron sus respectivas
botellas y lanzaron blasfemias hacia las nubes.
- ¡Y luego dicen que en este pueblo no se condena la gente!.
–murmuró el alguacil.
Obligó a los bebedores a que cumplieran con su deber y entre
risas y tragos llegaron a una conclusión no compartida por todos, la
cual fue sometida a votación para ver si se aceptaba o no.
Uno de ellos había sugerido, después de que un relámpago de
alcohol le cruzó la mente:
- ¡Ya sé dónde se encuentra!.
- ¡Pues di! –le exigieron.
- ¡En el cementerio!.
- ¡Estás loco!.
Empinaron las botellas para amortiguar el susto.
El alguacil temía que la borrachera se empecinara en sus mentes
y que la búsqueda quedara envuelta en vahos de alcohol, en risotadas,
en chistes de mal gusto, en trastabilleo de la lengua y, en definitiva,
en fracaso. Se le ocurrió decir:
- ¿Y si está muerto?.
Los hombres congelaron un hipo borracho y apartaron botellas del
morro. El alguacil se percató del efecto inmediato producido por su
ocurrencia y aprovechó para instar a los bebedores:
- ¡De prisa!. ¡No perdamos tiempo!.
Hubo que decidirlo por votación. Resultó favorable a la
propuesta del alguacil.
El camino hacia el cementerio se tornó pesado. En vano el
alguacil instaba a los bebedores a que apretaran el paso. Aunque habían
enseriado un poco la borrachera, los pasos se endurecían. Cuando
intentaban acelerar, el cuerpo se les desviaba hacia los lados.
La tarde caía también con su lentitud borracha. Algunas
bandadas de aves apresuraban el vuelo hacia sus respectivos escondites.
A lo lejos temblaba el tenue balar de los rebaños en busca de sus
apriscos. Una brisa casi medicinal ponía ánimos en el rostro de los
borrachos.
Las paredes del camposanto no cuadraban, por irregulares, y en
algunos trozos el tiempo, sus rigores y la desidia las hacía
tambaleantes. Tres cipreses, los tres gemelos, sembrados el mismo
día, alimentados por la misma lluvia y el mismo sol, asustados por los
mismos muertos, los tres al lado de la tumba de un personaje importante,
aunque anónimo, se empinaban hacia lo alto.
- ¿Por dónde entramos? –preguntó uno.
- Por la puerta –contestó el alguacil con tono destemplado.
Juzgó que la pregunta por ilógica no podía provenir más que
de una mente borracha, embotada por el alcohol. La
puerta chirría demasiado –argumentó el subalterno-, y las ánimas se
pueden espantar.
- ¡Aquí no venimos a por ánimas sino a por Telesforo!.
- ¿Y si está muerto?.
Al alguacil se le nublaron los argumentos. Accedió a la
propuesta de los otros: que alguien se empinara por la pared para espiar
lo que hubiese.
El alguacil se negó rotundamente a que lo decidiera la suerte:
- ¡De esto me ocupo yo!..
Lo ayudaron. Logró empinarse sobre la pared. Los borrachos se
sobrecogieron al escucharlo:
- ¡Mal rayo te parta, Telesforo!.
- ¿Está ahí?.
- ¡Está!.
- ¿Vivo o muerto?.
- Vivo. ¡Y comiendo flores!.
Los borrachos, ante el manifiesto malhumor del alguacil,
aplaudieron. Se llevaron las botellas a los labios y brindaron por
Telesforo. Corrieron a la puerta. Empujaron. En efecto, la madera chirrió
los suficiente para que se espantaran las ánimas que anidaban en las
copas de los tres cipreses. Eso creyeron los borrachos. En realidad, no
eran más que pájaros cansados del sopor del día y del sueño
anticipado. Revolotearon hasta los árboles cercanos.
- ¿Qué haces, Telesforo?- preguntaron.
Telesforo cortó una florecilla amarilla que había crecido sobre
una tumba y se la llevó a la boca. Los borrachos escrutaron su asombro
revestido de espanto. Telesforo, sonriendo, los tranquilizó:
- Estoy probando las flores de las tumbas.
- ¡Eso es pecado!.
- ¿Quién lo ha dicho?.
Como nadie lo había dicho, al menos nadie que supiera de pecados
y esas cosas, los borrachos agacharon la cabeza. Solamente argumentaron:
- Puede que no sea pecado, pero no está bien.
- Para quien no se alimente de flores, no –replicó Telesforo.
- ¿Y no tienes suficientes fuera del camposanto? –preguntó el
alguacil, todavía empinado sobre la tapia.
- Estas no son para alimentarme.
- ¿Para qué, entonces?.
- Por el sabor se entera uno de qué muertos han ido al cielo y
cuales al infierno.
Los borrachos se santiguaron con sus botellas. El alguacil brincó
desde la pared hasta el interior, cayendo sobre una tumba. Se atrevieron
a indagar:
- ¿Y ya sabes cuál es la suerte de cada difunto?.
Telesforo afirmó con una sonrisa.
- ¿Cuál es?.
- Si lo digo, me matarán los afectados.
Por más que insistieron no hubo manera de sacarle prenda.
