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Allí estaba la estrella con su titilar risueño, como centinela de un
lugar en el cual se encontraba el padre. La misma estrella, no obstante, le
sugería la referencia a la madre y, por la madre, a Toliña, la santa o bruja
pontevedresa. “La Inquisición mató a la verdadera fantasía. Ese fue su
mayor delito”, pensó. De nuevo percibió cómo la estrella había inyectado más
intensidad a su brillo y más tranquilidad a su conciencia. Quiso continuar la
divagación, puesto que el recuerdo lo había transportado a su estado de
felicidad casi angelical, mas una carrasposa orden de “alto” le heló el
pensamiento. Era el Cabo.
-
No sé por qué el corazón me alertó que algo
suelto andaba por el pueblo, y salí a hacer la ronda.
Fue su excusa. Don Laureano arrugó nerviosamente el papel y lo guardó
en el bolsillo. Dijo al Cabo:
-
Mejor estaba usted en la cama, descansando.
-
Y usted –replicó el Cabo.
No se dijeron más. El Cabo se encaminó hacia el cuartelillo y don
Laureano prefirió dirigirse al templo antes de meterse de nuevo en la cama.
Ninguno de los dos comentó el incidente, y el párroco pensó que mejor era que
el Cabo se hubiese decidido a hacer la ronda. Le había librado,
involuntariamente, de cometer un sacrilegio. Otras veces pensaba lo contrario:
“la culpa la tiene el Cabo; nunca sabré si el talismán de la Toliña es
efectivo o no lo es”.
El día siguiente amaneció sin haber podido enterrar el interrogante en
el sueño. Nadie supo qué hacer, si rectificar o no. Exigieron al
Alcalde que adoptara una decisión: o todas las paredes de blanco o todas de
negro, “porque si deja el pueblo así, a la mitad, quien va a quedar en ridículo
es el pueblo entero”.
El Alcalde insistió:
-
Si don Laureano se niega a lavar las paredes
negras con agua bendita, yo nada tengo que hacer. El milagro a quien le
corresponde. Así que a continuar con la pintura.
Y ordenó el bando: “Por orden del señor Alcalde se hace saber: desde
mañana los obreros del Ayuntamiento reanudarán de nuevo su tarea encalando de
negro las paredes del pueblo”.
Don Laureano, al escucharlo, sonrió maliciosamente. Sin embargo, ante la
insistencia del ama de llaves de que le aclarara aquella sorna, se abstuvo de
realizar comentario. En vano la mujer le reprochó que estaba comportándose
como si no fuera el representante de Dios en Zarzales.
-
Ya tiene usted la sonrisa como los malos.
El sacerdote realizó un gesto de indiferencia, el cual provocó un
desaire en la mujer.
-
Esos desaires son pecado cuando se le hacen al
representante de Dios.
La mujer se santiguó atropelladamente, por si acaso, y se excusó:
-
Antes de comulgar pasaré por el confesionario.
Don Laureano reprimió otra sonrisa para que el ama de llaves no
realizara interpretaciones en balde. Se encaminó hacia su despacho, tomó de un
anaquel un diccionario viejísimo, que no recordaba desde cuándo no lo había
consultado, y buscó la palabra encalar. Sonrió con satisfacción, acomodó el libro en su lugar y
salió de la casa en busca del Alcalde.
-
¡Qué bruto eres! –le espetó.
A pesar de ser un insulto, el tono de la voz no lo era, lo cual no impidió
que el Alcalde tuviera que cortar el escalofrío que le ascendía desde los
pies.
-
El que usted sea cura no le da derecho...
-
¡Más que bruto! –lo cortó don Laureano, dándole
una palmada en el hombro y acoplando la frase a una delicadeza en la sonrisa y
en el gesto-. ¿Cómo vas a mandar a encalar de negro, animal!. La orden que
terminas de dar queda sin efecto, puesto que encalar de negro va contra natura.
-
¿Y que es contra
natura, señor cura?
-
¡Que encalar viene de cal, y la cal es blanca!
-
¿Qué importa?. El pueblo ha entendido. Ustedes,
los que han estudiado latines, no hacen más que complicar las cosas.
-
Pues tienes que enmendar el bando.
-
No hay marcha atrás, don Laureano, que ya me
tiene usted hasta la coronilla con tantas oposiciones.
Los obreros del Ayuntamiento continuaron su tarea. Siete casas más se
vistieron de luto. Los habitantes de Zarzales no pudieron impedir que la noticia
de que el pueblo se estaba convirtiendo en negro cruzara los linderos de
Pumareda.
Llegaron periodistas. Llegaron curiosos. El Bar Facundo, que disponía en
su parte alta de cuatro habitaciones a modo de hotel, para viajeros ocasionales,
colocó un cartelito en la entrada: NO HAY CUPO. Los pueblerinos, por orden del
Alcalde, tenían prohibido alquilar habitaciones, lo cual favoreció a Pumareda,
que se convirtió en el centro de los periodistas y curiosos. Hasta comenzaron a
improvisar habitaciones destartaladas, cuadras y pajares.
