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Zarzales estaba anegado en por agua embadurnada. Juan Manuel Ponce, el
Cabo y don Toribio Albornoz y de la Finca permanecían atentos en el balcón del
Ayuntamiento. Como aquella tormenta no se les antojaba natural, esperaban el
milagro en cualquier instante. Don Toribio lo pensó, aunque no lo hizo público:
“Si los milagros vienen siempre del cielo, de allí viene esta agua, así que
por este camino mojado llegará el portento”. Mas el único portento eran los
regatos de fango, tablas, botes, moñigas que se arrastraban por las calles.
-
Si esto sigue así, nos inundamos –se aventuró
a profetizar el Cabo.
-
Otras tormentas mayores hubieron y nunca ha pasado
nada –aclaró el Alcalde.
-
Las otras eran naturales –insistió el Cabo.
-
¿Y esta no? –dijo Ponce.
Nadie contestó. Aunque llovía, no se alcanzaba a ver el más mínimo
agujero de esperanza entre las nubes. Ni éstas se veían.
-
Es que las nubes son la lluvia –aclaró el
Alcalde-. Ahora las tenemos entre nosotros.
-
¡Rediez! –protestó Ponce-. No dejemos que las
nubes se apoderen del pueblo.
-
¿Y qué hacemos? –intervino el Cabo-. ¿Disparamos
contra ellas?.
-
Puede resultar –dijo Ponce.
-
Pues prueba
–ordenó el Cabo. Y le entregó su pistola reglamentaria.
Juan Manuel Ponce dijo que él no era hombre de gatillo corto, que lo
suyo eran las escopetas, y que ni siquiera cuando la guerra, con fusil en
bandolera, pudo acertar a un solo enemigo.
-
¿Será porque no querías matarlos? –comentó
el Cabo.
-
¡Qué insinúa usted! –se quejó Ponce. El
Cabo, sin contestarle, bajó la mirada. La de Ponce, en aquel momento, era tan
penetrante como los perdigones que escupía su escopeta de dos cañones.
El alcalde intervino:
-
Déjense de esas políticas ahora, que no está el
tiempo para discusiones inútiles.
-
¡Es que este Cabo la tiene cogida conmigo, don
Toribio!.
-
¡Que no, hombre, que no!. Que es que a ti no se
te puede chistar...
Aquel trueno había conmocionado a Zarzales. El relámpago que lo
antecedió dejó electrizado por unos segundos el pináculo de la torre. El nido
de la cigüeña comenzó a arder. De todas las casas se escapó un grito. Las
mujeres hincaron las rodillas, se persignaron tres veces consecutivas, rezaron
con desesperación a Santa Bárbara bendita y los hombres, para contrarrestar,
lanzaron sus respectivas blasfemias. Zarzales, por unos minutos, se convirtió
en cielo e infierno a la vez, en
Dios y demonio luchando.
Don Toribio, Juan Manuel Ponce y el Cabo observaron cómo se abría la
puerta de la casa parroquial, cómo el cura se adentraba en la calle, cómo, sonámbulo,
leía un papel a voz en grito, y cómo ni el papel ni los gritos ni la propia
sotana se mojaban. Don Laureano avanzaba derechito hacia el centro de la plaza.
El agua que corría furiosa se apartaba a sus pasos, dejándole libre el camino.
El Alcalde dijo:
-
Lo que tenga que suceder, que suceda cuanto antes.
¡Esto ya no lo aguanto!.
Se precipitó hacia la plaza. Pero no pudo traspasar el límite de la
puerta de salida del Ayuntamiento. Aseguró que se trataba de una muralla
invisible, aunque real, lo que se lo impedía. Una muralla no de piedra, de algo
peor, que le impedía alargar los pasos. Dijo que como un huracán sin sonido se
oponía a que él se adentrara en la plaza. Juró que había visto cómo en
todas las ventanas que daban a la plaza, y en todas las puertas de las casas,
podía percibirse esa misma muralla que no era muralla. Y no dijo, pero pensó:
“Debe ser el ángel de la guarda”.
