|
1/4 |
Fue por orden
expresa de don Toribio Albornoz y de la Finca, teniente alcalde de Zarzales. Los
votos estaban a pares, seis y seis por lado. Don Toribio Albornoz y de la Finca
dijo: yo, con toda la responsabilidad de mi mando, decido este embrollo. Y
decidió: mi voto va por aquellos que opinan que el pueblo debe ser pintado. Así
que no se hable más de este asunto.
Lo que desconocía don Toribio era que, precisamente a partir de este
histórico momento para la vida de Zarzales, no solamente el pueblo sino el
mundo entero reflejaría su opinión.
Así sucedió. Después de que las cuadrillas del Ayuntamiento remataron
el último brochazo, las agencias noticiosas comenzaron a divulgar la primicia,
acompañada ésta de fotografías. Las gráficas no servían de mucho, es
cierto, ya que las cámaras, al intentar equilibrar los diafragmas, no pudieron
equilibrar la ausencia total de luz. La orden del excelentísimo Ayuntamiento,
con el voto definitorio de don Toribio, había logrado que Zarzales comenzara a
dormir un sueño interminable.
Fue como cosa de magia. Cuando los primeros pintores salieron para
cumplir la orden con sus brochas y tobos repletos de brea, hasta los chiquillos
se mofaron. Remigio, el viejo, cansado de tanta burla, lanzó un brozado al hijo
de Consuelo, la contrabandista, y por más que la mujer intentó frotar con
lija, estopa y piedra pómez el brazo del muchacho, la pintura lo dejó marcado
para siempre.
Don Laureano, el cura, sentenció:
-
Esto parece como lo de la Biblia, pero al revés.
Nadie supo a qué se refería. Sin embargo, a todos le sonó a malo, no
por lo de la Biblia sino por lo de al revés. El sacerdote no se avino a aclarar
su sentencia. Primero, porque temía que los habitantes de Zarzales no la
entendiesen, y segundo, porque el relato del libro Santo terminaba en matanza, y
aunque aquellas marcas pintadas con sangre de cordero eran para salvar vidas y
enseres de los hijos de Israel, es decir, manchas para salvar, éstas eran
negras, con olor a quemado. Se asemejaban más a escombros de fuego del infierno
que a sangre redentora. Por eso, don Laureano no quiso ahondar en su sentencia.
Dejó el dicho tal cual, sin explicación: esto parece como lo de la Biblia,
pero al revés.
Esta vez, al menos, Zarzales se rió de los adelantos del progreso,
impidiendo que las cámaras fotográficas pudieran copiar algo en claro. La
total negrura se mofó de la noticia.
Pero la noticia circuló. Ya por todas partes sabían que Zarzales, un
pueblo perdido en una geografía ignorada, se había vestido de luto por obra y
gracia de una decisión oficial.
El primer día de pintura no dio para mucho. Los curiosos decían que las
autoridades se habían vuelto locas. Hasta hubo algunos, como Sinforoso,
Domitilo, Juan Manuel Ponce, Ricardo Coronado y Diógenes El Vencejo, que se
reunieron con urgencia en el Bar Facundo para oponerse a la decisión del
Ayuntamiento.
En cambio, el resto de los vecinos, pocos en total, no se decidieron a
apoyar a los descontentos, prefiriendo dibujar muecas de disgusto al paso de las
autoridades, mostrando así su descontento. Pero, de ahí a tomar partido para
una oposición formal, hasta donde diera lugar, como fue la decisión de los
reunidos en el Bar Facundo, había un trecho.
Así que los pintores, al menos el segundo día, lograron terminar con
las cuatro cuadras de la calle del Encinar para seguir luego avanzando,
enfilados, hacia la plaza.
El tercer día ya hubo una oposición más real. Tenía que comenzar a
embrear la casa de Juan Manuel Ponce. Este dijo que a sus paredes no las tocaba
ni Dios, y que a ver quién de los pintores tenía cojones para dar el primer
brochazo. Salió con la escopeta de dos cañones y montó guardia a la entrada
de la casa.
-
Es orden del señor alcalde –aclararon los
pintores.