No importaba la incomodidad a los turistas. Hasta lo preferían así. Era
parte del contexto. Acudir a un pueblo para presenciar una excentricidad,
rodeados de lujo, no tenía sentido.
Las autoridades circunstanciales de Pumareda no dejaban pasar el tiempo.
Veían que lo de sus vecinos comenzaba a implicarlos y, sin meterse en las
decisiones que adoptaran las autoridades de Zarzales, con el fin de no entrar en
conflictos innecesarios, optaron por adoptar las suyas.
No hubo disidentes a la hora de las conclusiones. Por unanimidad votaron
a favor de la propuesta: “Que todos los vecinos pinten las casas de blanco;
que nuestro pueblo tenga buen ver, que todos vamos a pasar a la historia; que
nuestro pueblo recorrerá el mundo en fotografía...” Más de uno temió.
-
¿Y si ocurre lo mismo que en Zarzales?. ¿Y si la
cal blanca se convierte en negra?.
Demetrio no había caído en cuenta. Meneando la cabeza afirmativamente,
como si se hubiese topado de súbito con un descubrimiento lógico, aunque
celosamente guardado, tomó la iniciativa. Agarró la brocha y dio, sobre la
pared de su casa, la primera mano. Lució el brochazo toda su blancura natural.
Los curiosos que se habían reunido en torno a Demetrio para presenciar el
posible fenómeno, respiraron profundo comprobando que la cal era natural, que
en sus brochas no había brujería y que su pueblo sería, por contraste, lo más
alejado del color de Zarzales. Y se dieron a la tarea de encalar todas las
fachadas.
Los primeros turistas presenciaron el trabajo y hasta hubo quien se brindó
a colaborar, más para auparse en protagonista del acontecimiento que por
ahorrar trabajo a los habitantes de Pumareda.
Los periodistas enfocaron sus objetivos sobre las paredes. Remitían a
sus respectivos periódicos las fotografías contrastadas: Fotografía N° 1 =
tal como la casa era. Fotografía N° 2 = tal como la casa es.
Pero Pumareda no era la noticia. Tampoco las casas encaladas de blanco.
Ni los curiosos aldeanos. Ni el correcorre del improvisado Alcalde chequeando el
trabajo. La noticia fluía más allá, una vez traspasados los linderos que
separan a Pumareda de Zarzales. Allá, donde, por arte de birlibirloque, las
casas aparecían negras, ni hablar de devolverles su color original.
Pernoctaban en Pumareda. Nada más que el sol arañaba las últimas
sombras del amanecer se dirigían, como en procesión, hasta Zarzales. Entre la
expectación y el miedo andaba la fiesta. El Bar Facundo permanecía invadido
por los curiosos. Facundo tuvo que recurrir a las bodegas del pueblo para
abastecerse de vino ya que sus provisiones para el consumo local se habían
agotado.
En un principio los habitantes de Zarzales se negaron a colaborar con el
tabernero, mas luego de horas de discusión llegaron al acuerdo de subir
el precio de los vasos y repartir las ganancias a partes iguales, así que
fueron apareciendo pellejos de vino en el Bar. Los curiosos, fascinados, consumían
por jarras, “porque el de la capital no tiene este paladar”. El tabernero
dijo:
-
¡Mira éste!. ¿Dónde vas a comparar el vino que
hacen con químicas con éste, que es de pura uva y que se ha hecho como Dios
manda, pisando los racimos hasta
destripar todos los vagos?
-
¡De que es bueno, lo es! –condescendió el
forastero para no ponerse a mal con la gente del lugar. Y brindó por los
presentes y porque, a su juicio, ya había comenzado una era de prosperidad para
Zarzales gracias al portento del color negro.
Un periodista tomó la foto en el momento del brindis. El forastero sacó
dinero de su cartera, tendiéndoselo al fotógrafo:
-
Quiero que me envíe usted esa foto. Tengo el
presentimiento de que dentro de poco recorrerá el mundo.
Uno de Zarzales comentó:
-
¡Estos tíos con dinero son la leche!.
A quienes no le hacía ni pizca de gracia era a los pintores. Atareados
en su faena no desviaban la vista de la brocha. Sólo Domitilo Alvarez, el
Bizco, cansado de tanto murmullo a sus espaldas, de tantas miradas sobre el vaivén
de su brocha, se atrevió a desafiar a la concurrencia.
-
¡O se marchan de aquí o les largo un brochazo!.
Los curiosos se mofaron de él. Domitilo no lo soportó. Hundió la
brocha en el pote de pintura, la retuvo unos segundos para que se empapara del
todo y, ceremonioso, imitando los ademanes de don Laureano cuando tenía que
rociar algo con el hisopo, largó un brochazo a los presentes, salpicándolos de
arriba abajo.
