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Por la noche, en el Bar Facundo, las lenguas se soltaron. Algunos
apostrofaron al sacerdote como el causante de todo. Otros lo apoyaron.
Argumentaban que si sobre Zarzales no había sobrevenido males peores era
gracias a don Laureano.
-
Demostrado está. ¡Ese tío es un santo!.
-
¡No digas payasadas!. Sólo nos faltaba eso, ¡un
santo en Zarzales!.
-
Pues yo digo lo que digo. Y lo que digo es que
recuerden cuando curó a la mujer aquella, y cuando desafió a la tormenta.
-
Oye, que yo he leído que quienes hacen cosas así
es porque han vendido su alma al diablo.
-
¡Pero bueno, tú!. ¡Que eso es ya un irrespeto!.
-
Pues sostengo que lo que ha venido pasando o es
obra de Dios o de Satanás. ¡No hay más vueltas que darle!.
-
Y yo sostengo que no es más que mala leche. No
hay razón para meter en estos líos ni a Dios ni al demonio.
-
¡Esto no es para andar chismeándolo por ahí!.
Y de un manotazo hizo rodar por el suelo el grabador del periodista. Lo
sujetaron. Dijeron:
-
¡No seas bestia, que aquí el señor no tiene la
culpa!.
-
Pues a mis palabras no las mete en ese aparato.
La voz de alarma cundió antes de que el alguacil echara el bando. Cuando
sonó el trompetín, el Bar Facundo quedó vacío. Después del tercer toque el
silencio nocturno se hizo en Zarzales. La voz del alguacil salió tembloroso:
“Por orden del señor Alcalde se hace saber: mañana, a las doce en punto, en
punto, todo el pueblo se reunirá en la plaza para escuchar lo que tiene que
comunicarnos el párroco. Que vengan todos. Hasta los niños de pecho. Y también
los forasteros. Y que la guardia se quite los uniformes y deje los fusiles en el
cuartel. Y hasta los periodistas pueden acudir. Por orden del señor Alcalde se
ha hecho saber”.
Sonaron nuevamente los tres toques y los bebedores y curiosos se
adentraron en el Bar. Alguien, medio borracho, levantó un vaso:
-
Brindemos por el fin del mundo.
Otro susurró:
-
Pobre don Laureano.
-
Toda esta mierda me huele mal –apostilló otro.
Las luces, tras las ventanas de las casas, fueron apagándose. Zarzales
comenzaba a entrar en el último sueño antes de despertar. Aquella noche ningún
matrimonio se atrevió a amarse. Los novios ni siquiera intentaron un beso antes
de separarse. Todas las madres, sin excepción, hicieron la señal de la cruz
sobre la frente de los pequeños, ya dormidos. Pero nadie se atrevía a suponer
qué iba a suceder al día siguiente.
A las tres de la madrugada el Alcalde llamó a la puerta de Juan Manuel
Ponce.
-
¿Sabes de qué me he dado cuenta?.
-
Diga, don Toribio.
-
La única casa todavía no pintada es la tuya.
-
Pues tiene razón.
-
Mañana, de madrugada, comenzarán a pintarla. Es
lo convenido.
-
Que la pinten.
-
Para las doce todo el pueblo estará de negro.
-
Es la hora, don Toribio.
-
¿Qué coños va a pasar?.
-
Lo que sea, sea.
-
No tengo ganas de dormir, Juan Manuel.
-
Ni yo, señor Alcalde.
-
¿Por qué no nos tomamos unos tragos?.
Ocuparon el resto de la noche bebiendo y absteniéndose de realizar
comentarios.
El tercer hombre que no durmió aquella noche fue don Laureano. Llamó a
su ama de llaves y le ordenó:
-
Esta noche no se quede a dormir en la casa
parroquial. Váyase a donde su hermana.
-
Pero don Laureano...
-
Quiero estar solo.