-
Como si es orden del mismísimo diablo –gritó
carrasposamente Juan Manuel Ponce-. Quien se atreva a mancharme
una piedra le meto en el cuerpo un millón de perdigones.
Los pintores leyeron en los airados ojos de Juan Manuel Ponce que la
amenaza iba en serio, y antes de llegar las seis de la tarde, hora en que debían
de posponer el trabajo para el día siguiente, dejaron descansar las brocas. Se
reunieron y eligieron a uno para que se acercara hasta el Ayuntamiento y diera
parte al Alcalde sobre lo que estaba acaeciendo: tampoco es ley que nos
expongamos a los tiros de Ponce sólo por un capricho del Alcalde.
El designado fue y vino. Llegó diciendo que el Alcalde había insistido
en que ellos, lo único que tenían que hacer era cumplir las órdenes, y que si
el tal Juan Manuel Ponce disparaba, pues que él, como autoridad, se entendería
con el asesino, pero que entre tanto continuaran pintando. Los pintores
torcieron los labios. El argumento del Alcalde no les satisfacía. Lo lógico
era que lo que hubiese que resolver fuera resuelto antes de que la furia de Juan
Manuel Ponce presionara el gatillo de la escopeta de dos cañones.
Por vez primera se supo en Zarzales lo que era una huelga. Los peones del
Ayuntamiento sintieron más miedo a la amenaza de Juan Manuel Ponce que a la
orden de la autoridad. Aunque el Alcalde los instó, con cierta fingida voz de
mando, a que continuaran la faena, bajo pena de quedarse desempleados si
desacataban la orden, los pintores, en reunión precipitada, decidieron iniciar
la huelga de brochas caídas.
Era el tercer día y aún la intranquilidad absoluta no se había adueñado
de Zarzales. No obstante, ya comenzaba a hacer mella en el temperamento de don
Toribio Albornoz y de la Finca. Reunió con urgencia a todos los subalternos del
Ayuntamiento y una vez sentados, apoyando los brazos sobre las tablas que
simulaban la mesa, don Toribio que quejó:
-
¡Qué hacemos!.
Los subalternos comprendieron que no se trataba tanto de una consulta
cuando del deseo de la Autoridad de poner fin a aquella engorrosa situación. Y
de poner fin por las malas. Decidieron callar. En realidad el Alcalde no les había
formulado pregunta.
-
Uno se atrevió a indagar:
-
¿Qué orden se ha quebrantado, señor Alcalde?.
-
El orden de no obedecer lo que ordena la
autoridad. ¿Le parece poco?.
Nadie contradijo. Así que el Alcalde ordenó al alguacil a que se
acercara hasta el cuartel e invitara al Cabo para que se personara con toda la
urgencia del caso. El alguacil se lo comunicó tal cual. El Cabo dijo al
alguacil que contestara al Alcalde textualmente: voy cuando me salga de las
narices. Le salió de urgencia. En menos que canta un gallo se cuadró ante la
autoridad de Zarzales:
-
¡Aquí estoy, para lo que ordene!.
El Alcalde le dijo sin miramientos:
-
mande a las dos parejas para que, por las buenas o
por las malas, hagan que los obreros del Ayuntamiento cumplan con su deber.
El Cabo, descuadrándose, y más relajado, se atrevió a sugerir:
-
Si obligo a las parejas, son capaces de disparar.
¡Mire que los míos no se andan por las ramas!.
-
Que disparen al aire –propuso el alcalde.
-
Yo no expongo a mi gente al ridículo –protestó
el Cabo.
-
Pues que disparen a los potes de pintura.
-
Eso ya es otro cantar –sonrió el Cabo. Elevó
la mirada por encima de la cabeza de los presentes, buscó sobre la pared
frontal un punto muerto, clavó en él la mirada, igual que si lo atenazara una
visión, y a tal punto llegó el interrogante que el Alcalde se revolvió en su
asiento, en dirección a la pared, para ver qué estaba deslumbrando al Cabo. El
Alcalde no apreció más que una telaraña que cubría casi por completo al
crucifijo que presidía desde siempre las reuniones, y tres moscas atrapadas y
muertas sobre la tela.