No pasó de ahí el incidente. Los moteados con pintura negra lo tomaron
como un arrebato causado por el cansancio del pintor y, señalándose unos a
otros, se divertían. Hasta que se percataron de que las salpicaduras negras
llegadas a la piel no se borraban. Las risas y los decires se trocaron en un
silencio sepulcral. Hasta el pintor quedó estupefacto, con la brocha en alto,
dejándola chorrear a su antojo.
Los salpicados se despojaron de sus camisas y comprobaron que la pintura
no las había traspasado. Hubo un momento de alivio. Acercaron cubos con agua y
trozos de estopa para que los salpicados se frotaran a conciencia pero las
manchas permanecían adheridas a la piel. Los fotógrafos gastaron varios rollos
captando las manchas, los gestos, los cubos con agua y, sobre todo, el semblante
anonadado de Domitilo, quien había tenido la osadía de hisopear a los
presentes. Hasta que, cansado de tanta pose inmóvil, el pintor sugirió otro
amago. Los fotógrafos escondieron sus cámaras y corrieron a donde el Alcalde.
Le informaron sobre el nuevo y asombroso fenómeno.
El Alcalde meneó la cabeza mostrando evidente disgusto. Se llevó las
manos a las sienes y apretó, intentando calmar unos puntazos que le llegaban
repentinamente y que eran producto de su malestar. Los puntazos se alejaron. Le
vino la ocurrencia. Realizó una seña con la mano derecha para que no lo
siguieran y se encaminó a la casa parroquial.
-
Si vienes para seguir la discusión..., no tengo
tiempo –dijo don Laureano, apostándose en medio de la entrada.
-
Entre usted y yo nunca ha habido rencores, señor
cura – lo tranquilizó el Alcalde.
-
¿Entonces?.
-
¡Este es el momento, don Laureano!.
Y le informó sobre el nuevo incidente.
El cura se santiguó como un muchacho primerizo, tropezándose desde el
hombro izquierdo hasta el derecho, y solicitó un momento para la reflexión. Le
vino a mente el remedio de la santa pontevedresa y a punto estuvo de confiárselo
al Alcalde. Se contuvo. Para que no se le fuera la lengua, preguntó:
-
¿Y qué hacemos?.
-
Podemos embotellar agua bendita y venderla a buen
precio.
-
¿Para qué?. ¿Para que se la beban?.
-
Para que se laven, señor cura.
-
¡Estás loco!.
-
Va a ser un negocio redondo, don Laureano.
El párroco dijo que no. Las cosas santas no pueden prestarse para
negocios sucios...
-
Si es para todo lo contrario, don Laureano. ¡Si
se trata de que la gente se lave!.
-
Las únicas manchas que lava el agua bendita son
las del alma, no las del cuerpo.
-
Probemos –insistió el Alcalde.
A don Laureano le quedó la duda. Se fue a la casa, agarró el escrito
talismán sin que lo viera su ama de llaves, metió agua corriente en una
botella, le echó cinco gotas de agua bendita, para que se mezclara, recitó la
oración que había estado en reposo desde el siglo XVII y que su madre le
encomendó conservar, salió del despacho, dijo al Alcalde que trajera a una de
las personas salpicadas, el Alcalde dio la orden al Cabo, el Cabo se lo comunicó
a la pareja, la pareja se dirigió al bar Facundo, los turistas guardaron
silencio al verlos, los guardias dijeron que siguieran bebiendo, que todo estaba
normal, y se acercaron luego a una mujer.
-
Acompáñanos.
La mujer protestó. Afirmaba que nada malo había hecho y que por qué la
iban a llevar detenida. Dijo igualmente que maldito el minuto en que se le
ocurrió venir a este maldito pueblo, y Facundo dijo, ¡epa, señora!, que este
pueblo de maldito no tiene nada, que lo que ellos tienen es envidia, porque a
ver en qué lugar pasan las cosas que pasan aquí, y que si usted no está
contenta del pueblo, pues se larga, que nadie la obligó a venir, pero la mujer
se echó a llorar porque el ramalazo de la brocha de Domitilo le había llegado
hasta el rostro y ahora le aparecían como pecas enormes que no había forma de
borrar. Los guardias le dijeron que se contuviera, que todo tenía arreglo, y
que si ellos la solicitaban no era para encarcelarla, que de sobra sabían que
nada malo había hecho, sino para ver qué se podía hacer para que las motas de
pintura desaparecieran de su cara, y ella dijo que si era así, que no había
problema, que los acompañaría donde fuera, y que una vez que la pintura
abandonara su rostro se marcharía de Zarzales para no regresar jamás, pero
Facundo dijo que tampoco así, señora, que esto no es el infierno, y lo dijo
porque si todos los curiosos tomaban idéntica determinación no podría vender
más vino a doble precio y el negocio se vendría a pique.