El ama de llaves, a pesar de ser unos años menor que don Laureano,
se consideraba su madre. Y motivos tenía. Antes de que el cura fuera designado
para Zarzales ella deambulaba ya por los pasillos de la casa cural. Había
servido, y esta noche lo recuerda con precisión asombrosa, a tres párrocos,
uno de ellos duró poco tiempo. Nadie supo por qué el obispo le mandó llamar
al año y le asignó, según se rumoreó después, trabajos de palacio. Pero no
porque fuera inteligente sino porque el obispo no quería dejarlo solo. Al ama
de llaves ni le fue ni le vino. No había logrado intimar con él, y lo único
que intentó fue procurar hacerle trato el trabajo pastoral en Zarzales. El
otro, don Sebastián, duró más tiempo, pero tampoco dejó huella en el alma
del ama de llaves. Don Laureano sí. No sólo por el tiempo prolongado que
llevaba en Zarzales, donde prácticamente había consumido su vida, sino por ese
don especial que fluía de su talante, de su porte, de su figura, y de la
preocupación por las cosas de la Iglesia. ¿Quién en Zarzales dudaba
que don Laureano no había sido pastor digno?. Tenía arranques, es
verdad. Y los sermones más de una
vez había sido acusatorios. Pero nunca despreciativos.
Al ama de llaves le agarrotó un nodo en la garganta. Cuando intentó
nuevamente insistir, no pudo. Quiso decirle: “Si no estoy aquí, usted se va a
olvidar de la medicina, don Laureano, que usted, para estas cosas de la salud es
muy distraído!, pero ni siquiera eso le salió. Luego del nudo en la garganta
le asaltaron dos lágrimas. Don Laureano no se enterneció. Le puso la mano
sobre el hombro y simplemente le dijo:
-
Déjese de lloriqueos.
El ama de llaves volvió la espalda, entornó la puerta y, por primera
vez en muchos años, dejó aquella casa a su suerte. Quedó tan vacía al salir
que no sabía si lo que caminaba por la calle era su propio cuerpo o su
derrotado espíritu. Ambos no marchaban juntos. Algo, por tanto, quedaba
escondido entre los rincones de la casa cural.
Don Laureano se dirigió a la alcoba “para hablar con su madre”. Intuía
que aquella noche su madre retornaría, que se sentaría sobre el camastro,
junto a él, que le secaría el sudor de la frente, como cuando niño, que
posiblemente no le dijera gran cosa, pero le miraría con aquella mirada suya
que tenía la virtud de hacer apartar de la mente de él cualquier asomo de
miedo, cualquier deje de turbación, cualquier malintencionado pensamiento que
se colara por la mente.
Don Laureano, sin despojarse de la sotana, se tendió sobre el camastro.
Apagó la luz del quinqué porque para ver a la madre era preferible la
oscuridad: nada más y nadie más que ella presente. Esperó, mirando al techo,
la aparición, algo así como aparecen las vírgenes en las mentes de los niños
imaginativos. Pero la madre no acudía. Don Laureano estuvo esperando no sabe cuánto
tiempo. Prendió de nuevo el quinqué y fue entonces, en la semiclaridad, cuando
vio, sonriente, la figura de su madre recostada en el dintel de la puerta. Don
Laureano dijo:
-
Estaba esperándote.
Ella no se inmutó. Estaba allí como estaban las estatuas, con vida
pero sin vida, aguantando que la eternidad esperara por ella. Don Laureano, como
un niño indefenso, rogó:
-
Ven, madre.
Ella se enderezó. Desde el dintel fue asegurando sus pasos, como si el
tiempo no discurriera. Avanzó hasta la cama. Don Laureano intentó
incorporarse, pero la mirada de la madre le hizo señas de que no. La imagen de
la mujer se deshizo a la vez que decía:
-
Mañana es el día, hijo. ¡No desertes!.
Don Laureano estuvo durante unos minutos intentando recuperar la imagen
de la madre, mas no lo logró. Se aupó del camastro con una nueva fuerza, con
una energía extraña. Escudriñó todos los rincones con la esperanza de que la
madre se encontrara, refugiada, en alguno, como cuando de pequeño jugaban al
escondite. Si fuera en su casa de entonces él sabría dónde encontrarla: la
madre siempre se escondía en el mismo rincón, bajo la escalera, para que él,
en aquel juego de inocencia, la encontrara siempre. Don Laureano, sin darse
cuenta, sonrió. Dijo:
-
¡Qué tiempos aquellos, madre!.
Se fue hasta el despacho. De la estantería extrajo el tercer libro de
Actas de defunción. Lo hizo como en un rito, como cuando, sobre el altar,
buscaba la oración correspondiente al día. Extrajo el papel allí guardado
desde el día de la tormenta y leyó la oración de
la Toliña. Sintió cómo por el cuerpo avanzaba una sangre nueva. Besó
el papel. Doblándolo, como si se tratara de un pétalo disecado, lo guardó en
el Breviario.