El Cabo recompuso su porte, imprimió a la mirada un deje de satisfacción,
miró al Alcalde y dijo:
-
Eso ya es otra cosa.
El Alcalde sintió celos del crucifijo. Pensó que tenía más poder de
decisión que su legítima autoridad, mas no manifestó su sospecha con el fin
de que los presentes no dudaran de la fuerza de su mando. Recalcó:
-
Así me gusta, cabo.
Sorpresivamente don Toribio Albornoz y de la Finca se arrepintió de su
ocurrencia:
-
¡Que no se les ocurra!.
Y apareció Juan Manuel Ponce. No saludó al entrar. Cargaba la escopeta
en bandolera y la mirada en tensión. El Cabo intentó avanzar un paso, pero el
Alcalde lo contuvo:
-
Quieto, cabo. Aquí dentro no hay violencia.
-
Ni dentro ni fuera. En Zarzales no hay violencia
–sentenció Ponce.
-
¿Pues qué hace usted con esa escopeta?
–intervino el Cabo.
-
¡Defenderme! –replicó, enérgico, Juan Manuel
Ponce.
El Cabo se asustó. En pocas ocasiones circulaba por su temperamento ese
calambre que denotaba miedo. El síntoma claro de que aquel miedo no era
pasajero fue el hecho de que se quedó sin voz. Siempre el Cabo disponía de
respuesta oportuna, aunque no fuera lógica. Siempre la última palabra la decía
él, aunque resultara la peor dicha. Ahora la respuesta se le amordazó en la
garganta, quedó helada en escalofrío, agarrotada en esa especie de frío sudor
que le tembló desde la punta de los pies hasta la superficie del cabello.
Juan Manuel Ponce apreció el estado de aniquilamiento del Cabo. Sintió
pena por él. No es de buen ver un hombre que siempre aparenta fortaleza, por
obra y gracia del mando que ostenta, no es de buen ver contemplarlo así,
achicado, guiñapo. Y sintió lástima. Le echó la mano al hombro y le dijo:
-
Pero si usted lo ordena, no me defiendo.
El Cabo impartió la orden:
-
Que dejen por hoy de pintar. Mañana ya veremos.
Era el tercer día.
La noche se precipitó. Las Tertulias de hombres sentados en los poyos
apenas se prolongaron. Los viejos alertaron sobre lo que estaba ocurriendo: esto
huele a chamusquina. Las mujeres recogieron de inmediato a los muchachos. Por
primera vez en la historia de Zarzales se durmió pendiente de la pesadilla y de
la intranquilidad.
El amanecer descubrió las ojeras de no pocos rostros. El sueño no había
disipado el presentimiento. La gente escrutaba a un lado y a otro. Deseaban dar
respuesta a un interrogante carente de contenido. El sol no se precipitaba por
el lado del teso. La claridad parecía estar cansada. Daba tiempo suficiente
para que Zarzales fuera desperezándose y encontrara su ritmo.
El interior de las casas pesaba tanto como había pesado la noche, razón
por la cual los aldeanos salieron a la calle, caminando sin rumbo. Presentían.
Presentían toparse con algo raro, dejado ahí durante la noche, como una señal
de lo que, sin haber ocurrido, podría acaecer. Lo único que encontraron fue el
mismo color negro de las primeras casas, e idéntica pausa en el embrochado
sobre la de Juan Manuel Ponce. Desilusionados, partieron hacia sus faenas. Era
muy de mañana para que el Alcalde, reunido con las autoridades, pidiera cuentas
al Cabo de por qué había ordenado el paro, de por qué no había sido fuerte y
decisivo en el cumplimiento de su deber, de por qué una fanfarronería de Juan
Manuel Ponce había disminuido la autoridad de los representantes de
salvaguardar el orden. Porque, como le diría más tarde el Alcalde, de ahora en
adelante cualquier que se las dé de gallito pondrá en tela de juicio a la
autoridad y sus guardias no tendrán los arrestos para mandarlos a chirona. El
Alcalde no había visto, como vio el Cabo, la mirada interna de Juan Manuel
Ponce cuando dijo: Defenderme.