La pareja tocó la aldaba de la puerta de la casa parroquial. La dama de
llaves, con arrogancia, dijo a los guardias:
-
Que pase la señora. Don Laureano la está
esperando.
Don Laureano la condujo a su despacho. Sobre la mesa tenía ya preparada
una jofaina y una palangana. En una bandeja, como la que usaba para colocar los
algodones cuando suministraba los santos óleos, había alineado algodón en
rama.
El ama de llaves curioseaba desde la puerta. Don Laureano ordenó:
-
¡A sus quehaceres!.
Protestó. Adujo que si siempre le había ayudado, tanto en el caso de
los vivos como en el de los moribundos, por qué en esta ocasión no. Don
Laureano le lanzó la mirada
apropiada y el ama de llaves se refugió en la cocina.
Nadie supo qué exorcismo utilizó el párroco con la mujer. Lo cierto es
que ella salió gritando alabanzas, se arrastró por las calles, de rodillas,
alabando al Señor que todo lo puede y a su santo siervo, el cura de Zarzales.
Cuando el Alcalde, acompañado del Cabo, solicitó permiso para hablar
con don Laureano, el ama de llaves negó escuetamente:
-
No está para nadie.
-
Es por asuntos del pueblo –insistió el Alcalde.
-
El señor cura está rezando.
-
Puede dejar la oración para otro momento. Ahora
urge calmar el revuelo.
-
¡La oración no puede esperar! –contestó,
sentenciosamente, el ama de llaves. Y cerró la puerta con esa autoridad que da
ser el brazo derecho de alguien que estaba pasando del umbral de lo humano al de
lo divino.
El Cabo dijo:
-
Señor Alcalde, si usted lo ordena entramos por la
fuerza.
El Alcalde marcó en los ojos, en los labios, en las manos crispadas,
varias muecas de desprecio hacia el Cabo. Pero éste insistió:
-
Se está negando a hablar con la autoridad.
-
En este pueblo la autoridad se fue al carajo
–gritó del tal manera el Alcalde que el Cabo no tuvo más remedio que agachar
la mirada y apartar la mano del correaje, donde ufanamente enfundaba la pistola.
El revuelo, efectivamente, estaba armado. Los periodistas gastaron todos
sus rollos tomando instantáneas a la mujer recién lavada, que ahora parecía
haberse refugiado en la enfermedad de la locura.
Los vecinos de Pumareda, al enterarse de la noticia, se vinieron en
tromba hasta Zarzales. Juan Manuel Ponce no tuvo coraje para apretar el gatillo,
como había prometido. Los pintores iban avanzando con sus brochas y la casa de
Juan Manuel Ponce se veía amenazada con quedar en blanco, pues él continuaba
insistiendo que al primero que le pusiera la brocha encima le marcaba el cuerpo
con una descarga de dos cartuchos de perdigones. El Cabo mandó emisarios en
bicicleta al puesto más cercano para que enviaran refuerzos. Intuyó que el
cariz que estaban tomando los acontecimientos llevaba signo de revuelta y que
con las tres parejas que habían asignado a Zarzales no podría darse abasto. El
emisario llegó sin respuesta.
-
Señor Cabo, que dijo el Jefe que ese no era
motivo para mandar refuerzos. Y dijo, además, que la Guardia no intervenga en
asuntos religiosos, que luego quien tiene que vérselas con el obispo es él.
El Cabo no quedó satisfecho y lanzó una blasfemia:
-
Tendremos que poner toda nuestra carne en el
asador –comentó.
Pero el emisario no comprendió.
La gente, por las calles, pedía a gritos la intervención
de don Laureano. Alguien propuso:
-
Si es milagro, que lo haga ante nuestras narices.
Don Laureano no daba señales de vida. Encerrado en su casa, ni siquiera
se dejaba ver de su ama de llaves. Las dos veces que ésta tocó en la puerta
del despacho para anunciarle que le llevaba para comer, la respuesta del párroco
fue:
-
¡Estoy yo como para comidas!.
-
Pero tiene usted que alimentarse, don Laureano. Si
no lo hace, se va a morir.
-
La muerte entró en Zarzales con la pintura.
Fue todo lo que dijo. El ama de llaves mandó llamar al Alcalde y le
comunicó la sentencia. Y le rogó:
-
Mande usted detener a los pintores. Me huele que
lo que está pasando nada tiene de bueno.
Don Toribio Albornoz y de la Finca dijo que no daba su brazo a torcer y
que si lo que está ocurriendo, ocurre, la culpa la tiene don Laureano, por
meter a la religión en asuntos que son de índole estricta de la autoridad
terrena.