Amaneció como amanecen los días normales. Nada más que el sol comenzó
a apartar las tinieblas, y a medida que se colaba por las rendijas de las
ventanas, los habitantes de Zarzales, sin sobresalto, fueron apoderándose del día.
Y a todos les invadió un ansia rara de posesión. Desde hacía tiempo,
justamente desde el día en que comenzaron a encalar de negro las paredes, se
habían sentido poseídos. Llegaron a creer que nunca más serían dueños de su
vida, y posiblemente tampoco de su muerte. Su vida y su muerte habían estado
pendientes de acontecimientos por ellos no provocados. El mundo entero,
inclusive, se había volcado sobre Zarzales.
Los periódicos enviaron refuerzos de fotógrafos y corresponsales para
cubrir los acontecimientos. Algunos de los periodistas que días antes
abandonaron el lugar, porque Zarzales simplemente era un lugar de locos,
retornaron esta mañana temerosos de presenciar el final. Y es justo decir
temerosos. Como le había increpado a uno de ellos el Jefe de Redacción: “A
ti lo que te pasó fue que te cagaste”. La leyenda sobre Zarzales, circulando
ya en diferentes rotativos, al principio surgió como curiosidad, luego como
expectativa, más tarde como indiferencia y posteriormente como necedad. Hoy
volvía todo a tener sentido. Lo que no se sabe cómo empezó supuestamente hoy
iba a concluir.
Los vecinos de Pumareda acudieron en tromba. Aquella raya que marcó
Ponce en el límite de ambos pueblos se borró con la oscuridad de la noche.
Hubo gente que montó tenderetes en la plaza, en los que ofrecían desde agua
fresca hasta estampas del Sagrado Corazón. No les había dado tiempo a inventar
una oración a imprenta, como invocación contra el mal de Zarzales. Los de
Pumareda juraban que en el pueblo vecino rondaba el mal, un mal que solamente
podía ser atajado mediante conjuro. Si se vendían velas, supuestamente
bendecidas en la capital por el obispo, porque la leyenda de un posible eclipse
solar para este día tan señalado corrió como el agua del día del chaparrón.
-
Y solamente podrán ver quienes enciendan la vela
bendita –aclaraban los buhoneros-. Y pregonaban “gargantillas” de colores
“bendecidas por el señor Obispo” para proteger las gargantas de quienes
asistieran al acontecimiento”. Los más atrevidos habían falsificado
el agua, embotellándola, y la vendían como agua salida por los agujeros de las
paredes pintadas de negro y que ahora surtía un efecto especial: “cura el
reuma, cura la bilis, cura los dolores de barriga, hace salir los gases...!; es
agua santa, y desde hoy el mundo entero acudirá en peregrinación a disfrutar
del agua milagrosa de Zarzales”.
Al principio la reunión se efectuó junto a la casa de Juan Manuel
Ponce. Se había divulgado el rumor de que la función comenzaba allí, que el
Alcalde había ordenado a los pintores brochear de negro la última casa. Y así
fue. Mientras los pintores se disponían a abrir los potes de pintura y a
enjuagar las brocas, las cámaras de los reporteros gráficos tomaron las últimas
fotos de la única construcción de Zarzales que hasta ahora se había resistido
a la orden del Alcalde. Cundía una especie de decepción: ya se había
descartado una reacción negativa de parte de Ponce, pues que sabían que éste
dio su consentimiento. Pero la expectativa perduraba. ¿Qué pasará cuando todo
Zarzales sea negro, sin excepción?. Los ojos se fijaban en la ventana por donde
un día Ponce sacó los dos cañones de su escopeta amenazando con disparar. La
ventana permanecía cerrada. Juan Manuel aún no había dado señales de vida
aquella mañana. Se divulgó la voz de que dentro se encontraban Ponce y don
Toribio Albornoz y de la Finca. Sobre qué platicaban era una incógnita.
Estaban acostumbrados los aldeanos a no adelantarse a los acontecimientos, ya
que Zarzales se había transformado en una caja de sorpresas más sorprendente
que los números de magia que exhibían los malabarismos del circo que se
acercaba a Zarzales de dos en dos años. Aunque los números exhibidos en el
circo provocaban suspiros de asombro en los parroquianos, al final siempre se
llegaba a la misma conclusión: es asombroso pero es truco. La magia consistía
no en el número en sí sino en no descubrir cómo lograban ocultar la verdad
para salir airosa la apariencia.