Oía los gritos de don Laureano pero no percibía la nitidez de las
palabras que los acompañaban. Quiso alertar al señor cura, mas las palabras se
le petrificaban en la garganta. Intentó hacerlo señas, quieto en el centro de
la plaza como un poste y se sintió sin fuerzas para agitar los brazos. Juan
Manuel Ponce y el Cabo, atentos desde el balcón, no pudieron asegurar con
exactitud cuánto tiempo duró la escena. El Alcalde sostuvo que fue sólo
cuestión de segundos, como un abrir y cerrar de ojos, mientras que el Cabo y
Ponce insistían que había sido una eternidad y que, aunque el reloj de la
torre se hubiese atascado no quería decir que el tiempo no hubiese
transcurrido.
-
Es que el tiempo se detuvo, señor Alcalde.
-
¿Pero qué tonterías se te ocurren, Cabo?.
-
Le digo que sí. Fíjese cómo las paredes ya no
parecen tan negras.
-
Para que estas paredes se tornen blancas
–profetizó el Alcalde, -tiene que llegar la eternidad.
-
Ni con eso –dudó Ponce.
-
Pues yo digo que en Zarzales se ha detenido el
tiempo.
-
Yo lo que digo –afirmó Ponce- es que si el
tiempo no se ha detenido, algo se detuvo.
Pero nada se había detenido. Luego del trueno, la lluvia arreció, los
regatos se desbordaron, las paredes pintadas de negro se lavaron y ahora, tras
la calma que venía, aparecían de un negro brillante.
El prodigio se centraba en la plaza. Quien se había detenido de verdad
eran don Laureano, de tal forma que cuando fueron a espabilarlo dió un
resoplido y dijo:
-
¿En qué infierno estamos?.
-
En Zarzales, don Laureano, en Zarzales –contestó
el Alcalde. Y no lo dijo pensando en que Zarzales realmente fuera un infierno
sino con la única intención de volver en sí al párroco.
También Juan Manuel Ponce intentó colaborar. Dijo:
-
Señor cura, el nido de la cigüeña de la torre
se lo llevó un rayo.
-
¡Rayos! –blasfemó don Laureano.
Miró hacia la torre. En el pináculo, donde se asentaba el nido apoyándose
en la cruz que era también veleta, todavía salía humo. La lluvia no había
logrado apagarlo.
-
¿Se estará quemando la cruz? –se estremeció
el cura.
-
La cruz es de hierro –lo tranquilizó el Cabo.
-
Y las almas son espíritu, y también se queman
–respondió don Laureano, haciendo ver al Cabo la incongruencia de su
argumento.
El cabo no se dio por satisfecho. Argumentó:
-
Pero no es lo mismo.
El sol, repentinamente, brilló sobre Zarzales. En segundos los regatos
volvieron a su cauce y las calles aparecieron secas, como correspondía al
tiempo. Don Laureano se percató de que tenía todavía en las manos el papel de
la oración de Toliña y, azarosamente, lo escondió en el bolsillo de la
sotana. Nadie prestó atención, salvo Juan Manuel Ponce.
Quiso comentarlo por la noche, en el Bar Facundo, pero prefirió pedir
audiencia al Alcalde, para narrarle sus sospechas:
-
...y le digo, señor Alcalde, con todos los
respetos que usted sabe que yo tengo por la Iglesia, que el quid de la cuestión
está en ese papel.
-
Tonterías, Ponce.
-
Probemos.
-
¿Y qué vamos a hacer?.
-
Preguntarle a don Laureano que qué es eso, y que
nos lo muestre.
-
No podemos presionar a la Iglesia, Ponce.
-
No es con la Iglesia con quien vamos a meternos,
señor Alcalde, es con don Laureano.
-
¿Y qué más tiene?.
-
Pues no es lo mismo. Vamos, digo.
-
Para el caso como si lo fuera.
-
Vamos a hacer una cosa –sugirió Juan Manuel
Ponce-. Usted y yo solos, ¿eh?. ¡Nada de guardias!. Hay que distinguir entre
apresar a un ciudadano o presionarle ante la vista del uniforme, o ir en son de
paz.
-
¿Qué sugieres?.