Los vecinos ya habían comenzado a reunirse ante la puerta principal de
la casa parroquial. Pedían a gritos que saliera el cura. Don Laureano, dentro,
permanecía ajeno al mundo exterior, ensimismado, releyendo mil veces la oración
de Toliña. Pero las masas desafiaron:
-
¡Si no sale, nos pintamos todos de negro!.
Los más atrevidos fueron hasta donde los pintores, urgiéndolos a que
descargaran las brochas sobre ellos. Los pintores sintieron pánico. Ninguno se
atrevió a encararse con la muchedumbre.
Fue en ese momento cuando a Juan Manuel Ponce se le ocurrió la idea: “¡Y
si disparo contra las paredes pintadas de negro?”. Ante el asombro de la
multitud y la quietud de los pintores apuntó a ese blanco-negro y apretó el
gatillo. No se oyó el disparo. Sí se apreciaron huecos diminutos en la pared
por los que comenzaron a salir primero como gotas sudorosas, luego como
chorritos diminutos y finalmente como salía,
en verano, el agua de la fuente: débil aunque seguida.
Los curiosos retrocedieron. Los obreros del Ayuntamiento tiraron las
brochas al suelo, dejando de pintar. La mujer lavada
por don Laureano corrió hasta la pared, colocó sus manos en forma de cuenco en
uno de los surtidores y comenzó a beber aquel agua negra con una desesperación
que si el cabo no la separa, revienta.
Le entró un dolor de barriga que la obligó a retorcerse, tendida en el
suelo, embarrada. Apretaba las manos sobre el bajo vientre. Pedía, por favor,
que la llevaran a la casa cural, pues solamente el siervo de Dios, don Laureano,
podría liberarla de aquellos retortijones. Nadie se atrevió a ayudarla. El
Cabo dijo:
-
¡Venga, llévenla!.
Y se encaró con Juan Manuel Ponce:
-
¡Tú!. Al fin y al cabo eres el culpable. Si no
hubieses disparado contra la pared no habría salido agua, y si no hubiese
salido el agua, ésta no tendría los retortijones que tiene. ¡Así que a
cargar con ella hasta la casa cural!.
Juan Manuel Ponce se negó. Instó a los curiosos que allí tenían el
agua, que se atrevieran, que se lavaran las orejas en los chorros, que probaran
a ver si el agua era inofensiva o tenía los mismos atributos que la bendecida
por don Laureano, pero ninguno se aventuró a mojar las manos, mucho menos a
llevarla a la boca y, por supuesto, de ninguna manera a beberla. Allí estaba la
mujer, testimonio evidente de que el agua que manaba de la pared, por obra y
gracia de los perdigonazos de Juan Manuel Ponce, no era agua natural. Y lo
hostigaron:
-
¡Bebe tú, tan macho que te crees!.
Era un desafío.
Juan Manuel podía perder la autoridad que le confería el cargar con una
escopeta de dos cañones. Si no aceptaba el reto, quizá mañana le tocara el
turno de pintura a su casa. De modo que, sin dejar a un lado la escopeta, se
acercó hasta la pared, ahuecó la mano derecha, dejó que el hilo de agua la
llenara y se la llevó a los labios. No sintió dolor. Los retortijones que
esperaban los curiosos no aparecieron. Juan Manuel Ponce se separó, triunfal,
de la pared, miró a los congregados, pensó decirles, “son ustedes pura
mierda”, se abrió paso entre ellos y se alejó. La mujer, todavía en el
suelo, dijo:
-
¡Es mentira!. ¡Tiene que dolerle!
Los presentes sospecharon que la mujer tampoco tenía quebrantos, que los
retortijones eran mentira, porque si a Juan Manuel el agua no le había hecho daño,
por qué iba a hacérsela a ella. No obstante, la mujer insistió. Tan mala cara
le vio el Cabo que, con cierto temblequeo de brazos, la aupó y se encaminó con
ella a la casa cural. Todos los siguieron. Se asemejaba a una procesión. El
Cabo tuvo que solicitar colaboración a dos guardias: “con las vueltas que da
se me va a venir al suelo, y entonces si que no hay Dios que la salve”. Entre
los tres la condujeron hasta la puerta de la casa de don Laureano.
El párroco se negó a salir. Mandó a decir por el ama de llaves que
estaba sumamente quebrantado y que el poder que él tenía era solamente el
poder de perdonar los pecados, no el de curar los dolores de barriga. Nadie lo
creyó. Gritaron que si antes había logrado quitar de la cara de la mujer las
motas negras, lo mismo podía hacer ahora con el dolor de vientre. Don Laureano
ordenó al ama de llaves que les respondiera que ya estaba bien de tonterías,
que lo dejaran en paz, y que si el pueblo entero, y los forasteros, tenían
ataques de diarrea, que se cagaran en medio de la calle, pero que él no iba a
hacer lo más mínimo para calmarles los retortijones.
Fue tajante.