Lo de Zarzales era distinto. Los protagonistas eran gente de carne y
hueso, de allí, conocidos desde siempre, incapaces de lograr fantasía sobre la
realidad. La escopeta de dos cañones de Juan Manuel Ponce, antes de disparar
contra las paredes, había disparado en muchísimas oportunidades contra
conejos, perdices, zorros y lobos invernales que aullaban por las noches
nevadas, aterrorizando a los aldeanos.
Nunca había sido otra la intención de aquella
escopeta, hasta el día en que el Ayuntamiento decidió pintar al pueblo de
negro, ante la oposición de Juan Manuel Ponce. De tal manera que nadie se atrevía
a achacarle lo ocurrido. Si el Ayuntamiento no hubiese tomado esa determinación,
Juan Manuel tampoco hubiese amenazado. Así que si de culpa podía hablarse, ésta
estaba repartida a partes iguales.
Tampoco se podía culpar a don Toribio Albornoz y de la Finca por haber
decidido con su voto el empate previo. Se trataba de una decisión inevitable,
gracias a su investidura. ¿Qué hubiese sucedido de no haber resuelto semejante
empate?. ¿Habría cundido la sangre en lugar del agua negra?.
El bando de la noche anterior colocó un hito de esperanza en el ánimo
de los aldeanos. Era evidente que algo importante estaba a punto de acaecer, y
anhelaban que, lo que fuera, no trajera el signo de la tragedia. No se había
colocado información alguna, a pesar de que los periodistas extremaron sus
artes para sonsacar el objetivo de la reunión de todo el pueblo en la plaza.
Sin embargo, ya era un adelanto de buen presagio que Juan Manuel Ponce hubiera
entrado en razón, permitiendo a los pintores accionar sobre las paredes de su
casa.
Los curiosos no quitaban el ojo de la puerta por la que deberían
aparecer, y no a mucho tardar, el Alcalde y Ponce. ¿Saldría Juan Manuel con su
escopeta en bandolera?. Hubo apuestas. Para algunos renunciar a la compañía
del arma era tanto como pronosticar que Ponce había renunciado a sí mismo.
Para otros, en cambio, tenía que ver con el anuncio que se avecinaba, lo cual
implicaba que alguna razón sumamente grave debería haber de por medio para que
Juan Manuel hubiese cedido. Era evidente, el hombre que con tanto ahínco
defendió su autonomía ante el color negro, terminó claudicando, aunque tal
claudicación no fuera sinónimo de cobardía. Lo que hubiese ocurrido para que
el asunto de la pintura de las casas terminara sí era algo que solamente
aquellos dos hombres, y posiblemente el sacerdote, sabían. De ahí la
expectativa ante la inminente presencia de los dos.
Sin embargo, los pintores tardaron en dar el primer brochazo. Los
curiosos comenzaron a mostrarse impacientes. Cuando el primero de los pintores
introdujo en el tobo la brocha para embadurnarla, los fotógrafos ajustaron los
lentes y se acercaron a la pared. El pintor hizo un amago de rociarlos con la
pintura, y un ¡oh! azaroso se escapó de las gargantas de la concurrencia.
Luego, el pintor se rió y después los curiosos se rieron. También los fotógrafos.
Hasta se atrevieron a rogarle al pintor que posara ante la prensa, antes de dar
el primer brochazo. Lo hizo. Uno de los fotógrafos le dijo:
-
Darás la vuelta a mundo.
El pintor respondió:
-
¡Mierda!..
estampó el primer brochazo sobre la pared de la casa de Juan Manuel
Ponce.
La brocha corrió por la superficie ajena al presentimiento de los
presentes. No sonaron disparos, lo cual ya estaba previsto, pero tampoco apareció
anormalidad alguna en la fachada de la casa de Juan Manuel Ponce. El negro iba
cubriendo con rapidez las paredes, y a medida que avanzaban los pintores, la
claridad del pueblo se iba oscureciendo. Algunos pensaron en un eclipse total, o
en una noche anticipada, los
hombres susurraron al oído de las mujeres que tuvieran a mano las velas
bendecidas para el conjuro de tales fenómenos naturales.
Los pintores se afanaron para terminar definitivamente aquel bochornoso
trabajo que tantos escalofríos les había ocasionado desde que iniciaron la
faena.
Fueron muchas las fotografías que tomaron. La de antes de embadurnar, el
primer brochazo, la media pared cubierta ya de negro, la pared casi terminada...