Encauzaron el camino hacia Pumareda. Los borrachos ensayaron canciones
de ronda, ya con las botellas vacías. Cruzaron las calles llamando la
atención, pero no se atrevieron a relatar lo acaecido. Telesforo les
había amenazado. Ellos creyeron que podía cumplir: sabía quién de
los muertos del pueblo estaban en Gloria y cuáles en el reino de la
perdición.
El alcalde lo recibió con gesto de evidente molestia:
- ¿Dónde demonios estabas metido?.
- A ratos con los demonios –replicó Telesforo con tal seriedad
que hasta el alcalde no acertó a descifrar si se trataba de una
realidad o de una respuesta destemplada. Aminoró el tono y retornó con
la misma indagatoria:
- ¿Dónde te metiste, Telesforo?.
- En el cementerio.
- ¡Vamos, que no estoy para perder el tiempo!.
- En serio –insistió Telesforo sin tono de molestia.
- ¿Y qué hacía allí?. Probaba
las flores de las tumbas.
El alcalde se llevó instintivamente las manos a la barriga,
apretando para que no le
explotara el retortijón.
- ¡Eso es un sacrilegio! –protestó la autoridad.
- ¡Que lo diga el cura, pase; pero usted...!.
Telesforo aguantó el minuto de silencio. Examinó el cuerpo
semidesinflado del alcalde, le pareció incluso como si una losa lo
hubiera aplastado, y se aventuró a tranquilizarlo:
- No es para tanto, señor alcalde.
Luego sonrió:
- ¡Y quítese usted las manos de la barriga, que las flores de
los muertos las mordisqueé yo, no usted!.
El alcalde, lentamente, fue separando las manos del vientre,
comprobando, en efecto, que su barriga funcionaba sin sobresaltos y que
no merodeaban los retortijones; lo que le infundió cierta tranquilidad. Y todo
por esa manía tuya de meterte donde no te llaman –se quejó el
alcalde.
El tono había cambiado completamente. Telesforo percibió una
sonrisa pequeñita en los ojos del alcalde, ayudándolo desentumecer un
poco el ambiente. Yo no
tengo la culpa de que se me ocurra lo que se me ocurre –dijo, excusándose.
- Tienes razón –corroboró el alcalde.
Luego murmuró:
- ¿Y cómo me las arreglo ahora con el párroco?.
- El señor cura tiene cosas más serias de las que ocuparse.
- ¡Tú qué sabes!.
- ¿Se ha olvidado de que me alimento de flores y nubes?.
No había argumento con el que responder. Telesforo era Telesforo.
Todo lo que se saliera de su mundo ya no encajaba. Resultaba inútil
jugar a la lógica. El señor alcalde comprendió algo que jamás había
comprendido cuando lo predicaba el sacerdote: que los designios de Dios
son incomprensibles.
Había acontecido una especie de trueque. Telesforo estaba
convirtiéndose en un eficaz pararrayos capaz de anular los arranques
del párroco. El alcalde sospechó una vez más que Telesforo poseía
dotes adivinatorias: ¿qué otra explicación podía darse a una
respuesta con intención tan evidente?. El señor cura tiene cosas más
serias de que ocuparse. Ahora, para colmo, conocer, gracias a las flores
del camposanto, quién había salvado su alma y quién penaba los
rigores eternos del infierno...
El señor alcalde estuvo a punto de ceder a la tentación:
rogarle que le confiara el secreto de quiénes eran los condenados y quiénes
los afortunados redimidos. Sería interesante saber si los juicios de
Dios coincidían con los de los hombres. No obstante, prefirió quedar
en la ignorancia.
- Sé lo que está pensando, señor alcalde –lo interrumpió
Telesforo-. A veces la ignorancia es preferible al conocimiento, se lo
digo yo.
- Puede que tengas razón –condescendió el alcalde. Le llevó
la mano hasta el hombro, presionando con delicadeza, y le rogó: -Acompáñame
hasta la casa del cura.
Los pueblerinos cuchichearon al verlos avanzar rumbo a la casa
parroquial. El alguacil cuidaba a los borrachos para que no se les fuera
la lengua. En el Bar Facundo los hombres torcían el entrecejo y se
abalanzaron a la puerta para contemplar la escena.
- Se te va a caer el pelo, Telesforo –gritaron.
Uno de los borrachos guiñó el ojo izquierdo mirando a sus compañeros.
Dijo:
- ¡Qué sabrán éstos!.
El alguacil le lanzó un amago para que no soltara prenda y el
borracho le respondió:
- Conozco mis obligaciones. De esta boca no sale lo prohibido.
Los hombres del bar se miraron sin comprender. Pero uno comentó:
- Aquí como que hay gato encerrado.
El señor cura recibió al alcalde y a Telesforo sin protocolo
alguno. Aparentaba cansado. Telesforo, sin malicia, le dijo que a veces
el exceso de pensamientos cansa más que el exceso de trabajo. El
alcalde prefirió desviar la mirada del rostro del sacerdote para no
caer en la tentación de pensar en la hija.
- ¿Qué tonterías se te han ocurrido ahora, Telesforo? –le
preguntó el párroco sin asomo de reproche-. Ya es hora de que te vaya
entrando un poco de seso.
- A unos nos tarda más en llegar que a otros –replicó la
sonrisa indefinidamente inocente de Telesforo.