-
Nos llegamos hasta la casa cural y le decimos que,
o nos enseña el papel o todo el pueblo se enterará de que el prodigio ocurrido
en el centro de la plaza es un oscuro truco de magia.
-
¡Ponce!.
-
Lo dicho. ¡Esta mierda tiene que acabar de una
vez!.
Don Toribio Albornoz y de la Finca le rogó que le concediera la noche
para sopesarlo: “Son decisiones delicadas, y hay que tener tiento!. Ponce no
estaba muy de acuerdo con esperar una noche más “porque aquí, como usted
ve, se están sucediendo las cosas demasiado aprisa”, pero ante la insistencia
del Alcalde, y ante la visualización que éste le hizo de las posibles
consecuencias posteriores, Juan Manuel cedió:
-
Está bien. Pero mañana, a primera hora, ahí
estoy en su casa para deshacer este entuerto.
El Alcalde no logró dormir. Combinó todas las suposiciones. Pensó
inclusive en la prensa. Pensó en el porvenir de Zarzales. Pensó en la venganza
de la Iglesia. En el Gobierno. En todo lo que había acaecido a partir del día
en que él, para deshacer el empate, decidió su voto por aquellos que opinaban
que el pueblo debía ser pintado.
Hubiese deseado echar la historia para atrás, para poder votar en contra
de lo que votó. Pero él tampoco era hombre de fáciles arrepentimientos. Así
que, en la semioscuridad de su dormitorio, alumbrado por la brillante luna, se
le escapó la voz: “A lo hecho, pecho, ¡qué coño!”.
Zarzales, aquella noche durmió apacible. Lo sucedido era como si no
hubiese ocurrido, y ni los niños preguntaron, antes de acostarse, por qué había
pasado lo que pasó. La luz del sol logró borrar el recuerdo del chubasco, el
trueno, el relámpago, el rayo sobre el nido la las cigüeñas y la estatua de
don Laureano en el centro de la plaza, en el centro del torrencial aguacero, sin
mojarse. Y la noche, tranquila como nunca, había terminado anulando hasta el
bochorno del tiempo. Nadie soñó en nuevos augurios. Ni siquiera Juan Manuel
Ponce.
Los gallos despertaron al alba. Los zarzaleños, por primera ven en
muchos días, iniciaron faenas de labranza. Ni siquiera el negro de las paredes
pintadas despertaron recuerdos anteriores. Nada había pasado y Zarzales
retornaba a lo de siempre. Le extrañó a Juan Manuel Ponce
al asomarse por la ventana de su alcoba, todavía no pintada de negro, y
percibió que la cara de la gente lucía el semblante feliz de otros tiempos,
que los muchachos, sin escuela, se despertaban corriendo, o agarraban ufanos el
cordel de la cabezada de los mulos camino del campo. Todo parecía volver a ser
como debía ser. Hasta que ocurrió lo que ocurrió.
El Alcalde, que se había despertado a los primeros sones del alba, y que
había iniciado un recorrido por las calles, desde el centro hasta las afueras,
llegó, temblando, a la casa de Ponce:
-
¡Lo que nos faltaba para el duro! –dijo.
-
¿Qué pasó?.
-
Ponte los pantalones y vente.
Caminaron hasta la ermita sin realizar comentario. Ponce se quedó de una
pieza. Justamente debajo de la ventana, en la pared lateral, estaba la pintada: EL
CURA ES EL CULPABLE.
-
¿Quién coños ha pintado eso? –interrogó Juan
Manuel Ponce.
-
No es lo malo lo que dice. Lo malo de verdad es
que lo han pintado con cal sobre la pared negra. ¡Y se ve!.
-
¡Redios! –dijo Ponce-. ¡Es verdad!.
Ambos acordaron que era inevitable acudir a donde el párroco. Antes de
plantearle lo que pensaban le rogaron los acompañara; tenían que mostrarle
algo de suma gravedad, algo en lo cual él estaba involucrado.
-
Antes de que el pueblo se entere.
Don Laureano no se negó. Con cara sonriente, dijo:
-
Vamos.