Lo comentaron, ya de mañana, a la puerta del Ayuntamiento:
Juan Manuel prefirió no ahondar en comentarios. Se encerró en su casa
como si nada hubiese acaecido. Tampoco era cuestión, por una simple tontería,
de procurar convertirse en héroe.
Hubo reunión en el Ayuntamiento.
Después de acaloradas discusiones se llegó a la siguiente determinación:
que los obreros comiencen a pintar las casas por el lado opuesto. Se le ocurrió
al alguacil, y sin más explicaciones todos comprendieron la intención: una vez
que el pueblo vistiera toda su fachada de negro a ver qué se le ocurría a Juan
Manuel Ponce con su sola casa en blanco. Tomaron la decisión por unanimidad. Se
impartió la orden. Los obreros de dirigieron con sus potes y sus brochas al
otro lado del pueblo y comenzaron a pintar.
Ni siquiera don Laureano, el cura, al comprobar cómo la ermita de las
afueras, ya sin uso pero ermita al fin, iba adquiriendo ese tono oscuro y lúgubre
de horas cercanas al Apocalipsis, se opuso. Y el cuarto día los obreros, sin
oposición, avanzaron en su tarea: cuatro casas pequeñas quedaron concluidas.
Por la noche, en el Bar Facundo, hubo animación.
El día siguiente Zarzales se estremeció. Alguien llegó en el coche de
línea preguntando por Juan Manuel Ponce. Se presentó como periodista del
Diario de la capital y dijo que tenía interés en hablar con “el hombre de la
escopeta que se había opuesto al Cabo”. El Alcalde preguntó al reportero que
cómo había llegado tan pronto la noticia a la capital y que quién había
llevado el chisme, pero el periodista le lanzó un incomprensible parlamento
sobre el secreto profesional, sobre la ética de la información y sobre la
imposibilidad de revelar la fuente. El Alcalde, sin entender absolutamente nada,
no insistió. Ordenó al alguacil a que acompañara al señor periodista hasta
la casa de Juan Manuel Ponce, pero ya en el camino, Sinforoso, el tonto, les
salió al paso. En su tartamudez les alertó:
-
Que, que,que, no lololos recibe...
El alguacil lo apartó con desprecio. El periodista intervino:
-
¿Quién no nos recibe?.
-
Jua,ju,juanma,manuel.
En efecto, no los recibió.
Lo único que vieron, tanto el periodista como el alguacil, fue la punta
del cañón de la escopeta asomando por la estrecha ventana del sobrado. El
periodista captó las intenciones. Solicitó al alguacil que lo condujera hasta
el otro extremo del pueblo, donde estaban los obreros embrochando las casas. El
alguacil se negó. Más tarde se defendió ante los reproches de don Toribio
Albornoz y de la Finca:
-
Es que a mi no me parece que estas cosas tengan
que verlas los forasteros.
Don Toribio aceptó la excusa. Llamó al Cabo y le impartió órdenes:
-
Mande a ese forastero fuera y que en Zarzales no
entre ni un alma más.
El Cabo apostó una pareja en la carretera, justamente en la línea
divisoria del límite entre Zarzales y Pumareda. Pero cuando los de Pumareda se
enteraron de que una pareja de la Guardia impedía el paso hacia Zarzales,
protestaron:
-
¿Qué se han creído, que el pueblo es propiedad
de ellos?.
Resultaron unas fiestas patronales desvaídas. Ni siquiera el baile tuvo
el embrujo de ver parejas de ambos pueblos suponiendo amores. Hasta don
Laureano, el párroco, en el sermón de la misa solemne, sacó a relucir aquella
idiotez de los habitantes de Pumareda, instando a sus parroquianos a unas
celebraciones más sanas, sin tanto alboroto.
-
Además, son unos borrachos. Y lo único que
quieren es acabar con nuestro vino –concluyó el sacerdote.
No le agradó esta sentencia a Facundo, el del Bar, precisamente porque
los de Pumareda eran buenos bebedores.