El señor cura no supo cómo esa sonrisa, que nada tenía de
especial, se le había incrustado en la mente. Estaba acostumbrado a la
sonrisa del muchacho: siempre la misma, siempre indescifrable ya que no
escondía ni secretos ni intenciones más allá de lo patente. En
cambio, esta sonrisa de ahora, igual a la de siempre. Proyectaba un no sé
qué mensaje escondido.
No había posibilidad de rogarle explicación. Telesforo
respondía con otra sonrisa igual, con otro rictus semejante, con otra
indiferencia idéntica, por toda explicación. Así que el párroco se
guardó la curiosidad y apartó la mirada del rostro del muchacho.
Telesforo lo apreció. Desvió la mirada hacia el lugar del
alcalde y subió y bajó los hombros para dar a entender que él no
entendía. El alcalde hizo lo mismo. Ambos esperaron a que el sacerdote
tomara la palabra:
- Tu alimentación trae de cabeza al pueblo –comenzó, pasando
con una rapidez que dejó sorprendidos tanto al alcalde como a Telesforo,
las hojas de un libro viejo.
Telesforo había observado algo parecido en los jugadores de
naipes, en el Bar Facundo, al entrelazar las cartas. Siempre le había
gustado aquella forma de barajar. Esperaba la conclusión del juego, el
cual le resultaba sumamente monótono y aburrido, sólo para ver si la
destreza del siguiente al entrelazar las cartas era superior o más
torpe que la del anterior. Y realizaba apuestas consigo mismo, para no
perder.
Viendo ahora cómo el sacerdote jugaba con las hojas del libro
pensó que ninguno de los más diestros en el manejo de los naipes se le
acercaba. Estuvo a punto de proponerle que desafiara, en el bar, a los
jugadores empedernidos.
- Di, que has quedado como alelado –lo despertó el párroco.
- ¿Y cómo lo sabe usted si no ha levantado los ojos de ese
libro?.
- Para ver las cosas no es necesario mirarlas –replicó el
sacerdote.
- En eso estamos de acuerdo –condescendió el muchacho.
El alcalde no entendía este escarceo entre los dos. Tosió para
que ambos se percataran de su presencia, y del objetivo de estar allí.
Como ninguno hizo caso, el alcalde cortó el embrujo:
- Señor cura, ¿tanta celeridad para esto?.
- Tienes razón. Así que, vayamos al grano. Y el grano eres tú,
Telesforo.
- El grano no soy yo. El grano son los muertos.
- Pues es verdad –apoyó el señor cura- Vayamos al grano. ¿Quién
te ha dado poderes sobrenaturales?.
Telesforo, sin tomar a mal la recriminación,
solicitó excusas con la mirada a la autoridad civil, dijo:
- La alimentación.
- ¡Tonterías! –replicó el sacerdote-. Yo creo que eso de la
alimentación tuya es puro camelo, Telesforo.
El muchacho se volteó igual que si le hubieran presionado un
resorte y se dispuso a abandonar el despacho parroquial. Lo detuvo el señor
alcalde. Luego de un leve forcejeo, y después de que la autoridad
civil, con mucho tino, reprendió al sacerdote por semejante ocurrencia,
Telesforo se contuvo. Dijo:
- Yo no voy a pelear por eso, señor cura, pero usted no debe
acusarme de lo que yo no he inventado. Hay cosas que hacen los hombres y
las hay que son propiedad de la naturaleza. Yo no tengo la culpa. Lo que
hacen las personas se puede enmendar, lo que nos dé la naturaleza no
podemos desprenderlo.
El sacerdote se llevó ambas manos al rostro. Telesforo no sabía
en qué pensaba. El señor alcalde lo intuía: en su hija. Pero eso no
era tema de ahora y mejor que no saliera a relucir. Así que, para
cambiar el rumbo del pensamiento del sacerdote, intervino:
- Dejemos en paz la alimentación de Telesforo. Resolvamos, señor
cura, lo de los muertos.
Telesforo experimentó, sorpresivamente, pena hacia el sacerdote.
Se acercó a él. Le colocó la mano derecha sobre el hombro. Le dijo:
- No se preocupe, señor cura. Esto lo arreglo yo.
El sacerdote elevó la mirada. Ya no percibió en los labios de
Telesforo la sonrisa de antes sino una más condescendiente, más
tranquila, sin secreto. Se tranquilizó:
- Yo sé que con los muertos no se juega, señor cura. Pero no
porque se causa mal a ellos sino porque los vivos no podrán soportar el
conocimiento de la suerte de sus deudos. Así que el problema reside en
los vivos, no en los difuntos. Imagínese, señor cura, si alguien
supiera con absoluta certeza que su padre, su madre o sus hermanos
estuvieran al lado de Dios. ¡No podrían vivir!. ¿Quién puede
aguantar que los suyos, descansando ya en la beatitud, les están
chequeando diariamente sus actos?. Nadie podría vivir pensando qué
cara lucirían los allegados ante un acto mal realizado aquí, en la
tierra. Vivir pendientes del cielo es tan malo como vivir pendientes del
infierno. Así que no hay que vivir pendiente sino simplemente vivir.