Durante el trayecto el cura se mostró jovial. Contó algún que otro
chiste. Ponce no tenía el ánimo para risas y las muecas de gracia que
intentaron dibujar los labios del
Alcalde para complacer al sacerdote salían como muecas de dolor de estómago.
No era excesiva la distancia. El Alcalde y Juan Manuel Ponce apuraban el
paso e instaban al párroco para que no retardara el tiempo. Tenía la manía de
detenerse cada vez que intentaba un chiste para poder escenificar mejor la
gracia. Ponce y el Alcalde se miraron de soslayo. Juan Manuel estuvo a punto de
colocarle frente al pecho la escopeta de dos cañones para demostrarle que aquel
paseo no era por fiesta sino por indignación.
-
A ver cómo respira cuando vea la pintada
–susurró el Alcalde al oído de Ponce.
-
Es capaz de inventar un chiste –atajó éste.
-
En este pueblo ya cualquier cosa puede pasar
–comentó don Toribio con deje de desolación, mientras don Laureano se reía
a solas de su propia ocurrencia.
Llegaron a la ermita.
La mañana lucía de una claridad pasmosa. La negrura de las paredes
parecía acorde con el temperamento del día y no se la notaba agorera sino
simplemente contrastante. Don Laureano pensó que era necesario restaurar la
ermita e iniciar de nuevo las procesiones que en un tiempo habían sido orgullo
de la comarca: “Como cambian los tiempos...”, pensó el párroco. “Hasta
la religión ya no es como era”. Se había detenido ante la fachada como
abobado, y murmuró, sin importarle que sus acompañantes lo oyeran:
- Cuando pasen estos días habrá que reorganizar el pasado.
Lo oyeron. El Alcalde atajó:
-
¿A qué se refiere, señor cura?.
-
Cosas mías.
Ponce no quedó satisfecho. Desafió:
-
En este pueblo ya no hay cosas de nadie: o nos
vamos al carajo todos o nos salvamos todos.
-
Eso no es verdad ni teológicamente hablando
–apostilló el sacerdote.
No lo entendieron. Ponce tocó el hombro de don Laureano para terminar de
una vez aquel paréntesis y le dijo:
-
No lo hemos traído hasta aquí para que se extasíe
ante la fachada.
-
Es una fachada bonita, aunque esté pintada de
negro –insistió el párroco.
-
Digo que eso carece ahora de importancia –volvió
a insistir Juan Manuel.
Y lo zarandeó para anularle aquella somnolencia de éxtasis ante la
fachada de la ermita.
-
Mire sobre la pared derecha.
Don Laureano no vio lo que antes habían contemplado el Alcalde y Juan
Manuel.
-
Ya sabía que estaba pintada de negro –contestó
don Laureano-. ¿Qué más?.
El Alcalde aventuró dos
vueltas completas alrededor de la ermita. Se acercaba y separaba de las paredes
como un sonámbulo, como alguien que busca desesperadamente algo que sabe que ha
dejado allí. No lo podía creer. ¿Quién había borrado la pintada?. ¿Qué
fuerza estaba jugando a convencerlos de que estaban locos?. Ni siquiera se
atrevió a cruzar la mirada con Juan Manuel Ponce, apuntando hacia cualquier
lugar con su escopeta de dos cañones, escudriñaba los sobresaltos dispuesto a
disparar.
El Alcalde se detuvo antes de iniciar la tercera vuelta. Susurró al oído
de Ponce:
-
¡Nada!.
-
¡Como lo descubra, lo mato!.
-
¿A quién vas a matar?.
-
A quien pinta y despinta.
Don Laureano lo observaba con una sonrisa congelada. Le vino a mente un
chiste, pero no se atrevió a lanzarlo, temiendo que Juan Manuel Ponce, sumido
en esa rabia por la que el señor cura aún no descifraba la razón, apretara el
gatillo y llenara las paredes de la ermita de perdigones. Sin embargo, se atrevió
a decir:
-
Las sombras se asustan ante el temor de la
escopeta.
-
¡No diga usted tonterías, señor cura!.
Ambos se acercaron hasta donde se encontraba don Laureano sin saber qué
decirle. El cura, comprendiendo la confusión de ellos, intentó ayudarlos:
-
Ya estamos aquí. ¿Y ahora?.