La mujer se murió a las tres de la madrugada, en el cuartel, con los
vecinos expectantes fuera. Los guardias no lograron apartarlos de la puerta. El
Cabo, para prever cualquier incidente, ordenó a una pareja ha hacer guardia,
aunque sin buscar provocaciones.
Quienes oyeron sus últimos suspiros afirmaron que la mujer aseguró que
la cosa no iba a quedar así, que a partir de su muerte el mundo se enteraría
de quién era don Laureano, y que, por lo más santo, no la enterraran en el
cementerio del lugar, ni oficiara el párroco las exequias, sino que abrieran un
hoyo a las afueras y que la metieran allí, sin mortaja, y sin ceremonias.
-
¡Que el cura sepa qué es una muerta sin confesión!.
Cuando don Laureano se enteró, dijo que aquellos decires no eran más
que delirios, que recibiría sepultura santa, como cualquier hijo del pueblo, y
que sería enterrada en el cementerio, donde van a descansar todos los
cristianos. Rogó al Alcalde que suspendiera por ese día la pintada de las
paredes, para que todos tuvieran oportunidad de presenciar y asistir a los
funerales de la difunta forastera. El Alcalde condescendió. Alertó que la
suspensión no duraba más de un día. También insinuó don Laureano que el
Ayuntamiento se hiciera cargo de los gastos del funeral, ya que como la mujer no
tenía familia allí, y nadie sabía de donde había venido, que la caridad
cristiana había que ejercerla precisamente con ella. Pero el Alcalde dijo que
eso no, que el Ayuntamiento no disponía de presupuesto para gastos extras, y
que ya bastantes costos tenía que asumir comprando la pintura y pagando a los
obreros. Don Laureano no insistió. Ya desde el altar, y antes de que el cortejo
saliera del templo, rogó a todos a depositar una moneda en la bandeja colocada
junto a la puerta para poder oficiar las tres misas reglamentarias en los tres días
sucesivos, “como siempre se ha hecho con los difuntos del pueblo”.
Fueron depositando las monedas. Más tarde, en el Bar Facundo, algunos
criticaron la sugerencia del párroco, aduciendo que con todas aquellas monedas
tenía el cura para veinte misas, que el costo debería haberlo asumido él,
pues fue él, en última instancia, quien comenzó con el problema de la mujer
al quitarle las motas pecosas del rostro. Juan Manuel Ponce corroboró:
-
Además, todavía no nos ha dado una explicación
de cómo se las quitó.
Nada raro aconteció durante el funeral, a no ser que don Laureano, en
vez de ponerse la capa pluvial negra, como correspondía al momento, se revistió
con la blanca. Nadie se atrevió a reclamarle, pero él,
para no dar lugar a falsas interpretaciones, lo aclaró una vez concluida
la ceremonial
-
Me puse la capa blanca porque ya hay bastante
negro en las paredes.
Don Toribio Albornoz y de la Finca, teniente alcalde, se recomió la
respuesta. Estaban en terrenos del cura, en el propio cementerio. Sintió una
punzada junto al corazón, como si aquel cadáver fuera exclusivamente obra
suya. Y, aunque nada dijo, dirigió al cura una mirada más grosera que las
palabras que calló.
Los forasteros se asustaron. La curiosidad se había trocado en miedo.
Pensaban que ellos también habían sido convertidos en víctimas a causa de lo
que estaba acaeciendo en Zarzales. Más se asustaron al amanecer, cuando, luego
de recorrer los kilómetros que separaban a Pumareda de Zarzales, comprobaron cómo
las calles del pueblo se habían convertido en pequeños riachuelos de agua
negra. El agua que salía por las perforaciones causadas por los perdigones de
la escopeta de Juan Manuel Ponce sobre la pared, primero se había secado con la
tierra, pero después la tierra se empapó más de lo normal, motivo por lo
cual, como a cuatro metros de la pared, comenzó a manar de nuevo, formando un
manantial. Con la diferencia, por otra parte, de que ahora no manaba incolora,
como al salir de la pared, sino que se tornaba negra, como la pintura. Pensaron
lo que un periodista escribiría días más tarde para el periódico de la
capital: “La negrura no está en la pared sino en el alma del pueblo”.
Así lo comentaron en el Bar Facundo. Juan Manuel Ponce, haciendo gala
nuevamente de su autoridad, respaldada en la escopeta de dos cañones, se opuso
a los comentarios apuntando con el arma:
-
¿Si alguien vuelve a decir, o si alguien escribe
por ahí, que este pueblo tiene alma negra, lo convierto en manantial con cien
mil perdigonazos sobre su cuerpo!.
Se asustaron. Algunos de los forasteros decidieron abandonar el pueblo
para siempre.
Facundo hizo señas a Juan Manuel. Ambos se refugiaron en la cocina de
las miradas de los parroquianos. El dueño del bar puso la mano sobre el hombro
a Juan Manuel para infundirle confianza.