-
Es verdad que beben, pero también es cierto que
pagan y unas fiestas de aquí nunca serán buenas si falta la alegría de los
borrachos de Pumareda.
Sinforoso, el tonto, tampoco acogió con agrado el sermón del párroco.
El siempre recibía tragos gratuitos de los mozos de Pumareda, así que se pasó
durante toda la procesión del Santo, recostado sobre una de las paredes del
templo, con la mirada apoyada en sus zapatos recién lustrados, aunque viejos.
En compensación por este desaire contra el señor cura, Facundo le echó la
mano al hombro, consolándolo:
-
No te apures, Sinforoso. Este año el vino te lo
brindaré yo. Tengo guardada una cuba que es superior al vino que don Laureano
utiliza para consagrar.
Sinforoso se consoló. A pesar de ello, no osó elevar la mirada del
suelo, protestando de esta manera contra las diatribas que el párroco había
lanzado oficialmente, desde la solemnidad del altar, contra los mozos de
Pumareda.
Facundo se esforzó en un nuevo intento:
-
Vamos a la taberna. Mientras ellos andan en la
procesión, nosotros nos zumbamos una jarra de vino.
Resultó una comprometedora tentación. La garganta había recobrado
temple y el paladar saboreaba por anticipado las delicias de los tragos.
Sinforoso inició la recuperación lenta de su mirada, notándolo, eso sí, algo
pesada. A tal punto que no pudo auparla por completo. Los cánticos cansados de
la procesión, casi completamente en timbre femenino, le obligaron a detener la
mirada a medio camino. Meneó negativamente la cabeza ante el asombro de Facundo
y sentenció con una lógica desconocida que el santo en procesión no tenía la
culpa y que una cosa era irrespetar al cura y otra al patrono celestial.
Facundo se asombró.
-
Sinforoso, no parecen razonamientos tuyos.
-
No son míos –aclaró el tonto.
Sinforoso apuró de un empellón la cabeza y clavó la mirada en lo alto.
Facundo, más lentamente, realizó idéntico movimiento. Todo lo que percibió
fue un cielo absolutamente transparente, del que casi se colaba el trono de
Dios.
-
¿Qué ves? –se atrevió a preguntarle.
-
Lo que hay.
-
Yo solamente veo claridad.
-
¿Te parece poco?
Tiempo después, Facundo se aventuró a comentar esta visión de claridad
azulosa y rara en la barra del Bar, mas nadie le creyó.
-
¡Qué sean cosas de Sinforoso, pase, pero no para
que lo apoyes tú! –le dijeron.
-
¡Yo lo vi! –se esforzaba en convencer Facundo.
-
¿Pero, qué viste?.
Facundo tenía que recurrir a la jarra de vino y empinar un trago para
ahogar la respuesta. Era preferible dejar las cosas tal cual y no insistir en
algo imposible de probar.
El cuarto fue el día en el que los de Pumareda se empeñaron en invadir
a Zarzales. Ese mismo día hubo un acuerdo entre Juan Manuel Ponce y los cuatro
o cinco que lo seguían, y entre el Cabo, el Alcalde y el resto de los vecinos.
Dijeron a una: “Para defender al pueblo, todos unidos”. De tal manera que
mientras los obreros de la brocha gorda continuaban embreando las casas, el
resto de los aldeanos protegían las entradas a Zarzales.
Los de Pumareda desistieron: “Nada se nos ha perdido”. Algunos, más
aventurados, profirieron la sentencia: “Algo pasa en Zarzales. El pueblo se ha
vuelto loco”. Y temieron, más que a la escopeta de dos cañones de Juan
Manuel Ponce, a la posible demencia del pueblo.