El Alcalde, empujando hacia el suelo el cañón de la escopeta de Ponce,
y sin que éste protestara, comentó:
-
Lo que antes había aquí, ya no está.
-
¡Por todos los demonios! –gritó Ponce-. O yo
estoy volviéndome loco o en este pueblo hay brujas.
Don Laureano, con sonrisa de satisfacción, aseguró:
-
Las hay.
-
¿Y donde están? –interrogó el Alcalde con voz
de mando.
-
Adivina adivinanza –dijo don Laureano con risa
que, sin ser carcajada, ofendía.
El sacerdote dio media vuelta y, dejándolos mudos, contemplando la pared
donde antes estaba lo que ahora no, enmendó el paso. Allí permanecieron sin
respuesta, pendientes de que en cualquier momento aparecieran otra vez las
palabras blancas sobre la pared negra, hasta que les despertó el sonido de las
campanas.
-
¡Y el carajo toca a misa! –protestó Ponce,
convencido de que ya cualquier cosa podía esperarse, como tirando la toalla.
Miró al Alcalde y comentó: -¿Sabe qué estoy pensando?. Dejar que pinten de
negro mi casa para ver qué ocurre.
-
No me mates la esperanza –se desconsoló el
Alcalde.
-
¿Se opone?.
-
Eso son cosas tuyas.
-
Pero, ¿qué opina?.
-
¿Quieres que te lo diga?.
-
Vamos, señor Alcalde, que no estamos para
esperas.
-
En el fondo siempre me alegré de que te negaras.
Es bueno que alguien se oponga a las decisiones de la autoridad. ¿Sabes?. Por
eso nunca di la orden de que procedieran a entintar tu casa. De haberlo querido,
se hubiese hecho. Incluso contra tu escopeta de dos cañones.
-
Yo hubiese disparado –afirmó Ponce para no
perder autoridad.
-
Puede. Pero luego hubieses caído tu.
-
¿Así que ahora no quiere que deje pintar mis
paredes?.
-
En eso no me meto. Son cosas tuyas.
Las campanas de la iglesia continuaron sonando. Dio tiempo a que el
Alcalde y Juan Manuel Ponce llegaran hasta la plaza. Luego cesaron de repicar.
Don Laureano los esperaba a la puerta del templo:
-
¿No entran?. Aunque no sea domingo, nunca es mala
una oración.
Lo dijo con la misma sonrisa con la que había dicho “adivina
adivinanza”. Juan Manuel Ponce, con idéntica rabia, afirmó:
-
En este pueblo no hay cristianos.
-
Puede que tengas razón –contestó el señor
cura-. Y se adentró en el templo.
Nadie sabe qué clase de misa ofició. Solamente el monaguillo, que lo
acompañó, comentó que había recitado una oración muy rara, que no la había
leído en el misal sino que se había sacado un papel de por debajo de la
casulla y que lo había recitado cinco veces seguidas.
-
¡Es el maldito papel! –aseguró Ponce.
-
Es el papel –confirmó el Alcalde.
Don Toribio Albornoz y de la Finca impartió órdenes para que,
aceleradamente, pintaran de negro las casas que faltaban, incluida la de Juan
Manuel Ponce. Los obreros dijeron que ellos no exponían el pellejo, pero Juan
Manuel, entregando la escopeta de dos cañones al Cabo, condescendió:
-
No hay problema. La mía también. Eso sí, quiero
que sea la última.
Mientras los obreros aceleraban el trabajo, Juan Manuel y el Alcalde se
fueron en busca de don Laureano. Antes de que tocaran la aldaba él mismo les
abrió:
-
Los estaba esperando –fue el saludo.
Ambos se miraron.
-
Adelante –los animó el sacerdote ya con una
sonrisa no provocativa.
Pasaron. Les llevó hasta el despacho y ordenó al ama de llaves que
trajera la botella de vino de consagrar.
-
Gracias, señor cura, pero no es hora de
beber –se excusó Ponce.
-
Es vino de misa, y nosotros lo bebemos a primera
hora, y en ayunas. Es un vino que santifica. Prueba y verás.