Otra vez la expectativa creció cuando los pintores se acercaban a la ventana
por la que Juan Manuel Ponce había dejado asomar los dos cañones de su
escopeta. Los pintores tuvieron la precaución de no apurar la brocha hasta el
dintel, de tal forma que había quedado como una especie de aureola sin pintar.
Pero no había remedio. Y se decidieron a embrochar. Nada ocurrió. Los dinteles
de la ventana quedaron tan negros como el resto de la pared
la desilusión se fue apoderando de los curiosos. Alguien dijo:
-
La fiesta se acabó.
Un vendedor de agua pregonó:
-
El agua santa lo cura todo..
Juan Manuel Ponce y don Toribio se percataron, dentro de la casa, de
que todo había concluido. Don Toribio dijo:
-
¿Sentiste?.
-
Las paredes sintieron escalofrío –contestó
Ponce.
-
Salgamos –propuso el Alcalde.
-
Mande a la gente a la plaza –rogó Juan Manuel-.
Ya se acerca la hora..
Salieron. El Alcalde comunicó a los presentes que, según el
bando, había llegado la hora de hacer lo que había que hacer.
-
Así que váyanse todos a la plaza, que la función
va a empezar.
Obedecieron. Se instaló la procesión. Detrás de don Toribio y de Juan
Manuel Ponce continuaron, casi en fila, los curiosos. Algunos muchachos se
adelantaron y brincaban al compás de una música de fiesta que no se oía.
Alguien dijo:
-
¡Lástima que no se encuentre el tío Veneno. Lo
único que falta aquí es el tamboril!.
El primer campanazo detuvo la procesión. Quien primero reaccionó fue el
Alcalde. Se volvió hacia los que le seguían y dijo:
-
Es don Laureano que nos llama.
Reanudaron la marcha.
Las mujeres salían de las casas con sus toquillas y pañuelos negros a la
cabeza, como si a misa mayor las llamaran. Algunas se persignaron al escuchar
el toque. Otras rezaban por lo bajo, moviendo los labios con precipitación,
como si les faltara tiempo para concluir las oraciones. Un muchacho dijo:
-
Es como el día de la fiesta, como cuando anuncian
para el encierro..
Una anciana lo recriminó:
-
No digas blasfemias, niño. Esto es como un
juicio. Como el último juicio. ¿No te han enseñado en la escuela lo del
juicio final?. Pues así es el juicio final.
El muchacho se rió:
-
¿Quién le dijo a usted?.
La anciana intentó darle una bofetada pero el muchacho se escurrió.
El Cabo había ordenado a las dos parejas del lugar y a las que había
mandado pedir con urgencia al cuartel vecino, que se vistieran de gala. Uno se
atrevió a protestar:
-¡Que hoy no es fiesta oficial, Cabo!.
-
¡O te vistes de gala o te arresto!
Fueron ordenando a la gente en la plaza. Les costó trabajo. El Cabo mandó
disparar al aire para que el público entrara en razón. Gritó:
-
Hoy el orden es más importante que nunca. Así
que obedezcan las órdenes. El centro de la plaza, y todo el frente del
Ayuntamiento lo quiero despejado.
-
Claro que sí –gritó alguien-. Lo que sea, que
lo veamos todos.
Las campanas dejaron de sonar. Don Laureano, vestido con capa pluvial,
salió del templo. Le abrieron paso. Nadie se atrevió a tocarle. Había
ordenado a un monaguillo que le precedieron con el hisopo y que fuera
esparciendo ramalazos de agua bendita por donde él pasaba. Otro monaguillo
bamboleaba el incensario. Don Laureano no llevaba libro de preces. Ni siquiera
las manos juntas. Iba con los brazos caídos, escondidas las manos bajo la capa
pluvial. Llegó hasta la entrada del Ayuntamiento y se adentró en él para
aparecer después en el balcón principal. Allí estaba también don Toribio
Albornoz y de la Finca y el resto de las autoridades. Y Juan Manuel Ponce,
quien, aunque no le correspondía por no ser autoridad, había solicitado
permiso porque él tenía arte y parte en todo aquello.
Lo primero que dijo el cura, desde el balcón, fue:
-
Señor Cabo, mande a sus guardias a que dejen los
fusiles. Y que se quiten las ropas oficiales.
-
Eso no lo puede ordenar usted, señor cura -se
quejó el Cabo.
Don Toribio dijo:
-
Obedezca, Cabo.
Los guardias entregaron los fusiles y don Laureano ordenó que alguien
los introdujera dentro del Ayuntamiento. Y dijo:
-
No más violencia en Zarzales.
