La primavera fue
transcurriendo entre la euforia de la estación y la tranquilidad por
falta de acontecimientos. No parecía que algo pudiera venir a perturbar
esas siestas placenteras de las que disfrutaba el párroco. El alcalde
se aburría en el Ayuntamiento, a falta de documentos que firmar o
pleitos que sentenciar. Los campesinos realizaban sus labores con la
parsimonia natural. Las doncellas espiaban el donaire de los mozos, a
lomos de sus cabalgaduras, en las idas y venidas a la labranza.
Se olvidaron de aquella repentina afición a masticar hierbas
recién nacidas. El corazón latía al ritmo acostumbrado, sin otros
sustentos que lo azuzaran. Margarita, quien seguía aferrada a su decisión
de permanecer soltera para siempre, ayudaba al señor cura a adecentar
el templo sin mostrar síntomas de una beatería resignada. Al
contrario, aparecía risueña y acudía los domingos, por las tardes, a
la plaza para regocijarse en los pasos de jota de los bailarines.
Una tarde, ante el asombro de los presentes, Margarita ofreció
su mano a Telesforo para bailar al son del tamboril. El muchacho aceptó.
El baile causó sorpresa en la concurrencia.
Margarita bailaba con donaire, lo que no constituía un
descubrimiento: siempre se comentó acerca de su destreza para
improvisar pasos nuevos al ritmo del tamboril. Por ello, cuando la
ceremonia del baile oficial en los días de casamiento, muchas eran las
novias que invitaban a Margarita para que escenificara el baile de la
rosca en su honor. Jamás se negó. Decía que el honor era suyo.
Ciertamente, se sentía satisfecha por aquella elección que la distinguía.
Sí causó sorpresa la aceptación de Telesforo. También que no
bailara a ritmo de tonto sino con gracia inocente y singular. El señor
cura, presente en la plaza, pensó que aquella pareja era digna de ser
citada como ejemplo de baile honesto, sin asomo de lascivia, muy a tono
con la algarabía sagrada que debe proporcionar el baile correctamente
ejecutado.
Recordaba el párroco que la Biblia comentaba de bailes sagrados.
Concretamente el de David, quien danzó buen trecho delante del Arca de
la Alianza. La Biblia también citaba danzas no tan sagradas, entre las
que descollaba, por el desenlace final, la de Salomé. De ahí que la
Iglesia se opusiera al baile con tanto ahínco.
Sin embargo, ver danzar a Telesforo y Margarita no empujaba a la
imaginación hacia pajares sino hacia la puerta de la iglesia. Se le
ocurrió al párroco, una vez llegada la fiesta de la Virgen, y en un
momento preciso de la procesión, improvisar ante la imagen una jota
bailada por la pareja. Resultó una ocurrencia fugaz. Pensó que la
gente comenzaría a asociar lo de las apariciones con Margarita y
Telesforo, resucitando así lo que ya parecía sepultado.
Cierta mañana, mientras Margarita se afanaba soplando el polvo
que mancillaba los altares, el señor cura se acercó por la espalda, la
tocó en el hombro. La soltera reaccionó sin sobresalto:
- ¡Qué susto, señor cura!.
- Dentro de la casa de Dios no hay de qué temer.
- Si usted lo dice…
El sacerdote no anduvo con rodeos. Preguntó:
- ¿Es cierto que piensas permanecer soltera?.
- No hay otro camino que se cruce, señor cura.
- ¿Cómo que no lo hay?.
- ¡Después de lo acaecido, ningún varón se atreverá a oponerse a usted! -dijo el
alcalde, el domingo, una vez finalizada la misa mayor.
- No es a su sermón a lo que me refiero, sino al rumor sobre los
amores de Margarita y Telesforo.
- ¿Y quién le ha dicho a usted, señor alcalde, que esos
rumores partieron de mí?.
El alcalde sonrió con malicia. Al señor cura no le quedó otra
alternativa que agachar la mirada.