Bebieron los tres.
-
Si Facundo tuviera de este vino se hacía
millonario –comentó don Laureano.
Juan Manuel Ponce carraspeó.
-
Ya sé que no han venido a hablar de vino
–contestó el cura al carraspeo. Dejó a un lado la copa y empinó la botella.
El Alcalde miró a Juan Manuel Ponce. El cura continuó_ : No me voy a
emborrachar, tranquilos.
El Alcalde pensó: “¿Estaría borracho don Laureano el día de la
tormenta, cuando, desafiando al chaparrón, se abrió paso entre la cortina de
la lluvia hasta la mitad de la plaza?”. Sólo los borrachos y los locos hacen
cosa semejante”. Pero desechó la suposición. “Ni a los borrachos ni a los
locos les abre camino la lluvia”. Y don Toribio Albornoz y de la Finca volvió
nuevamente a preguntarse: “¡Entonces, quién?”. Puede que a los santos,
puede que a los demonios”. La voz del cura lo trajo de nuevo al presente:
-
Pues digan, que para algo habrán venido.
-
Para que nos explique lo que está pasando en
Zarzales –comenzó Ponce.
-
Lo que está pasando lo vemos todos –aclaró el
cura.
-
Pero no todos lo entendemos –confesó el
Alcalde.
-
Ah, y ustedes suponen que yo sí.
-
¿UY quién, si no? –interrogó Ponce.
-
Vamos a divagar entre todos –propuso don
Laureano.
-
No se trata de divagar, señor cura. Hay que
aclarar lo que haya que aclarar –se quejó el Alcalde.
-
Pues aclárelo usted, que es la autoridad
–desafió el sacerdote.
-
Lo que está ocurriendo no es normal. Si de normal
se tratara lo hubiésemos aclarado –se le escapó el malhumor al Alcalde.
-
A lo mejor el Cabo lo sabe –sugirió don
Laureano.
-
Es usted quien lo sabe –lo cortó Ponce-. Y a
eso venimos, a que lo aclare.
-
Ah, con que soy yo... ¡Vaya!. ¡Soy yo!.
Empinó de nuevo la botella. No fue muy prolongado el trago. Se limpió
los labios con la manga de la sotana, lo que pareció al Alcalde un signo de
irreverencia. “No es que el hábito haga al monje, pensó don Toribio, pero sí
lo protege”. Aquel gesto del señor cura más que desilusionarlo había
cortado en el Alcalde la parte del respeto que, por investidura, le profesaba.
Pensó igualmente que toda persona merece respeto hasta que se irrespeta ella
misma y aquel hacer de don Laureano, limpiándose la boca igual que lo hace un
borracho en el Bar Facundo, constituía, para el Alcalde y para Ponce, un
imperdonable irrespeto.
Don Laureano intentó leerle el pensamiento. La mirada de reproche del
Alcalde le estaba sugiriendo la desilusión hacia él. En vez de solicitar
disculpas para remediar el mal, alargó de nuevo la botella hasta los labios, a
la vez que dogmatizaba:
-
Este vino de consagrar es sangre de Cristo.
Y empinó de nuevo.
-
Lo hace por despecho –susurró Ponce al oído
del señor Alcalde.
-
No me gustan estos despechos –se quejó don
Toribio.
-
No nos metamos en asuntos de religión –trató
de amortiguar Juan Manuel Ponce-. El mejor que nadie sabe qué es pecado y qué
no. Si los curas no cometen el pecado de joder, cometen otros a su estatura. Así
que no nos metamos en eso –filosofeó.
-
Quizá tengas razón –condescendió el Alcalde.
El párroco esta vez no se limpió el morro con la manga de la sotana.
Había captado los susurros y dejó su rostro sin sonrisa. Dio unos pasos por la
estancia, con la botella en la mano, y terminó dejándola sobre un anaquel. Se
enfrentó a ambos:
-
Para aclarar misterios, nada mejor que empaparse
del misterio –dijo, apuntando con el dedo índice hacia el lugar donde
descansaba la botella. Y estalló: -¡Pues que se aclare el misterio!.