-
¿Qué es lo que ocurre ahora? –preguntó Ponce.
-
No pretendo quitarte autoridad –comentó el
tabernero en tono quedo, para que no se escapara de la cocina ni una palabra de
la conversación.
-
Eso es algo que ya sé –replicó Ponce.
Facundo guardó unos minutos de silencio, quizá para preparar el ánimo
de su interlocutor. Este se adelantó:
-
No estoy para perder tiempo, Facundo.
El tabernero carraspeó para aclarar el pensamiento. De inmediato dijo:
-
Hombre, no les amenaces así, que se nos funde el
negocio.
-
¡Tres cojones me importa! –contestó Juan
Manuel-. Sólo tengo ganas de que nos dejen en paz.
-
No nos dejarán en paz hasta que se aclare el
misterio. Esto de la pintura es como una maldición.
-
Ya te pareces al cura.
-
Lo es, Ponce. Y si lo es, lo único que podemos
hacer es sacarle provecho. Habrá que dar largas al asunto hasta que el agua
vuelva a su cauce.
No era metáfora y el hombre de la escopeta lo sabía.
Sin embargo, el misterio no se aclaraba. Mientras tanto, Juan Manuel
Ponce estaba decidido a caminar por el pueblo con la escopeta en bandolera, para
que la seriedad de Zarzales no quedara en entredicho. Y dijo, mirando de soslayo
a Facundo:
-
¡Sólo nos faltaba eso!.
El día siguiente al entierro de la mujer lavada
por don Laureano nació nublado. A las primeras horas el sol intentó luchar
contra las nubes intensificando su poder. Poco a poco fueron anulando a la
claridad.
Eran nubes negras, que bailaban entre sí, en lo
alto, semejando una macabra danza de fantasmas escapados del infierno. Parecían
querer robarse el puesto unas a otras. Y lo curioso era que solamente se habían
adueñado del cielo de Zarzales, pues, como se supo más tarde, ni en Pumareda
ni en cualquiera de los poblados del contorno, se apreció el fenómeno.
Don Toribio Albornoz y de la Finca impartió la orden:
-
Que se disparen unos cuantos cohetes de los que
tenemos para ahuyentar las tormentas, para asustarlas.
El alguacil, que era el mismo que disparaba los cohetes, se atrevió a
contradecirle:
-
No surten efecto, señor Alcalde, porque esas
nubes no son de tormenta.
Don Toribio no era dado a que alguien pusiera en entredicho la autoridad
y mandó que se ejecutara la orden.
-
Si te niegas, ya puedes buscar empleo en otro
sitio.
El alguacil cumplió lo ordenado, pero las nubes no solamente no se
asustaron sino que dieron los primeros signos de venganza: tres truenos, todos
iguales, todos con idéntica intensidad, y todos antecedidos de sus respectivos
relámpagos, retumbaron en el corazón del Alcalde.
-
Se lo dije, señor alcalde –replicó el
Alguacil.
-
¡No seas pendejo! –lo insultó don Toribio.
Pero fue el alerta de Juan Manuel Ponce lo que puso a temblar al Alcalde,
a don Laureano y, sobre todo, a los forasteros. Su primera expresión fue:
-
¡Nos jodimos!.
Como nadie lo entendió, necesitó aclarar:
-
Los rayos no vinieron del cielo. Salieron del
sepulcro de la mujer lavada.
Nadie osó poner en duda la aseveración de Juan Manuel Ponce. Las
mujeres rogaron al párroco para que hiciera sonar las campanas con el fin de
reunirse todos en el templo y solicitar a Dios nuestro Señor se apiadase de
Zarzales. Don Laureano dijo que no, que se negaba rotundamente a mezclar la
alabanza a Dios en estos acontecimientos naturales. Fue el único, además, que
negó la apreciación de Juan Manuel Ponce:
-
Los rayos siempre han caído del cielo.
Las nubes engordaban aceleradamente, ocultando su propia danza. Nada se
veía. A pesar de ser las tres de la tarde, cuando el sol brilla furioso y reina
sobre las sombras, llegó la oscuridad. El Alcalde reiteró las órdenes del
alguacil:
-
Toca a bando, y di que se refugien todos en sus
casas. No quiero ver un alma fuera.
No fue necesario el alerta. Los forasteros habían iniciado ya el regreso
a Pumareda. Hasta Facundo cerró las puertas del bar. Sólo los muchachos
intentaban quebrantar la orden para adentrarse en el miedo, asomándose por
entre las rendijas de las puertas de madera, de las ventanas. También Juan
Manuel Ponce acechaba a las nubes con su escopeta, apuntando hacia ellas. El
Cabo, al verlo, le dijo:
-
¡Ni se te ocurra!.
Juan Manuel Ponce desafió:
-
A mi no hay quien me la juegue. ¡Ni Dios ni el
diablo!.