Pasó ante ellos Telesforo con su sonrisa de siempre,
aparentemente ajeno a los comentarios. Inclinó la cabeza con
reverencia, en señal de saludo, y acarició la flor de un geranio que
colgaba del tiesto guindado en una ventana. No era su manjar, ya que no
se trataba de una flor silvestre. Pero era una flor y el respeto hacia
ella era el mismo.
- Yo creo que las flores son el pan del cielo de Telesforo
-comentó el alcalde.
El señor cura deseaba obviar el tema. Le quemaba en la mente el
hecho de haber sido descubierto por la autoridad civil y aunque se
justificaba afirmando que lo del alcalde era suposición, no se
reconfortó.
Margarita, en la sacristía, había
ordenado los ornamentos litúrgicos como en otras oportunidades. Sin
embargo, notó algo
distinto. No sabía qué: si el amito mal desdoblado o el alba no
recogida simétricamente. En ese preciso momento, mientras él y el
alcalde observaban el paso lento de Telesforo adentrándose en la plaza,
Margarita estaría recogiendo todo lo utilizado para la ceremonia.
Limpiaría los cálices y enjuagaría las vinagreras, vertería dentro
de la botella el vino sobrante, colgaría la casulla de la percha y
doblaría el alba con verdadera unción para colocarla en el cajón
correspondiente. Y colocaría sobre el altar mayor un paño blanco,
cubriéndolo de extremo a extremo, para proteger el mantel verdadero del
polvo irremediable y de las cagadas de los murciélagos. Igualmente
chequearía la mecha y el aceite de la lamparilla del Santísimo y haría
cincuenta genuflexiones, tantas cuantas veces pasara ante el sagrario.
Cuidaría de dejar a un lado el reclinatorio que antes, situado por el
monaguillo en el centro, había servido para que el señor cura rezara
la oración de despedida. Luego, una vez todo en orden, se arrodillaría
ante el Sagrario y rumiaría su propia oración. Finalmente, tomaría
las llaves y trancaría las puertas.
- Las llaves, señor cura.
Así de sencillo el ritual.
El alcalde se inclinó levemente ante la presencia de Margarita,
siguiendola luego con la mirada y comentando, una vez que la distancia
se lo permitió:
- ¡Qué cosas, verdad señor cura!.
- Pues sí. ¡Qué cosas!.
Nada más que añadir, a pesar de que ambos aguardaban un
comentario.
- A veces la vida es injusta -soltó el alcalde.
Podía referirse a cualquier injusticia, mas no había otra más
patente que la de aquella soltera que había renunciado a todo lo que la
vida aún estaba dispuesta a ofrecerle y que, a cambio, se entretenía
con las cosas de la iglesia.
- Debería prohibirle eso.
- ¿Qué? -se estremeció el sacerdote.
- Hacer lo que hace.
- Lo que hace no es malo.
- Yo creo que peor de lo que parece.
El señor cura comprendió la intención. Explicó al alcalde que
las cosas de la iglesia no deben ser vedadas a nadie y que si ella
siente consuelo y satisfacción en aquel quehacer voluntario, ¿en razón
de qué negárselo?. Lo explicaba sin convencimiento, y no se enfadó
cuando el alcalde le dijo:
- Me temo que la fe no es lavar ornamentos.
Por supuesto, no lo era.
Telesforo, de vuelta de la plaza, les cortó la conversación.
Venía mirando hacia el cielo, el cual aparecía radiante, sin nubes. Un
color azuloso desvaído, sin otros tonos, cubría el techo del
firmamento. El sol quedaba justamente en el centro. Telesforo no hacía
visera con las manos para mirarlo de frente. Al llegar junto al señor
cura y el alcalde, sin apartar la mirada de la altura, murmuró:
- Algún día será todo negro.
Y continuó camino sin entorpecer el paso.