De nuevo se le interpuso al sacerdote la figura de su hija. ¿Era
eso lo que intentaba explicarle Telesforo, que él simplemente viviera,
sin ocuparse del bien o del mal ya sin remedio?. ¿Sería ética la
regla de vida que impone que es necesario acogerse a los extremos: o el
bien absoluto o el mal radical?. ¿No resultaría preferible aceptar la
existencia tal cual, con errores incluidos, con aciertos evidentes, sin
hacer borrón y cuenta nueva de nada sino apechugando con lo ya
realizado?. ¡Quizá él se había atrevido a romper las puertas
trancadas de su propio infierno al confiar el secreto al señor
alcalde!. ¿Debería confiárselo igualmente a Telesforo, para ir
derribando más muros, parar abrir más cancelas?. ¿Sería oportuno,
inclusive, proclamarlo a la luz pública, eso sí, sin alboroto, para
reconciliar a su espíritu con el pueblo?.
Eran relámpagos que en vez de iluminarle el espíritu se lo
ennegrecían. No resultaba fácil desvestirse de golpe cuando se había
vivido refugiado en un pudor circunstancia, aunque con características,
con disfraces de absoluto.
Lo cierto era que la presencia de Telesforo continuaba turbándolo.
Concluyó que la alimentación del muchacho le había dado esa
consistencia de pureza natural ante la cual claudicaban todos los enmarañados
complejos de los humanos. Así que Telesforo era mucho más que locas
ocurrencias, caprichos que solamente él podía racionalizar, en el caso
de que tuviera necesidad de racionalizarlos. No estar atento a esos
caprichos equivalía a dejar pasar por alto las razones de lo puro, de
lo incontaminado, de lo asombroso para los ojos ajenos.
Telesforo se lo había dicho rotunda, claramente: Mis poderes
sobrenaturales proceden de la alimentación. No podía conciliar aún el
sacerdote si esos poderes, si lo sobrenatural en su aspecto más
concreto, coincidía con lo que a él, en el seminario, le habían
inculcado. Sospecha que había un desfase entre ambos conceptos, pero no
podía precisarlo. A pesar de ello, los argumentos simples aducidos por
Telesforo, ante cualquiera de los acontecimientos habidos, lucían con lógica
simplicidad.
- O sea, que no vas a develar cuáles de los muertos son los
condenados y cuáles los que gozan de la visión beatífica –le
preguntó el sacerdote, sin duda para tranquilizar a su propia
preocupación.
El muchacho exhibió una vez más su sonrisa incalculable y negó
parsimoniosamente con la cabeza.
- ¿Hay alguna razón para ello? –quiso saber, todavía, el párroco.
Telesforo tardó unos segundos en responder. El alcalde y el señor
cura aguardaron con interrogante abierto en sus semblantes. Telesforo,
con una voz tan simple como la propia sonrisa, dijo:
- La felicidad.
Y explicó por qué a veces la ignorancia ante el porvenir es más
satisfactoria y produce mayor encanto a la vida que la develación de
los secretos.
En más de una noche de insomnio había reparado en eso: la vida
carece de sentido cuando no se puede, o no se debe, manifestar tal cual.
¿Por qué le habían impuesto una sanción que, a la larga, había
perjudicado más a terceros que a él mismo?. ¿A quién había que
defender persistiendo en conservar el secreto?.
Al final del interrogante siempre se topaba con la misma e
infranqueable muralla: la hija. Por encima de todo, y a cualquier
precio, él debería ahorrarle el sufrimiento que siempre produce un
cambio de identidad. No le preocupaba tanto el hecho de que ella lo
despreciara sino que, por su culpa, se despreciase a sí misma. Desde
esta perspectiva el secreto tenía valor, el silencio adquiría
consistencia, el sufrimiento podría convertirse en el auténtico fuego
expiador. Al fin y al cabo él, durante muchos años de formación, había
sido educado en ese tipo de valores, la realidad de esos purgatorios
terrenales, el cobro que Dios se hace por una ofensa recibida o
simplemente por haberlo elegido para ser su ministro. El lo había
predicado en muchas ocasiones y nadie podría achacarle que se trataba
de una predicación teórica. Aunque ningún feligrés sospechara la
verdad, de alguna manera tenía que aflorar a través de la voz, de la
mirada, de la crispación de los puños, de los gestos. El suprimiendo
tiene valor. Eso sí, siempre y cuando sea redentor, siempre que, a través
y gracias a él alguien se salve.
Tras su asiento seguía colgado, inerte, inclusive profanado por
las telarañas, el crucifijo. En honor a la verdad, el señor cura jamás
había sido muy dado a sentimentalismos espirituales. Cumplía con sus
obligaciones canónicas, eso sí, realizaba sus meditaciones, aunque éstas
transitaran más por el camino de la reflexión lógica que por el del
consuelo espiritual.
Ahora, al observar de nuevo la sonrisa perenne y con su eterno
mensaje de inocencia, de Telesforo, no supo cómo éste se le había
trocado en la cara del Cristo olvidado en la pared de su despacho. Creyó
ver, cruzándoles los ojos, unas telarañas empolvadas. Se los restregó
para anular la visión. No era, en efecto, visión. La imaginación
hilvanaba esos caprichos y las tensiones habían aflorar esos trucos.