Otro trueno ahogó el asombro del Cabo, y no supo si era Dios o el diablo
quien aprobaba o rechazaba la blasfemia de Juan Manuel Ponce. Este, por toda
respuesta, apuntó al cielo y
disparó.
-
¡Estás loco! –lo amenazó el Cabo.
-
Lo hecho, hecho –se excusó Juan Manuel.
Como los perdigones habían perforado la negrura de las
nubes, éstas dejaron escapar su líquido negro, pero no en forma de lluvia sino
en chorritos, tantos cuantos perdigones las habían perforado.
-
Lo mismo que con la pared –dijo el Cabo, y se
apartó. Justamente sobre la cabeza le cayó el agua de uno de los cangilones.
Era negra, a diferencia de la que salía por la pared, y no manchaba. Al
Cabo se le ocurrió la idea:
-
A lo mejor esta agua lava la pintura.
-
A lo mejor –respondió Ponce.
Permanecieron expectantes.
La oscuridad fue tal que ni siquiera veían si las paredes pintadas de
negro se mojaban o no.
-
Esperaremos a mañana. Esto amainará –dijo el
Cabo.
-
¡Esperemos! –contestó, incrédulo, Juan Manuel
Ponce.
El ama de llaves notó quejidos tras la puerta del despacho. No se atrevió
a llamar. Don Laureano, efectivamente, lloraba. Luchaba entre la lógica de
hacer caso a su madre y la teológica de no haber utilizado el talismán escrito
de la Toliña en estos asuntos. Quiso rezar el Breviario para mitigar el dolor,
pero lo que se le reflejaba en cada página era la “oración” de la Toliña,
y en vez de leer “concédenos, oh Dios Todopoderoso, que el ejemplo de los
santos...”, leía “concédenos, oh santa Toliña, pontevedresa, que el
ejemplo tuyo cuando te llevaron a la hoguera...”, y en vez de reflejar en su
mente la imagen de Cristo Crucificado, se representaban imágenes de la bruja,
retorciéndose de dolor mientras los agentes de la Inquisición avivaban las
llamas para derretir el cuerpo de la mujer. Era ante estas imágenes cuando a
don Laureano no le quedaba más remedio que gemir, como si las llamas estuvieran
llegándole ya a las plantas de sus propios pies, como si fuera a él a quien
arrastraban a la hoguera; y entre los presentes al acto religioso estaban, por
una parte, el tribunal de la Inquisición, capitaneado por su Obispo; por la
otra, el pueblo, capitaneado por su madre.
Los capitaneados por su madre ocultaban los ojos con las manos para
disimular las lágrimas y no ser testigos visuales del sacrificio del condenado.
Los capitaneados por el Obispo, ufanos, erguían sus figuras, la mirada prendida
en la hoguera y en su cuerpo ya desnudo por las ropas chamuscadas de la
muchacha. Formaban los dos bandos. El del espanto y el del triunfo irracional.
Estaba en medio de un acto litúrgico, con el
obispo luciendo su más elegante capa pluvial y su sonrisa satisfecha por haber
anticipado el fuego del infierno a quien había osado usurpar los poderes al
Todopoderoso. Estaba en medio de la tenaz lucha entre el bien y el mal, sin
atreverse a pronosticar qué lado era el del bien y cual el del mal. Estaba
sumido en su propia contradicción, en su propio miedo, al borde del precipicio
que separa la bondad y la maldad. ¿Cómo dar el salto?. ¿Quién le tendería
la mano?. Su madre, y aquellos a quienes ella capitaneaba, permanecían con la
mirada escondida, aletargada, los otros, altivos, podrían alargarle la mano
para sortear el precipicio, lo que equivalía, sin duda, a unirse por siempre y
para siempre a su bando.
No se atrevía a solicitar semejante favor, a pesar de que la
mirada del Obispo, con deje de mando, lo estimulaba para que diera el brinco.
Hasta le pareció que el prelado abría la capa pluvial para refugiarlo en su
seno, pero le atraía más el regazo de su madre quien, con los suyos,
continuaba ocultando la mirada.
Las llamas subían. Toliña ahogaba los últimos suspiros. El cielo cubrió
también su tarde espléndida de verano con un manto de nubes negras, como las
que ahora nublaban a Zarzales. Las llamas habían devorado ya todos los atuendos
de Toliña, y ella sacó fuerzas de no se sabe dónde para tronar su último
suspiro: “Dios nunca los perdonará, asesinos”. Y se desplomó.
Las gentes corrieron, pues tras postrer grito el cielo rubricó el final
con un trueno que atemorizó el corazón helado del Obispo. El prelado corrió
también. Los nervios le hicieron pisar el sayo, tropezar y rodar por el suelo.
Don Laureano encaminó la mirada por última vez hacia el cuerpo medio frito ya
de Toliña y pudo apreciar cómo los ojos de la hereje sonreían.