-
¿Y qué hacemos con los uniformes?
–preguntaron.
El Cabo reaccionó de inmediato:
-
Métanse en cualquiera de esas casas y que les
presten ropa civil. No hay tiempo para llegar hasta el cuartel.
Los guardias obedecieron. Regresaron en un santiamén. Parecían payasos
con ropas que no eran suyas y que no les quedaban a la medida. El Cabo, al
verlos, se sintió ofendido, como si se tratara de una venganza contra la
institución. Intentó protestar pero no le dio tiempo. Don Laureano, elevando
la mirada al cielo, proclamó:
-
Ha llegado la hora.
Don Toribio desvió las mirada hacia Juan Manuel Ponce. El Cabo sintió
que había perdido autoridad y maldijo el momento, maldijo al Alcalde, al cura y
a sí mismo se maldijo. Las gentes prendían la mirada en los ademanes de don
Laureano, ahora intentando echar hacia atrás los bordes de la capa pluvial. Don
Laureano solicitó al monaguillo del incensario que echara sobre las brasas dos
cucharillas de incienso. El humo fue a estrellarse hasta los ojos del Alcalde,
quien no se atrevió a protegerse bajando los párpados. Don Laureano tomó el
incensario y realizó el rito, igual que cuando, en la adoración al Santísimo,
hacía llegar el humo hasta la custodia. Los feligreses, instintivamente se
arrodillaron. Los únicos que permanecían en pie eran los guardias, aunque sí
bajaron respetuosamente la mirada. Don Laureano dijo:
-
Este es un sacramental para librarnos del mal.
Nadie lo entendió. Y terminó:
-
En el nombre de santa Toliña.
Era la primera vez que los habitantes de Zarzales escuchaban el nombre de
semejante santa. Las mujeres quisieron santiguarse, pero notaron que la mano no
les respondía y que la lengua no se atrevía a pronunciar en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Don Laureano no se inmutó. Entregó el
incensario al monaguillo y dijo:
-
Apaga eso. Ya no hace falta.
Introdujo las manos entre el alba, a la altura del pecho, y sacó un
papel. Lo desdobló con cuidado. Leyó: “Concédenos, santa Toliña,
pontevedresa, que el ejemplo tuyo cuando te llevaron a la hoguera, purgue los
pecados de quienes te dieron muerte, los pecados de quienes no creyeron en tu
fe, los pecados que lavaron en la cruz a Nuestro Señor Jesucristo, por los
siglos de los siglos. Amén”.
Dobló el papel, con sumo cuidado, y lo escondió junto al pecho, tras el
alba. Y dijo:
-
Lo que ha ocurrido tenía que pasar. Estaba
escrito. Estaba escrito en este papel y en esta oración que nos dejó, desde
tiempos inmemoriales, una mujer santa a quien los malditos inquisidores llevaron
a la hoguera. Ella dijo entonces que el mundo estaba perdido. Y yo digo:
Zarzales ya no es Zarzales. Zarzales es el infierno. Y ustedes, quienes
prendieron el fuego. Y las autoridades quienes lo azuzaron. Y la ira de santa
Toliña, pontevedresa, virgen y mártir, quien ha implorado ante Dios para que
el fin del mundo comience aquí. Vayan y publíquenlo por todo el orbe, para que
los pecadores corran a hacer penitencia antes de que el sonido de la trompeta
deje de sonar. Ya no hay mucho tiempo. ¡El fin ha llegado!.
Realizó una pausa. Juan Manuel Ponce dijo con la mirada al Alcalde:
-
Se ha vuelto loco.
El Alcalde, también con la mirada, asintió.
La gente no se movía. El sol de medio día comenzaba a quemar. Los
buhoneros, que habían pensado vender agua milagrosa para satisfacer el reseco
mal de garganta, no se atrevían a pregonarla. La voz de don Laureano sonó
ahora potente, atronadora.
-
¡Y yo les digo: todos vamos a morir!.
Las mujeres ahogaron el grito.
-
¡Y yo repito: nadie se salvará!.
Las mujeres ya no ahogaron el grito. Una se desmayó, pero nadie se
atrevió a tocarla. Don Laureano dijo:
-
Es la primera.
Los gritos se hicieron más agónicos.
El Cabo se acercó a la mujer. Hizo señas hacia el
balcón del Ayuntamiento de que se trataba simplemente de un mareo. Juan Manuel
Ponce logró dejarse oír:
-
Recojan a esa mujer. Échenle agua sobre la
frente. Está simplemente mareada.