Sin embargo, la fijeza casi sin vida de su mirada sobre los ojos de
Telesforo asustó al señor alcalde, viéndose obligado a intervenir:
- ¡Señor cura!.
Lo repitió tres veces antes de que el sacerdote diera vida a un
gesto en los labios, y a un parpadeo.
- ¿Se encuentra bien, señor cura? –insistió la autoridad
civil.
- ¿Por qué habría de sentirme mal? –intervino Telesforo.
El sacerdote concedió a esta intervención del muchacho un
significado de complicidad, una ayuda voluntaria: No diga usted lo que
le ocurre, señor cura, que esos secretos no son para todas las
cataduras. Quiso enmendar la escena aupándose en su asiento, cuidando
de ayudarse con el sostén de las manos sobre el rústico escritorio.
El alcalde comprobó cómo el sacerdote había envejecido en
pocos minutos. Miró al cansado crucifijo y pensó que el párroco se
parecía al Cristo. Telesforo también debió de pensarlo.
A la salida de la casa cural el alcalde llamó al alguacil y le
encomendó que corriera la voz de que los muertos sí necesitan de
oraciones y que, para que el pueblo quedara satisfecho el señor cura
celebraría una misa de difuntos, solemne, con el catafalco incluido,
por todos los fallecidos en la parroquia desde que se tuviera memoria.
La noticia se divulgó como la pólvora. Una esperanza de salvación
colectiva calambreó en el ánimo de los feligreses. Margarita apuró a
los monaguillos para que sacaran de la cilla, (la cual ya no servía
para almacenar los granos pertenecientes al diezmo, puesto que el diezmo
se recogía ahora en efectivo), todos los artefactos para montar el
catafalco, empolvados en la pequeña despensa de trastos inservibles.
Los muchachos se entretuvieron sobremanera removiendo tablones e
intentando colocar en su lugar las manos, los pies y las cabezas
desprendidas de los santos de escayola, allí almacenados. Comentaron
que la cilla se había convertido en un cementerio para santos inútiles.
Margarita intentó imponer orden Improvisó un discurso al
efecto, discurso que ni ella misma logró explicarse cómo le salió.
Les dijo que para los santos no había cementerio, ya que estaban en
cuerpo y alma ante la presencia de Dios, y que lo que habían ido
almacenando en la cilla no eran más que imágenes destrozadas.
No convenció, por supuesto. Un santo era un santo, pero aquellos
de la cilla, descalabrados, mancos, con tibias y peroné fracturados,
con la piel arañada por el tiempo y los golpes, no podían ser aptos
para estar en la presencia de Dios. ¿Y quién podría arrodillarse ante
un santo tan menguado en sus condiciones físicas?. ¿Qué inspiración
podía provocar una virgen desnuda y con los labios despintados y las
cejas partidas?. Entonces, la cilla era su cementerio, y estaban allí
sin vida, arrinconados, olvidados, incapaces de ascender hasta la
presencia de Dios para interceder por los vivos, penando el infierno de
la reclusión y el abandono.
No se atrevieron a formular objeciones a Margarita. Los muchachos
la veían como a alguien superior. Estaban convencidos de que en una
oportunidad se le había aparecido la Virgen, a pesar de que aquella
revelación había quedado en el olvido con el consentimiento de ella
misma.
Esto la enaltecía más en la curiosidad siempre permanente de
los monaguillos. La veían trajinar por la iglesia con naturalidad tal
que presumían que la limpieza de candelabros, de cobra y plata,
crucifijos, manteles, reposición del aceite en la lámpara del Santísimo
y, además, no podría hacerse de otra manera a como lo realizaba
Margarita.
Jamás habían escuchado al párroco quejarse en este aspecto.
Presentían que el sacerdote veía en Margarita a una acuciosa sabedora
de la limpieza del cielo, allí donde los santos no hacen más que
cantar Sanctus, Sanctus..., bien maquilladitos, bien perfumaditos, con
sus túnicas blancas, para que la gran Sala donde descansaba Dios en su
trono estuviera inundada eternamente de una afinada melodía acorde con
la felicidad suma.
Uno de los muchachos, revolviendo en un arcón viejo, se topó
con un envoltorio perfectamente amarrado con gruesos y entrelazados
hilos de esparto. Sintió un escalofrío. Quiso llamar a los amigos para
desenvolver el paquete pero lo escondió en el fondo del baúl, antes de
que Margarita recayera en él. Disimuló lo que pudo. Apresuró a sus
compañeros a sacar de la cilla los burros sobre los que iría colocado
el catafalco. Margarita aplaudió el proceder del muchacho y dio una
cuantas palmadas para que los monaguillos se apresuraran.
-Eso sí, cuidado de no levantar demasiado polvo.
- ¿Por qué no colocas unas sábanas sobre los santos, para que
el polvo no se les meta por los ojos? –sugirió un muchacho.
Margarita, premiándole con una sonrisa, se dirigió a la sacristía.
Del último de los cajones extrajo tres sábanas blancas y cubrió con
ellas las estatuas más expuestas al posible polvo.
- De todas formas tengan cuidado –les alertó.