Dejaron libre la carretera. Se internaron en su propio territorio, donde
las paredes de las casas lucían del color que cada cual deseaba, y donde ni el
color era necesario, pues la piedra bruta, tal cual, con su tono natural de son,
viento y lluvia, se sentía orgullosa de serlo. Al igual que la piedra,
orgullosos se sintieron los de Pumareda, pensando que su pueblo era libre para
elegir, libre para hacer sonar las campanas a la hora del Angelus, a la hora del
incendio, a la hora de la misa de doce, a la hora del entierro; libre incluso
hasta del poder, porque Pumareda ni tenía Alcalde de verdad, ni cuartelillo, y
el cura de Zarzales hacía de párroco de Pumareda sólo a las horas de los
muertos, los moribundos, los domingos a las diez, los casamientos y los tres días
de duración de las fiestas patronales.
Uno de Pumareda, antes de dar la espalda a los dos cañones de la
escopeta de Ponce y a los uniformes de la pareja de guardias, dijo, como
venganza:
-
Si nosotros no pasamos, ustedes tampoco pasarán.
¡Por ésta! –y dibujó una cruz torcida sobre el polvo del camino. Detrás de
la cruz trazó una línea, marcando así la división. Y dijo: -El primero que
pise la raya se las verá conmigo.
La reunión se efectuó al atardecer del quinto día, en la plaza, cuando
ya los pintores habían cumplido las horas reglamentarias. Don Laureano tomó la
palabra. Dijo que todo lo que estaba acaeciendo en Zarzales le olía a
chamusquina, que de cuándo acá un pueblo debe quedar aislado del resto del
mundo por la simple manía de encalar todas las paredes de negro; que aquella
cruz y la línea trazada por el de Pumareda era un desafío provocado por ellos
mismo, y que, según la doctrina de Cristo, quien inicia la reyerta es quien
debe dar el primer paso para la reconciliación. Y dijo:
-
Así que no seamos zoquetes y dejemos paso libre,
que al fin y al cabo quien va a salir perdiendo somos nosotros.
No tuvo eco la recomendación del párroco. Después de la reunión,
refugiados todos en el Bar Facundo, concluyeron que el cura lo que había dicho
lo dijo por interés, porque él tiene que ir a Pumareda, a la misa y esas
cosas, y que si le cortan el camino cómo va a hacer para traerse las limosnas.
Otros no estaban de acuerdo. Aseguraron que el cura tenía razón, ya que
si alguien muere en Pumareda, o necesita de los auxilios últimos, o una confesión
de urgencia y de última hora, pues que está en su derecho. Alguien propuso:
-
Dejemos a los de Pumareda a ver si para esos casos
permiten la entrada de don Laureano.
Y creyeron que aquella noche alguien iba a morir en el vecino pueblo.
Aguzaron el oído. Las campanas durmieron apaciblemente. Algunos pensaron que
quizá la raya trazada en la carretera podía impedir también el paso del
sonido de las campanas, y que lo mejor era llegarse hasta el límite y borrar la
raya. Así se lo comunicaron al Alcalde, el cual ordenó a uno de los pintores a
que, con una brocha limpia, deshiciera del camino la línea trazada por el de
Pumareda.
Fue y regresó.
Regresó temblando, diciendo que había sido peor el remedio que la
enfermedad. Aquella maldita brocha lo que logró fue rellenar la raya con
pintura negra. El pintor juró ante el Alcalde, el Cabo, Juan Manuel Ponce y don
Laureano que la brocha estaba debidamente limpia, y que si ellos no se
explicaban cómo de una brocha limpia había manado pintura negro, menos él.
Atestiguó que nada más poner la brocha sobre el polvo se percató del color
negro que iba dejando, pero que por más que intentó levantarla del suelo no
pudo: “era como si la brocha se hubiese pegado a la tierra ay como si otra
mano forzara a la mía para seguir sobre la línea trazada por el de Pumareda”.
-
Por más que quise levantar la mano, no pude, lo
juro. Sólo cuando llegué hasta el final, la muñeca se me desengarrotó. Y sólo
entonces vi que la brocha estaba completamente limpia, igual que cuando la lavé
con aguarrás, después de dar el último brochazo a la pared de la ermita.
Don Laureano sentenció:
-
Es claro que se trata de un castigo del cielo.
Pintar una ermita de negro es como mandarnos a todos al infierno. Habrá que
hacer rogativas.