Lo recalcó con una voz que no parecía suya. Ponce se asustó. El
Alcalde, a juzgar por la expresión de los labios, por el volteo de los ojos,
por el color de las mejillas, también. Juan Manuel Ponce rogó:
-
¿Qué es lo que está pasando, señor cura?.
-
No se lo diré a ustedes. Tendrá que ser todo el
pueblo quien lo oiga. Y quien me juzgue.
-
Pues, dígaselo al pueblo.
-
Habrá que decírselo como se proclaman estas
cosas, con solemnidad.
-
Pues toque las campanas y reúna a todos en la
iglesia.
-
Solamente hay un pecado que la Iglesia no borra
–dijo don Laureano, y se llevó las manos a la cabeza. Temblaba. Juan Manuel
Ponce pensó que estaba sollozando, pero la voz del cura le reconfortó: -El frío
del chubasco me ha traído gripe. ¿Se nota en la voz, verdad?- Y en el temblor
de las manos. Miren cómo tiemblan mis manos.
Le temblaban. Se le hinchaban las venas. Se aupó nuevamente del asiento
y ensayó un vaivén por el despacho. Ponce no le quitaba la vista. El Alcalde
bajó la mirada. Don Laureano se dirigió a la estantería, donde conservaba los
libros del Registro de bautizos, matrimonios y defunciones, y los fue
acariciando uno a uno, a la vez que decía:
-
Aquí está enterrada la vida, la muerte y la fe.
Si estos libros hablaran, cuántas oraciones y cuántas blasfemias saldría de
sus hojas. Aquí está guardado todo el pueblo: el que fue y el de ahora. Esto
es Zarzales. Y lo que ha pasado, como lo que está pasando tiene que salir de
aquí.
Ponce no entendía. El Alcalde tampoco. Don Laureano volvió a la mesa
del despacho, se sentó aguantando su pesadez interior, como si todo el cuerpo y
toda el alma estuvieran cansados desde siglos. Señaló nuevamente hacia la
botella:
-
¿De verdad no quieren?.
No contestaron.
-
Don Toribio, ¡alcáncemela!.
El Alcalde no se inmutó.
-
¡Por favor! –insistió el párroco.
Juan Manuel Ponce torció el cuerpo para tomar la
botella pero el Alcalde lo detuvo con un leve movimiento de mano. Don Laureano
se llevó las suyas al rostro, ocultándolo. Con voz cansada, rogó otra vez:
-
¡Por favor, señor Alcalde!.
Ponce miró al Alcalde meneando levemente la cabeza, en signo afirmativo.
El Alcalde se encaminó hacia el anaquel y tomó la botella. La miró
detenidamente, intentando encontrar dentro algo que no fuera vino de consagrar.
-
¡Es vino! –murmuró don Laureano sin apartar
las manos del rostro.
El Alcalde se dirigió lentamente hasta el escritorio. Dejó sobre él la
botella, sin realizar comentario. Don Laureano la tomó sin atender a la mirada
expectante del Alcalde. Saboreó el trago. Luego llamó al ama de llaves. Le
ordenó que se llevara la botella, que sus amigos no eran bebedores y que él
estaba ya cansado de tanto vino de misa. Y dijo:
-
Quiero que mañana reúna usted, señor Alcalde, a
todo el pueblo. Que acudan todos, hasta los niños, no importa la edad que
tengan. Que vengan también los curiosos. Y los periodistas, si es que queda
alguno. Reúna a todos en la plaza a las doce en punto. En punto. La guardia que
venga de paisano. No quiero indicios de violencia. Díganles que el cura quiere
hablarles. Una vez que hable, allí se decidirá lo que haya que decidir.
Zarzales lo decidirá.
Se llevó las manos a la cabeza. Ahora sí estaba llorando.
-
Y márchense, se lo ruego. Mañana se aclarará el
misterio.
Juan Manuel Ponce y el Alcalde salieron.
-
Se ha vuelto loco –comentó Ponce.
-
Yo creo que no. Creo que se ha vuelto incrédulo
–precisó el Alcalde.
-
Puede –contestó Ponce.-