Tardaron poco en sacar de la cilla los burros, las parihuelas y
los tablones, y en armar la estructura del catafalco. Luego Margarita se
ocuparía de cubrir todo con un gran paño morado, con ribetes y orlas
doradas. En las cuatro esquinas iban cuatro candelabros enormes,
pintados de un plateado oscuro que en algún tiempo sirvió para
disimular que eran de madera, pero que el poco uso, el polvo, el
amontonamiento y la dejadez en la cilla los había desvestido de su máscara.
No lucían bien. Margarita pensó si sería preferible cambiarlos por
otros de bronce de verdad. Realizó el intento, mas el resultado visual
desdecía. Los pequeños candelabros de bronce anulaban la majestuosidad
de la escena, y volvió a colocar en su lugar a los grandes soportes de
madera semitallada y con pintura resquebrajada que hacían de
candelabros falsos. Colocó los cirios en la parte superior, dio un
vistazo desde el centro del templo y concluyó que la majestuosidad
mortuoria era patente.
Los monaguillos disfrutaban ya de sus juegos en la plaza. No habían
tenido tiempo de divulgar su trabajo. Tampoco se acordaban
que Margarita permanecía en el templo dando los últimos
retoques. Pero uno de ellos, Pedrito, regresó.
El muchacho tocó tímidamente en la espalda de Margarita. Esta,
en vez de sobresaltarse, notó cómo
el interior se le iba congelando
al ritmo de un cosquilleo que oscilaba entre lo eléctrico y el
frío total. Ni siquiera la respiración se alteró, más bien la presión
del dedo del muchacho la sumió en un estado de semiinconsciencia. El
monaguillo, al notar que Margarita se iba quedando rígida, un poco
parecida a las estatuas de escayola arrinconadas en la cilla, presionó
nuevamente la espalda de la mujer a la vez que le decía:
- Soy yo, Margarita.
Ella inició un movimiento lento, sin haber recuperado del todo
ni el aliento ni el color natural en las mejillas.
El monaguillo se asustó. Jamás había contemplado a Margarita,
ni a persona alguna, en pose de estatua fría, en color descolorido, sin
expresión, con la mirada anclada no se sabía dónde, sin poder
apreciar si se trataba de una persona muerta o viva.
- ¡Soy yo, Margarita! –insistió, poniendo un énfasis
especial en la voz, mezcla de temor y sobresalto.
Los ojos de Margarita fueron cobrando su dirección, y los
mofletes un color que pasó a ser de repente rojo. La rigidez se desinfló,
los labios ensayaron una semisonrisa de incredulidad. A tal punto que el
monaguillo la alertó:
- ¡Margarita, yo no soy una aparición!.
Ella le revolvió la cabellera.
- Pero yo sí creo que se te apareció la Virgen –insistió el
muchacho.
Margarita había ido recuperando lentamente la normalidad. Podía
manejar los brazos sin pesadez, sin calambres, jugar con la mirada a
capricho, torcer la cabeza sin que la rigidez se lo impidiera y respirar
sin sobresaltos, como cuando se respira sin uno percatarse. Eso ya
está olvidado, Pedrito.
El monaguillo entornó la mirada avergonzado, temiendo haber
cometido una imprudencia. Giró levemente su cuerpo con intenciones de
abandonar el templo. Margarita lo detuvo presionándole el hombro.
- Ayúdame. Terminaremos rápido con el catafalco.
El muchacho afirmó. Vio que Margarita lucía otro semblante.
Pensó que ese rostro sí era apto para que se le apareciera la Virgen,
y si era necesario elegir era preferible este aspecto de la mujer que
los rostros mutilados de los santos en la cilla.
- ¿Qué te parece? –preguntó tratando de alisar la tela
morada que cubría la estructura del catafalco.
- Demasiado arrugada –respondió él-. Como los muertos. Los
muertos deben estar arrugados bajo la tierra, ¿verdad, Margarita?.
- Mira, pues nunca lo había pensado.
Margarita encendió los cuatro cirios para observar la impresión.
Si hubiese sido de noche, el chisporrotear de las mechas, las sombras
bailando en las paredes, el silencio del interior del templo y la
imaginación hubiesen dado un tono realmente tétrico al conjunto.
Cualquiera en un contexto así podría ver, sin demasiada presión,
almas en pena solicitando oraciones o retorciéndose ante la suerte de
la inevitable eternidad, mas la claridad que se colaba por los altos
ventanales privaba del misterio necesario al escenario.
Apagaron los cirios. Margarita tomó de la mano al monaguillo con
intenciones de salir del templo. Estaba todo listo para que al día
siguiente el señor cura pudiera oficiar la liturgia por el alma de
todos los difuntos de la parroquia.
Ninguno de los dos había reparado en la presencia de Telesforo
junto a la puerta, observando el conjunto. El mismo se cuidó para que
no se percataran de su estadía allí. Pensó: ¡Para lo que les va a
servir a algunos muertos...!. introdujo los dedos en la pila del agua
bendita y, en vez de santiguarse, se los llevó a los labios: No es agua
natural. Está un poco salada. Y abandonó el templo sin que lo vieran.
El monaguillo retuvo la mano de Margarita, presionándola. A ella
le relampagueó un sentimiento que no era el correcto. Se santiguó ante
el catafalco, solicitando perdón a no sabía qué difunto y consolándose
pensando que el monaguillo no tenía edad para malos pensamientos ni
fuera para malos deseos.
- ¿Qué te ocurre, Pedrito?. ¿Tienes miedo?.