¿Cómo podía caminar así, sin trastabillar?. Era una pregunta
que atormentaba la lógica del alcalde. En cualquier otra circunstancia
hubiese reído la ocurrencia. En este momento la salida de Telesforo le
pareció de mal agüero.
El día que todo se vea negro Telesforo habrá cerrado los ojos,
pensó el señor cura: es una premonición de su muerte, comentó el
alcalde; o de la muerte de Zarzales, presumió éste con tono de
angustia evidente.
- A lo mejor se trata de una venganza -aventuró la autoridad
civil.
No era factible. Telesforo no poseía espíritu inclinado al mal.
Jamás torció su sonrisa ante un comentario malsano. Margarita, en
cambio, si podía estar en medio de todo esto. El bulo echado a rodar
era la causa del descontento. Alguien, a quien se le haya aparecido la
Madre de Dios, no puede jugar a asustar a la gente. Las muchachas de
Zarzales tendrán que ponerse a bien con Margarita. Quizá la solución
resida en no permitir a Telesforo continuar alimentándose de flores.
Cualquier pensamiento podía oscilar entre lo real y lo ridículo.
- Tiene que hacer algo –aseguró.
La primavera fue transcurriendo entre la euforia de la estación
y la tranquilidad por falta de acontecimientos. No parecía que algo
pudiera venir a perturbar esas siestas placenteras de las que disfrutaba
el párroco. El alcalde se aburría en el Ayuntamiento, a falta de
documentos que firmar o pleitos que sentenciar. Los campesinos
realizaban sus labores con la parsimonia natural. Las doncellas espiaban
el donaire de los mozos, a lomos de sus cabalgaduras, en las idas y
venidas a la labranza.
Se olvidaron de aquella repentina afición a masticar hierbas
recién nacidas. El corazón latía al ritmo acostumbrado, sin otros
sustentos que lo azuzaran. Margarita, quien seguía aferrada a su decisión
de permanecer soltera para siempre, ayudaba al señor cura a adecentar
el tiempo sin mostrar síntomas de una beatería resignada. Al
contrario, aparecía risueña y acudía los domingos, por las tardes, a
la plaza para regocijarse en los pasos de jota de los bailarines.
Una tarde, ante el asombro de los presentes, Margarita ofreció
su mano a Telesforo para bailar al son del tamboril. El muchacho aceptó.
El baile causó sorpresa en la concurrencia.
Margarita bailaba con donaire, lo que no constituía un
descubrimiento: siempre se comentó acerca de su destreza para
improvisar pasos nuevos al ritmo del tamboril. Por ello, cuando la
ceremonia del baile oficial en los días de casamiento, muchas eran las
novias que invitaban a Margarita para que escenificara el baile de la
rosca en su honor. Jamás se negó. Decía que el honor era suyo.
Ciertamente, se sentía satisfecha por aquella elección que la distinguía.
Sí causó sorpresa la aceptación de Telesforo. También que no
bailara a ritmo de tonto sino con gracia inocente y singular. El señor
cura, presente en la plaza, pensó que aquella pareja era digna de ser
citada como ejemplo de baile honesto, sin asomo de lascivia, muy a tono
con la algarabía sagrada que debe proporcionar el baile correctamente
ejecutado.
Recordaba el párroco que la Biblia comentaba de bailes sagrados.
Concretamente el de David, quien danzó buen trecho delante del Arca de
la Alianza. La Biblia también citaba danzas no tan sagradas, entre las
que descollaba, por el desenlace final, la de Salomé. De ahí que la
Iglesia se opusiera al baile con tanto ahínco.
Sin embargo, ver danzar a Telesforo y Margarita no empujaba a la
imaginación hacia pajares sino hacia la puerta de la iglesia. Se le
ocurrió al párroco, una vez llegada la fiesta de la Virgen, y en un
momento preciso de la procesión, improvisar ante la imagen una jota
bailada por la pareja. Resultó una ocurrencia fugaz. Pensó que la
gente comenzaría a asociar lo de las apariciones con Margarita y
Telesforo, resucitando así lo que ya parecía sepultado.