Don Laureano, esa noche, sufrió sobresaltos. Dos veces se levantó,
agarró el libro de latines y rogó al Todopoderoso
que no hiciera realidad lo que la conciencia estaba barruntando. Pero
como el sueño no lo dejaba en paz, desempolvó el libro grande que yacía sobre
el anaquel y extrajo una hoja de papel, impresa en caracteres de cuando los
primeros tiempos de la imprenta, y leyó en voz alta la oración contra los
malos presentimientos. Guardó con extremo cuidado la hoja un tanto raída en el
libro grande y lo colocó sobre el anaquel, para que volviera a descansar tanto
tiempo como hasta ahora.
Sabía don Laureano que
la última vez que había sido leído aquel conjuro fue allá por el siglo XVII,
que quien lo había leído fue una mujer de mal apellido Toliña, natural de una
aldea de Pontevedra, acusada luego de bruja, y quemada, por supuesto, en la
hoguera. El conjuro estampado en aquella hoja
no llegó jamás a manos de los inquisidores y don Laureano tampoco supo de qué
manera había llegado a las de su madre, quien le encomendó, a solas, y en el
último momento del último trance, que no se desprendiera de aquel tesoro,
porque Toliña había sido una santa y herejes y malhadados fueron quienes la
empujaron a la hoguera.
Don Laureano, joven cuando su madre le encargó no revelar el secreto ni
desprenderse del impreso talismán, durante muchos años se burló de esas
creencias y de los decires de todos sus antepasados. Estuvo tentado a revelarle
el secreto a su confesor. Se contuvo. Cuando lo pensaba se le presentaba la
mirada suplicante de su madre en el último trance. Así, año tras año, pudo más
el recuerdo de la madre moribunda que las creencias teológicas. Pero jamás había
osado utilizar el impreso sortilegio.
Esta noche sí. No sabía cómo le entró en la cabeza el pensamiento de
convocar a Zarzales para unas rogativas urgentes. Un presagio. Ya en la cama,
una vez escondida la jaculatoria de la Toliña, dejó que su pensamiento
divagara: “No sé por qué me da que si rocío con agua bendita las paredes
pintadas de negro se vuelven blancas”.
No hay que ocultar que la ocurrencia, en principio, no le desagradó.
Sospechó en un posible milagro. Dejó libre a la imaginación para pensar que
toda su vida de sacerdote podría resumirse en este momento de hacer de Zarzales
un lugar de peregrinación. Poco a poco los acumulados pensamientos fueron esfumándose.
El cuerpo de don Laureano cayó en un sopor impresionante, de tal forma que por
la mañana, su ama de llaves lo creyó muerto: “Es que usted no se despertaba,
don Laureano. Y eso que mire que tiene usted el sueño liviano. Pero por más
que lo zarandeaba, nada”. El sacerdote se excusó por el trabajo acumulado de
días atrás, y que el cuerpo también tiene derecho a rendirse, pero su ama de
llaves no lo creyó: ni las facciones del rostro ni la mirada lucían iguales a
las de otros días. El ama de llaves prefirió no comentar. Don Laureano se
dirigió más deprisa que de ordinario a la iglesia para dar las primeras
campanadas, llamando a los fieles para las rogativas.
Muchos comentarios, que nunca salieron a luz pública, se murmuraron
aquella noche, a la tenue claridad de las brasas, en la cocina. Dijeron que no
era cuestión de milagrería sino de brujería, y que como el obispo de la
capital se enterara del fenómeno podrían intervenir al pueblo.
-
Que yo he oído que por menos han excomulgado a
pueblos enteros.
-
¿Y qué es eso?.
-
Pues algo así como mandarnos al infierno de por
vida.
-
¡Santo Dios!.
-
Lo mejor sería olvidar todo.
-
Como que estas cosas se pueden olvidar...
-
Yo creo que se pueden, si todos queremos.
-
Habrá interesados que no lo deseen.
Los había. Uno de ellos resultó ser Juan Manuel Ponce, quien ya en el
mismo acto de rociar el agua, y mientras todos guardaban el silencio sacral,
dijo:
-
Esto se veía venir. Si me hubiesen hecho caso, no
pasaría lo que está pasando.