- Si estoy contigo, no.
Era demasiado pequeño para cosas feas, aunque una nunca sabe,
pensaba Margarita. La asaltó algún momento extraño de su niñez, quizá
el definitivo, ya no recordaba, en el que experimentó un cosquilleo en
el bajo vientre, tan raro, tan diminuto, que corrió al pajar con el fin
de auscultarse en solitario
y bajo el secreto de la soledad, para comprobar de dónde provenía ese
temblor que repentinamente le había subido hasta los incipientes
pezones.
Claro, esto era atribuir al muchacho intimidades de ella. Sabía
bien que en cosas de atracción de cuerpos siempre se adelantan las
mujeres, así que no había por qué achacarle al pobre muchacho
sentimientos todavía no maduros. Tengo un
secreto –le confesó él.
A Margarita le martilleó de nuevo la mente que retornaba a lo
mismo, desgranando posibilidades, sustos y anhelos nunca satisfechos. Súbete
al banco –le rogó Margarita. Para que el monaguillo no sospechara
trucos raros, le confesó: - Quiero mirarte a los ojos, de frente.
El monaguillo obedeció. Se empinó sobre el borde del banco.
Llegaba casi a la altura de ella, por lo que Margarita comprobó que
tampoco era tan crío. Le hurgó intensamente la mirada. No descubrió más
que un incipiente sofoco. El muchacho, en cambio, dijo:
- ¿Por qué me miras así?.
- ¿Cómo?.
- Como si quisieras ver a uno por dentro, desnudo.
- ¡Pedrito!.
Margarita recogió la mirada sobre su cuerpo auscultando su
posible desenmascaramiento, afirmándose que la mirada es traidora, que
tras ella se pueden colar los secretos, los sentimientos y los deseos.
Era urgente cortar por lo sano. Rogó al muchacho a que salieran
del templo: Ya hemos terminado, Pedrito.
- ¿Y el secreto? –insistió él.
Este niño había logrado sacarla de quicio, de su habitual
tranquilidad. Por primera vez permitió que se dibujara en su semblante
un rictus de fastidio, pero el muchacho, con la mirada agachada, no lo
captó.
- ¿El secreto?.
- El de la cilla.
En el pequeño almacén no había secretos sino cuerpos
destartalados de santos inservibles, sin maquillaje para fungir de
intermediarios entre Dios y los hombres. En la cilla no había más que
polvo, tablones rotos, aspas de pendones y estandartes quebrados, baúles
y arcones con cerraduras oxidadas, desorden por doquier. En el cuartico
que durante tiempo había almacenado las ofrendas con las que los
feligreses costeaban el culto y la manutención de sus ministros, no había
más que cagadas de ratones y ratones hambrientos, royendo tablas viejas
y arañando pintura añeja.
-En la cilla no hay secretos.
- Ven y verás.
¿Se trataba de algún truco?. La imaginación de Margarita
discurría por diferentes sospechas, a pesar de que el muchacho nada había
sugerido ajeno a su propia edad. Pensó Margarita que, en cualesquiera
de los casos, ella podría sortear el imprevisto e, inclusive,
aprovechar la ocasión para convencer al monaguillo de quién es quién
en la vida y de cómo comportarse con los demás. Respiró profundo, con
ganas, para que el cuerpo se le aflojara y tendió la mano el crío para
ayudarlo a saltar del banco.
Se encaminaron hacia la cilla. El ventanuco de arriba dejaba
colar un rayo de sol perfectamente visible gracias al polvillo del
ambiente, el cual iba a dar directamente al arcón. Margarita no había
reparado en el fenómeno. El monaguillo, con la mirada, le hizo caer en
cuenta de cómo la luz sigue el camino correcto para iluminar lo que
considera necesario.
- Es como la luz de las apariciones –comentó el muchacho.
- ¿Qué sabes tú de eso?.
No sabía. Evidentemente, y sin querer, había dado crédito a
sus visiones, por lo que se apresuró a desmentirse a sí misma. Con las
apariciones no se juega, Pedrito.
Lo observaba mientras iba extrayendo, amontonándolos a un lado,
los peroles inservibles que alguien guardó en su momento, desde vaya
usted a saber cuándo, en el arcón.
En efecto, el rayo de sol imprimía un halo misterioso a la
escena. Pedrito se acurrucó de tal forma que las motas de polvo,
iluminadas por la luz, le pegan en la espalda. Cuando se inclinaba sobre
el arcón para extraer otro utensilio, le aclaraban la cabellera.
Sacó el envoltorio y se lo mostró a Margarita.
- ¿Qué es eso?.
- No lo sé. ¿Lo abrimos?.
Margarita intentó negarse, mas el rayo de sol dirigía su
claridad ahora hacia el bulto, en manos de Pedrito, confiriéndole un
oculto misterio. Fue atraída por la curiosidad. El muchacho insistió:
- ¿Lo abrimos?.
Ella aceptó con un movimiento de cabeza. El monaguillo se hizo
un lío con los nudos, sin acertar. Intentó llevarlos a los dientes,
pero Margarita lo contuvo: Está
demasiado sucio.