Cierta mañana, mientras Margarita se afanaba soplando el polvo
que mancillaba los altares, el señor cura se acercó por la espalda, la
tocó en el hombro. La soltera reaccionó sin sobresalto:
- ¡Qué susto, señor cura!.
- Dentro de la casa de Dios no hay de qué temer.
- Si usted lo dice…
El sacerdote no anduvo con rodeos. Preguntó:
- ¿Es cierto que piensas permanecer soltera?.
- No hay otro camino que se cruce, señor cura.
- ¿Cómo que no lo hay?.
Después de lo acaecido, ningún varón se atreverá a robarle
esas noches en las que no tenía con quien conversar: el vino que
compraba en el Bar Facundo le duraba menos de lo previsto. Cierto
día le había regañado, al ir en busca de la botella guardada en la
alacena porque la consiguió vacía: Yo no lo bebí, contestó la
muchacha con energía. El sacerdote replicó: ¡Sólo faltaba eso!. ¡Además
de celestina… borracha!. Ella, para vengarse, corrió al Bar facundo
con tres botellas: Son las tres para mi tío, dijo, con la intención de
que todos los presentes la oyeran. La reacción no se hizo esperar.
Alguien que ella en aquel momento no pudo identificar, comentó: Esto se
pone bueno; cuando los curas comienzan bebiendo terminan jodiendo.
La ocurrencia fue coreada. La muchacha, cuadrándose junto al
mostrador, paseó la mirada por cada uno de los presentes, borrachos o
no, desafiando: ¡Quien tenga algo que decir contra mi tío que me lo
grite a la cara. Por supuesto, nadie osó desafiar aquella mirada
encendida. En un arrebato de masculinidad, y después de haber pagado a
Facundo, tomó dos de las botellas y las arrojó al suelo: Había
pensado invitarlos, pero no lo merecen. Y salió del Bar con una sola
botella.
Nunca supo cómo llegó a oídos del señor cura el incidente. Lo
cierto es que, por la noche, cuando ella estaba ya acostada, el párroco
entreabrió la puerta de la alcoba y musitó: Gracias. La muchacha no
preguntó por qué: lo sabía.
El incidente no contribuyó a que se restablecieran las
relaciones al nivel a como lo eran antes del percance de la reunión en
la Fuente Vieja. Ella se centraba en las labores de la casa sin muestras
de desagrado, mas la conversación con su tío continuaba desmejorada.
El sacerdote no lo apreciaba tanto durante el día, si en cambio durante
las primeras horas de la noche, previas al descanso.
Durante el día se afanaba, con la ayuda de Margarita,
adecentando el templo. Nunca lució con tanta limpieza. Los candelabros
de plata, que únicamente eran utilizados en las solemnidades, y
relegados la mayor parte del año al olvido de la cilla, fueron pulidos
con esmero. Daba gusto verlos tan relucientes. El párroco comentó: Dan
ganas de colocarlos sobre el altar para que la gente los admire. No lo
hizo. Prefería respetar las normas de la tradición.
La sacristía parecía otra. El párroco tenía la manía de
amontonar albas, casullas y amitos, al igual que los manteles de los
altares, palos de los cálices y el resto de los implementos litúrgicos,
en los cajones. Para que los ratones no se cebaran en ellos, y para que
la polilla no los desmoronara, había esparcido tal cantidad de bolitas
de naftalina que cada vez que necesitaba usarlos tenía que sacarlos
para orearlos con una semana de antelación. Así y todo el olor no se
desprendía.
Primero se dedicó a lavar todo lo lavable con la técnica que
ella prefería: tender la ropa al sol, sobre el verdor de los prados,
esparciéndole agua cada vez que se secaba, antes de la segunda lavada.