Sólo el Alcalde y el Cabo lo miraron con desprecio. Los más movieron la
cabeza dándole crédito.
No llegaron a entenderse. El Alcalde, en un acto de sumisión, y como
dando marcha atrás a la primera orden por él emanada, propuso:
-
Que don Laureano bendiga unos cuantos bidones de
agua y que los obreros comiencen a lavar las paredes pintadas de negro.
El párroco se opuso. Dijo que estaban convirtiendo a la religión en
problema de brochas, dijo que el agua bendita no tenía como objetivo lavar
paredes sino perdonar pecados veniales, “a no ser que, dijo, el Alcalde nos
diga que él ha cometido un pecado al ordenar pintar las paredes de negro; y
visto desde ese ángulo, es posible
que la religión pueda dar una respuesta, puesto que ya no se trataría de lavar
paredes sino pecados estampados en las paredes”.
El Alcalde se defendió. Dijo que de ninguna manera, que él, lo único
que había hecho era inclinar su voto por una de las partes, puesto que la
votación de los miembros del Ayuntamiento estaba en empate, estancada, y que no
le vinieran ahora con la responsabilidad sobre todo lo que estaba ocurriendo, y
mucho menos condenar espiritualmente una acción tan material como es la de
pintar de negro las paredes de las casas del pueblo. Y sentenció:
-
Si esto es pecado, o nos condenamos todos o no se
condena nadie.
-
Las cosas de la Iglesia se quedarán en la
iglesia.
Además, prohibió:
-
Que no se les ocurra a los obreros dar ni un solo
brochazo en negro cuando lleguen a las paredes del templo. La iglesia es pura, y
si contra algo lucha, lo hace contra la negrura de los tizones del fuego eterno.
A don Laureano le llegó la inspiración súbitamente. Utilizar el talismán
impreso, y propiedad de Toliña, la bruja santa pontevedresa, el cual había ido
de mano en mano, desde el siglo XVII hasta llegar a las suyas, justamente en el
momento último del trance de su madre.
Don Laureano lo hizo en secreto. Espió el sueño de su ama de llaves,
descalzó sus pies para que el sonido de las sandalias no le traicionara, se caló
sobre las medias otras más gruesas, de invierno, entreabrió, a oscuras, la
puerta, se asustó al primer sonido de las tres campanadas que el reloj de la
torre marcaba en la oscuridad, miró a derecha, a izquierda, a las ventanas de
enfrente, e inició su paseo nocturno hasta el extremo del pueblo, hasta las
paredes de la ermita pintadas de negro. Introdujo la mano en el bolsillo de la
sotana y extrajo el papel. Lo desdobló, temeroso. Elevó la mirada, temblorosa,
hacia la oscuridad del firmamento, solicitando excusas innecesarias, y se sonrojó
al percatarse de que una diminuta estrella se mofaba de él.
Las paredes de la ermita no parecían tan negras con el manto de la
noche. Se atrevió a posar su mano derecha sobre la pared, sobre la pintura, sin
notar algo anormal. Pensó: “los anormales somos las personas, no las paredes,
ni las pinturas”. Le pareció oportuno el razonamiento. Encaminó de nuevo la
mirada hacia el lugar de las estrellas y no le costó ubicar a la que se había
mofado de él. Le sorprendió que su titilar ya lucía con otra intensidad,
menos arrogante, más complaciente. Lo cual lo tranquilizó sobremanera. El
recuerdo de Toliña y sus poderes ocultos lo ubicó al lado de su madre, quien
nunca tuvo para con él gestos de amargura, ni desaires en exceso.
Había sufrido la orfandad a temprana edad. Esa deficiencia pudo ser
convenientemente compensada por su madre durante los primeros años. Luego, el
seminario suplió la paternidad faltante y fue uno de los muchachos que mejor
comprendió la figura de la paternidad espiritual a falta de la real.
“Dios es padre de todos”, le insistían en las pláticas religiosas.
Este eslogan se lo apropió de tal manera que llegó a creer que Dios tenía
cierto favoritismo hacia él, por eso de ser huérfano de verdad.