Se inclinó hacia el muchacho tratando de ayudarlo. La cuerda
cedió por donde menos lo esperaban, justamente por el centro, lejos de
los nudos. Ambos soltaron
una risa nerviosa, indicio del susto que albergaban ante el secreto del
envoltorio.
El primer envoltorio, de rojo gastado, de rojo tirando a pardo
sucio, dio paso a otro de un blanco que había resistido los rigores del
tiempo. El asombro fue grande, no por el paño sino por la blancura que
ahora se hacía más reluciente a causa del rayo de sol posándose sobre
el envoltorio.
- Retíralo, Pedrito, que se puede manchar.
- La luz no mancha.
- A veces sí. Cuando deslumbra demasiado. Diluye el color de las
cosas, y hasta el de los
espíritus.
No supo cómo se le ocurrió semejante argumento, sorprendiéndose
a sí misma.
El muchacho la obedeció. Apartó el envoltorio de la claridad
concentrada del haz de luz. A pesar de ello el paño no perdió ni un ápice
de su deslumbrante albura.
Deshicieron con extremado tiento muchas vueltas antes de toparse
con una tabla en la que apareció, resplandeciente, con nitidez de recién
construida, la imagen de la Virgen, rodeada de flores y fluyendo un
pequeño manantial del lugar donde posaban sus plantas.
- ¡Qué bella! –exclamó el muchacho-. ¿Por qué la habrán
escondido en este lugar, entre tanto trasto viejo?.
- No la han escondido, Pedrito. Ha sido ella
quien se ha refugiado aquí.
- ¿Tu crees?.
Margarita cameló al monaguillo para que no revelara el
descubrimiento. Le dijo que debía convertirse en un secreto entre ambos
y que la Virgen algún día se lo premiaría si lo guardaban. Envolvió
nuevamente la tablilla y se la llevó consigo..
Telesforo, sentado en un poyo de la plaza, los vio salir. Observó
cómo ella revolvía el cabello del muchacho y luego se llevaba el índice
a los labios, muestra de que le rogaba silencio. Vio cómo el monaguillo
afirmó mientras se desviaba del camino. Vio cómo ella apretó un
envoltorio bajo el brazo y se apresuró. No se preocupó pensando de qué
podría tratarse.
Margarita, de reojo, sí le había observado respaldando su
cuerpo en la piedra de la pared, pero hizo como si no lo hubiese visto.
Tampoco el muchacho se acercó hasta donde él. En otras circunstancias
posiblemente lo hubiese hecho.
Margarita se apresuró hasta la casa, se encerró en su cuarto,
desenvolvió la tablilla, la colocó sobre la cama e, instintivamente,
se arrodilló ante ella. No hacía más que mirarla. Ni siquiera su
postración parecía responder a un acto de devoción, más bien a una
forma de acomodarse ante el retrato allí estampado con la finalidad de
detallarlo. De vez en cuando murmuraba: Es increíble, Telesforo, es
increíble. Tu secreto está aquí. Le atraía de la tablilla no tanto
la figura de la Virgen cuanto el remolino de flores y el manantial que
comenzaba a discurrir bajo sus pies.
Obligó a su mirada a reposar en una especie de bosquecillo.
Observaba flores de todas clases, de diferentes tonalidades y colores, más
grandes, más diminutas, principalmente silvestres. Una aureola de
colores naturales y frescos formaban un manto que adornaba, más que
arropaba, a la Madre de Dios. A la vez, la inundó una frescura
singular, similar a la que los primeros días de la primavera, cuando
todavía el frío invernal no se ha diluido pero ya el sol preludia los
tiempos del sofoco veraniego.
Quien hubiera pintado esa tablilla lo hizo sin duda pensando en
la lozanía de la naturaleza, inspirándose en un paraíso floral ajeno
a los rigores del tiempo. Y eso era precisamente lo que le proporcionaba
ahora el cuerpo: un aliento de frescor inaudito, una tranquilidad de
contagio natural, un estado de felicidad sin excesos, como si realmente
la felicidad verdadera no pudiera jamás tropezar con el exceso de
felicidad.
La imaginación le jugó un mal truco. La figura de la Virgen,
estampada en la tablilla, fue transmutándose para dar paso a la figura
de Telesforo. Margarita se restregó los ojos; pensaba que su estado de
tranquila felicidad estaba llevándola hacia un contrasentido. No
obstante, la mirada sonriente de Telesforo continuaba allí, usurpando
el lugar de la Madre de Dios. Margarita se asustó. Tomó el paño
blanco en el que había estado envuelta la tablilla e intentó cubrirla
con él. Lo extendió sobre la cama, pero se llevó las manos a los
labios para ahogar un grito de asombro: en el paño había quedado
estampada la misma imagen, las mismas flores y el mismo manantial que en
la tablilla, sólo que en el paño persistía la figura de la Madre de
Dios mientras que en la tablilla continuaba la sonrisa de Telesforo. Nada había que hacer. Correr con ambos secretos hasta la casa cural resultó el primer intento. Se dispuso a recoger el paño y envolver en él a la tablilla pero se detuvo. Un presentimiento la alertó: no era conveniente hacer coincidir la figura de la Virgen con la de Telesforo. Hizo caso. Dejó el paño extendido sobre el camastro y la tablilla reposando en el almohadón. Salió de la casa enrumbándose hacia el despacho parroquial. |