El procedimiento tuvo que utilizarlos en días consecutivos; la ropa, a
fuerza de guardada, había adquirido tintes amarillentos.
Lo consiguió. Albas y amitos, paños y manteles lucían
inmaculados. Después de plancharlos, y una vez limpiados los cajones y
gavetas, cubrió el fondo con retazos de sábanas ya en desuso y ordenó
todo convenientemente. No prescindió de la naftalina, aunque redujo
considerablemente la dosis, prometiéndole al señor cura que ella
personalmente abriría cada día los cajones para que la ropa tomara
oxigenación: La ropa se apolilla por falta de respiro. El sacerdote
aceptó.
Este arduo trabajo inventado por Margarita servía al párroco
como distracción terapéutica. También como truco para iniciar otro
tema de conversación con la soltera.
Sólo uno parecía prohibido para ambos: el de las apariciones.
Jamás se insinuó algo que tuviera relación con el fenómeno, ni
siquiera cuando Margarita, con cierto temor, se atrevió a rogarle que
le permitiera lavar los faldones de la Virgen, los de aquella imagen que
reposaba en un altar apartado, dentro de la sacristía, y que servía
para la procesión de las distintas festividades marianas. El único
requisito era cambiarle las vestiduras: negras, con ocasión del Viernes
Santo; blancas y azules cuando la Inmaculada; blancas con bordados de
oro para la Asunción. Y así. La Virgen se convertía en ésta o
aquella según el atuendo. El rostro permanecía inalterable, tanto para
conmemorar su ascensión al cielo como para sufrir el dolor de la muerte
del Hijo. Parecerá extraño pero la vestimenta lograba la mirada de la
imagen con destellos de dolor o de contento, según la festividad.
Este quehacer distraía los días del señor cura.. Pero una vez
que se encerraba en casa, después del toque del Angelus, esperando la
hora del sueño, el tiempo se tornaba interminable.
Tampoco poseía demasiados libros. El Quijote lo había releído
tantas veces como La Biblia, y aunque ambos son para ser releídos
llegaba un momento en el que el espíritu añoraba otras curiosidades
literarias.
El Breviario no constituía una lectura sino
el rezo obligatorio. Se apuraba a cumplir la legalidad con esmero
para que la conciencia lo dejara en paz. Luego no había otra cosa que
hacer. Debido a la tensión que sostenía con la sobrina, los juegos de
cartas habían desaparecido y, aunque intentaba distraerse haciendo
solitarios, el juego no le satisfacía: no tenía con quien apostar ni a
quien vencer.
Por estos días se dio cuenta del valor de la derrota, aunque sólo
fuera como un premio a la distracción. Ser derrotado hoy por la sobrina
llevaba implícita la alegría de poder ganar mañana. Ese estado de
tensión entre el triunfo y la derrota era para él tan placentero como
el juego en sí.
Si continuaba colocando las cartas sobre la mesa en su solitario
juego era más como una invitación a la muchacha para que lo secundara
que como una distracción en sí. Ella, aunque se había percatado del
truco, no accedió, a pesar de que ganas no le faltaban. También sufría
el mismo quebranto de las horas vacías. Había que dejar constancia,
con su negativa al juego, de la injusticia cometida con ella al no
permitirle, aquella noche, dormir en la casa parroquial.
A medida que los días transcurrían los ánimos amainaban. Únicamente
faltaba un indicativo, una excusa, una sugerencia para que las partidas
nocturnas entre ambos se reanudaran. Los dos eran conscientes de tal
necesidad. Presentían, por lo mismo, que el hielo estaba próximo a
derretirse.
En efecto, se derritió. El señor cura respiró profundamente
pensando que ceder es también una virtud, lo cual podía sumarle puntos
para la vida eterna. Invitó a la sobrina a jugar. La muchacha no se negó.
Se sentaron ante la mesa. El párroco comentó:
- La última partida la di yo.