-
¡Está muerta! –gritó el cura.
-
¡Está mareada! –gritó Ponce.
-
¡Que nadie la toque! –bramó el párroco.
-
¡Vamos, retiren a esa mujer! –insistió Ponce.
El Cabo obedeció, no por seguir el ruego de Juan Manuel sino por
vengarse de la orden primera que impartió don Laureano, cuando le instó a
desarmar a sus hombres.
Mientras adentraban a la mujer en el Ayuntamiento, mientras un buhonero
se acercaba con una botella de agua, mientras la mujer iba espabilándose,
mientras el público murmuraba, mientras don Laureano miraba con odio a Juan
Manuel y mientras éste miraba con pena al cura, don Laureano introdujo de nuevo
su mano entre la abertura de los atuendos eclesiásticos, sacó el papel de la
oración de Toliña y leyó: “Oh, Santa pontevedresa, virgen y mártir:
castiga a este pueblo por oponerse a tus designios y por no permitir que este día,
que tiene que cumplirse, se cumpla”.
La mujer mareada se asomó al balcón, apoyada en el hombro del buhonero.
Dijo:
-
Ha sido por el calor. Fue un simple mareo.
El buhonero dijo:
-
La resucitó el agua milagrosa.
Juan Manuel Ponce intervino:
-
No le hagan caso. ¡Es un impostor!.
Don Laureano gritó:
-
¡Morirán todos!. Yo, y mi santa, haremos el
milagro: ¡morirán todos!.
Alguien del público gritó:
-
Si para salvarnos todos tiene que morir el cura,
pues que muera el cura.
-
¡Que muera el cura! –repitieron.
El Alcalde dijo:
-
¡Aquí no muere nadie!.
-
¡Pues que muera también el Alcalde! –gritaron.
-
¡Que mueran, que mueran!.
-
¡La muerte la anuncio yo y mi santa! –insistió
don Laureano.
Tuvieron que abandonar el balcón del Ayuntamiento. Una piedra llegó
primero, luego otra, luego más. El Cabo, para poner orden, mandó a los
guardias a recuperar los fusiles y a dispara al aire. Uno de los disparos se
desvió y rebotó en la campana grande de la torre. El sonido prolongó un eco
de chirrido oxidado. Las gentes se dieron a la desbandada y en pocos minutos
quedó solitaria la plaza.
Dentro del cuartel intentaron calmar a don Laureano. Primero le quitaron
las ropas sagradas, y él vociferó que todos están condenados por el
sacrilegio cometido. El Alcalde dijo:
-
Procedan, que es un ataque de epilepsia.
Pero uno de los concejales sugirió:
-
Yo creo que tiene el demonio dentro. Miren cómo
echa espuma por la boca.
-
¡Es epilepsia, coño! –gritó el Alcalde.
Fue el cabo quien llevó la noticia hasta el Ayuntamiento.
-
Algo raro se aproxima, señor Alcalde.
Al Cabo le dio lástima ver a don Laureano con aquellas convulsiones.
-
¿Qué ocurre ahora? –gritó el Alcalde.
-
La gente.
-
¿No ha podido usted dispersar a la gente?.
-
Las dispersamos. Pero regresan.
-
Pues vuélvanlas a dispersar.
-
Vienen con palos, con tornaderas, con zachos.
-
¿Y por donde vienen?.
-
Por las calles. Es como una invasión.
-
¡Háganles frente!.
-
Tendremos que disparar.
-
No quiero un muerto en Zarzales –ordenó el
Alcalde.
Las convulsiones de don Laureano fueron amainando. Los ojos se ubicaron
correctamente en sus cuencas. Juan Manuel Ponce le sacó de la boca el pañuelo
que le había introducido, como una mortaja, para que no se cortara la lengua.
Don Laureano volvió en sí. Dijo:
-
¿Qué ocurre?.
El cabo quiso informar, pero don Toribio Albornoz y de la Finca hizo señas
para que se callara.
-
Presiento que algo malo está pasando –insistió
don Laureano.
-
Es la gente –dijo el Alcalde, sin informar.
-
Vienen a matarme ¿no?. ¡Estaba previsto!.
-
¡Déjese de tonterías, señor cura!.
-
Igual que a santa Toliña.
-
¿Por qué se le ha metido a usted en la cabeza
semejante tontería de esa santa?.