Era una forma de recordar que el tiempo no había transcurrido, o
que las aguas se habían amansado, o que el olvido es el mejor remedio
cuando el recuerdo trata de obstaculizar la felicidad.
La muchacha, antes de barajar, retiró de la mesa la botella, sin
comentario. El tío dibujó resignación. Ella repartió las cartas.
Iniciaron la partida.
Aquella noche el señor cura tenía la mente en otra cosa. No era
solamente perder, era no hilar jugada. La sobrina, simulando malhumor,
dijo:
- ¡Así no apetece jugar!.
- Es la falta de costumbre -se excusó el sacerdote.
- Es falta de concentración -precisó la sobrina.
- Puede ser -condescendió él, llevándose las manos a las
sienes, apretándolas, como para poner en orden la imaginación.
- Si no quiere, no jugamos -propuso la muchacha.
- Y si no jugamos…, ¿qué hacemos?.
- Platicamos.
Recogió las cartas sin aguardar respuesta.
No resultaba fácil hablar por hablar. En la mente de ambos
revoloteaba, en zigzags confusos, un revoltijo de ideas. Sobre todas
ellas, una acudía y se alejaba con asombrosa rapidez. Se trataba de una
idea-imagen, de un amontonamiento de acontecimientos, de un griterío de
sensaciones: eran Margarita y Telesforo.
- ¿Es normal que la gente se alimente de flores? -rompió el
silencio la muchacha.
- En la vida lo único normal es vivir -pontificó el sacerdote.
La respuesta no dejó satisfecha a la incertidumbre de la
sobrina. Vivir, en efecto, era lo único normal, pero se complicaba
tanto la existencia que lo más normal se trocaba en absurdo y lo simple
en paradójico. Si así era, como aseguraba su tío, la normalidad se
personificaba en Telesforo. Alimentarse o no de flores podría ser
accidental; lo esencial consistía en alimentarse, y no por el hecho de
engullir manjares de cualquier tipo sino por el vital principio de la
sobrevivencia.
Esto podría atribuirse a cualquiera de las actividades humanas:
la felicidad, que era el horizonte a perseguir, podría conseguirse únicamente
siguiendo los patrones que ésta delineara, no los impedimentos que el
hecho de vivir imponía. Aquella reunión de solteras, ¿no había sido
un intento hacia la conquista de la felicidad?. ¿Por qué, entonces,
extraños a ella habían cabando zanjas en el camino?.
- Sólo los tontos son felices, tío.
El sacerdote juzgó la aseveración como una clara referencia a
Telesforo.
- No creas, hija.
- ¿Y por qué no?.
- Porque para ser felices hay que saber que se es.
- ¿Y Telesforo no lo sabe?.
- Lo dudo. Si lo supiera no se alimentaría de esa forma.
Luego, el señor cura se explayó. Era el momento de dejar
constancia ante la muchacha de la verdadera razón de ser:
- Todo en la vida está unido: el dolor y la alegría, el triunfo
y el fracaso, el amor y el odio, la envidia y la magnanimidad. Todo se
da la mano porque nadie puede transitar este valle de lágrimas bajo la
oscuridad de una sola pisada. Telesforo vive su vida, lo que no quiere
decir que viva la vida. Es una excepción en el gran torbellino del
mundo. Trae como consecuencia que su aparente felicidad puede entorpecer
la felicidad de los demás. Ahí tienes el ejemplo. Tú misma lo has
sufrido. Ustedes, las doncellas, han querido mezclar en sus vidas la de
Telesforo y el resultado ha sido una decepción general, el
dislocamiento emotivo de Margarita.
La sobrina lo cortó. Había algo, al llegar a este punto, que no
cuadraba: el aparente dislocamiento sentimental de Margarita,
diagnosticado ahora por su tío, había traído implícita la felicidad
de la soltera.
Jamás se había visto a Margarita con un espíritu tan
rejuvenecido. Si era cierto que Telesforo no mudaba su faz, aconteciese
lo que aconteciese, más cierto era que Margarita sí, y nadie podría
negar el cambio en ella acaecido.
Parecía que la razón le había entrado con más ímpetu. ¿No
había dejado a un lado aquella fantasía de la aparición, aquel
manantial inexistente y aquellas azucenas, sólo reales en su imaginación?.
La sobrina del señor cura no se refería al hecho de que la
soltera se hubiese dedicado con tanto ahínco a recuperar las cosas de
la iglesia, a adecentar la sacristía a blanquear las albas, amitos y
manteles, el argumento descansaba en ese otro porte de felicidad que
exhibía, junto con Telesforo, en el baile de la jota. No se trataba del
baile por el baile, ni la gracia desplegada en el movimiento de pies y
cintura. Tales cualidades parecían innatas en ella, no consecuencia de
los últimos acontecimientos. Se trataba de la felicidad que emanaba del
semblante.
Bailaba como si practicara un rito sagrado, como si el halo de la
divinidad la poseyera. Y se lo hizo notar a su tío.
El sacerdote asintió, aunque puso objeciones al lenguaje
empleado por su sobrina. Aceptar el parecer descrito era revolver
nuevamente la olla de la aparición. Había que alejar, en las
referencias a Margarita, todo lo que pudiera asociarse con la visión
anunciada. Y, sin tapujos, se lo hizo notar:
- Eso son pareceres tuyos. Lo que ocurre es que Margarita ha
visto en Telesforo aquello que ninguna mujer se ha atrevido a mirar.
- No entiendo, tío.
- Que Margarita, con sus treinta y dos años sufridos, ha caído
en la posibilidad del encuentro con el hombre.
A la muchacha se le escapó un gesto que denotaba, más que
asombro, incredulidad. El sacerdote para no dejarla en aquella turbación,
se apresuró a aclarar:
- Y no me disgusta eso. ¿No hablábamos de la felicidad?. ¡Pues
ellos tienen derecho a disfrutarla!. Claro, dentro del orden normal,
como cualquier cristiano.
Ya estaba dicho. De ahora en adelante el supuesto podría
convertirse en realidad. Sólo faltaba que la sospecha rodara por las
calles. Los comentarios irían consiguiendo lo que no había conseguido
el orden natural de los acontecimientos.
No tardaron en enterarse de semejante suposición los afectados.
Telesforo se abstuvo de comentar. Tampoco alteró su sonrisa, por lo que
muchos creyeron que alguna verdad habría en el supuesto. Además, el
argumento se fortaleció con el anexo de que por algo a ambos se le había
aparecido la Madre de Dios.
Esto no gustó al señor cura. Ante los monaguillos explayó su
parecer para que los muchachos lo divulgaran con celeridad:
- El señor cura dice que a nadie que se le haya aparecido la
Virgen ha podido tener amores.
Lo cual parecía cierto. Ahí estaba la constancia de los
videntes de Fátima. La única alternativa que le quedaba a una mujer,
luego de una aparición, era la del convento. La única apta para un varón,
el sacerdocio. ¿Se le ha aparecido alguna vez la Virgen a casados?. ¿Han
logrado casarse alguna vez los videntes?. Estos interrogantes produjeron
un tremendo malestar entre solteros y solteras de Zarzales.
Las muchachas temían transitar solas por el campo, por temor a
que desde cualquier copa de encina se descolgara la imagen de la Madre
de Dios. Aquel supuesto, más que una bendición, se había convertido
en una posible y temible maldición.
Las solteras, al tenderse sobre la cama para conciliar el sueño,
renunciaron a santiguarse y a rezar las preces de rigor. El pensamiento
colectivo era: no es aconsejable ser bueno. Cualquier síntoma de bondad
podría atraer la mirada de la Virgen, con las subsiguientes
consecuencias.