Don Laureano bajó la mirada. Susurró:
-Mi madre.
Ni el Cabo, ni Juan Manuel, ni el Alcalde entendieron. Cuando don
Laureano elevó la mirada vieron que estaba llorando. Juan Manuel Ponce se acercó
al balcón del Ayuntamiento.
-
¡Me cago en...!. Perdón, señor cura.
Don Toribio Albornoz y de la Finca se precipitó al balcón.
-
Cabo, dé la orden.
-
¿Qué orden, señor Alcalde?.
-
¡La de disparar!.
-
No –susurró don Laureano. Y se acercó al balcón.
Fue entonces cuando la silenciosa manifestación de tornaderas, zachos,
palos, palas, mazos y otros aperos de labranza tomaron violenta vida. Subían y
bajaban, pidiendo justicia. Eran gritos ensordecedores. El Cabo, asustado, se
atrevió a suplicar:
-
Señor cura, si tiene algún poder su santa, récele
para que haga caer un chaparrón, como el de días pasados.
Don Laureano dijo:
-
No puedo.
Juan Manuel Ponce gritó:
-
¡Regresen a sus casas!. ¡Se han vuelto locos!.
El grito de alguien fue más grito que los otros:
-
¡Queremos al cura!.
-
¡Don Laureano está enfermo!.
-
¡Está loco! –gritaron.
-
¡Tiene el demonio en el cuerpo! –gritaron.
Y se abalanzaron sobre la entrada del Ayuntamiento. El Alcalde ordenó al
Cabo:
-
Ponga a salvo al señor cura.
Don Laureano intervino.
-
Ya es tarde.
-
Dispararemos si es menester –dijo el Cabo.
-
Una sola muerte puede salvar al pueblo –profetizó
don Laureano.- Ellos tienen razón.
Lo ayudaron. Juan Manuel Ponce recordó sus años de monaguillo. También
el Alcalde. El Cabo hizo guardia junto a la puerta de la sala. Los gritos habían
ascendido demasiado deprisa las escaleras y ya la puerta se cimbreaba a causa de
los golpes de palos, tornaderas y zachos. La puerta restañó. El Cabo tuvo que
hacerse a un lado. Don Laureano se puso de pie, en el centro de la sala, igual
que lo había hecho el día de la tormenta en el centro de la plaza. La puerta
cedió por completo. Cuatro gritones dijeron a las gentes que esperaran fuera,
que ellos se harían cargo de todo. Uno de los de fuera gritó:
-
Que saque ahora el papel y que rece a su santa, a
ver si se lo lleva al infierno.
Los cuatro gritones, al ver a don Laureano con todos sus atuendos de
celebrar, hicieron una genuflexión ante él, como si del Santísimo se tratara.
Se acercaron. Juan Manuel Ponce intentó oponerse. Don Laureano le hizo
gesto de que no. Los cuatro gritones se llevaron al cura. Afuera el
silencio era aterrador. Don Laureano iba escoltado entre tornaderas y palos. El
Alcalde, el Cabo y Juan Manuel quedaron mirando. El Cabo dijo:
-
No se atreverán.
Juan Manuel dijo:
-
Se atreverán.
El Alcalde dijo:
-
Este pueblo ya no tiene remedio.
Cuando el griterío creció en la plaza,
los tres se asomaron al balcón. Vieron cómo habían desgarrado las
vestiduras litúrgicas del sacerdote. Vieron cómo la gente empujaba y
amenazaba. Vieron cómo la plaza fue quedándose vacía, y cómo don Laureano
era arrastrado hasta las afueras del pueblo. Y no vieron más. Tampoco se
movieron del balcón. Cada uno miraba a su interior, pero tampoco apreciaban
algo. Aunque el sol lucía en todo su esplendor, los tres se notaron oscuros por
dentro. No supieron cuánto tiempo transcurrió. Volvieron en sí cuando el ama
de llaves, en el centro de la plaza, anunció:
-
¡Lo mataron!.
-
¡Mal rayo los parta! –maldijo Juan Manuel
Ponce.
Pero el ama de llaves, con una sonrisa parecida a la de don Laureano,
dijo:
-
No se preocupen. Don Laureano hizo el milagro. Una
gota de su sangre salpicó la pared de la ermita y desde entonces todas las
casas perdieron la negrura.
Era cierto. También las casas de la plaza, aunque ninguno de ellos se habían
percatado. El Alcalde dijo:
-
¡Coño, a lo mejor tenía razón!.