Dimes y diretes corrieron entre solteros y solteras. Los
muchachos, con cierta gracia, comentaron: Nosotros ya somos malos, ahora
tienen que seguirnos las hembras. La intención fue captada, aunque a
algunas no les pareció graciosa la salida. Otras, luego de la sonrisa
inminente, comentaron: ¡Pues no crean que no tienen razón!.
- ¡Vaya la que ha armado usted! -dijo el alcalde, el domingo,
una vez finalizada la misa mayor.
- No es a su sermón a lo que me refiero, sino al rumor sobre los
amores de Margarita y Telesforo.
- ¿Y quién le ha dicho a usted, señor alcalde, que esos
rumores partieron de mí?.
El alcalde sonrió con malicia. Al señor cura no le quedó otra
alternativa que agachar la mirada.
Pasó ante ellos Telesforo con su sonrisa de siempre,
aparentemente ajeno a los comentarios. Inclinó la cabeza con
reverencia, en señal de saludo, y acarició la flor de un geranio que
colgaba del tiesto guindado en una ventana. No era su manjar, ya que no
se trataba de una flor silvestre. Pero era una flor y el respeto hacia
ella era el mismo.
- Yo creo que las flores son el pan del cielo de Telesforo
-comentó el alcalde.
El señor cura deseaba obviar el tema. Le quemaba en la mente el
hecho de haber sido descubierto por la autoridad civil y aunque se
justificaba afirmando que lo del alcalde era suposición, no se
reconfortó.
El alcalde le respondía torciendo la mirada, dejando escapar una
impotencia absoluta. Luego se excusaba:
- Estas no son cosas de la autoridad civil sino de la eclesiástica.
A pesar de la negra premonición de Telesforo, que se cuidaron de
divulgar tanto el alcalde como el párroco, nada anormal aconteció en
Zarzales. Ante el asombro de los presentes, ese domingo, y durante las
horas que más concurrida estaba la plaza, Margarita volvió a tomar la
mano de Telesforo para danzar una jota. Llegó el alboroto. Al principio
jóvenes y viejos se extrañaron debido a los comentarios divulgados;
luego terminaron dando palmas y coreando. Telesforo, al finalizar los últimos
pasos, escenificó tres reverencias. Arreciaron los vítores. El no
modificó su sonrisa. Igual le daba un desplante que un agasajo. La
vida, para él, aparecía siempre del mismo tenor, y en el horizonte,
por más que el señor cura y el alcalde se empeñaran escudriñando
signos de tormenta, no aparecían síntomas de cambio.
Telesforo, una vez finalizada su actuación, se apoyó, como
siempre, contra la pared de la iglesia, entreteniéndose en el brinco de
los bailarines. La sobrina del señor cura se acercó a donde él,
solicitándole la acompañara al centro de la plaza. Se excusó:
- Sólo sé bailar con Margarita. Lo dijo bajando la mirada, solicitando perdón, por lo que la sobrina del señor cura no lo tomó como desplante.
Tampoco Margarita captó la invitación de un mozo. La excusa
resultó idéntica:
- Únicamente se me saltan las piernas bailando con Telesforo. Esta doble negativa contribuyó a aumentar los rumores: Algo se traen entre manos. Sin embargo, nadie podía atestiguar haber detectado a Margarita y Telesforo en conversación privada. Únicamente los vieron juntos durante el momento del baile. Ni siquiera entonces se dirigieron la palabra. Eso sí, daba la impresión de que la sonrisa de Telesforo, cuando se afincaba en los ojos de Margarita, lucía de otro tenor. También la de la soltera. Podía sospecharse, entonces, que la comunicación se efectuaba a través de la mirada y no por medio del verbo: Los enamorados se entienden mejor con los ojos, decían los comentarios. No había modo de echar el rumor atrás: Si no fuera cierto, no se hubiesen aventurado a bailar de nuevo a la vista de todos. Un argumento lógico. El señor alcalde ya no disponía de razones para tildar al señor cura de inventor de rumores. |