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Fue por orden expresa de don Toribio Albornoz y de la Finca, teniente alcalde de Zarzales. Los votos estaban a pares, seis y seis por lado. Don Toribio Albornoz y de la Finca dijo: yo, con toda la responsabilidad de mi mando, decido este embrollo. Y decidió: mi voto va por aquellos que opinan que el pueblo debe ser pintado. Así que no se hable más de este asunto.

     Lo que desconocía don Toribio era que, precisamente a partir de este histórico momento para la vida de Zarzales, no solamente el pueblo sino el mundo entero reflejaría su opinión.

     Así sucedió. Después de que las cuadrillas del Ayuntamiento remataron el último brochazo, las agencias noticiosas comenzaron a divulgar la primicia, acompañada ésta de fotografías. Las gráficas no servían de mucho, es cierto, ya que las cámaras, al intentar equilibrar los diafragmas, no pudieron equilibrar la ausencia total de luz. La orden del excelentísimo Ayuntamiento, con el voto definitorio de don Toribio, había logrado que Zarzales comenzara a dormir un sueño interminable.

     Fue como cosa de magia. Cuando los primeros pintores salieron para cumplir la orden con sus brochas y tobos repletos de brea, hasta los chiquillos se mofaron. Remigio, el viejo, cansado de tanta burla, lanzó un brozado al hijo de Consuelo, la contrabandista, y por más que la mujer intentó frotar con lija, estopa y piedra pómez el brazo del muchacho, la pintura lo dejó marcado para siempre.

     Don Laureano, el cura, sentenció:

-        Esto parece como lo de la Biblia, pero al revés.

     Nadie supo a qué se refería. Sin embargo, a todos le sonó a malo, no por lo de la Biblia sino por lo de al revés. El sacerdote no se avino a aclarar su sentencia. Primero, porque temía que los habitantes de Zarzales no la entendiesen, y segundo, porque el relato del libro Santo terminaba en matanza, y aunque aquellas marcas pintadas con sangre de cordero eran para salvar vidas y enseres de los hijos de Israel, es decir, manchas para salvar, éstas eran negras, con olor a quemado. Se asemejaban más a escombros de fuego del infierno que a sangre redentora. Por eso, don Laureano no quiso ahondar en su sentencia. Dejó el dicho tal cual, sin explicación: esto parece como lo de la Biblia, pero al revés.

     Esta vez, al menos, Zarzales se rió de los adelantos del progreso, impidiendo que las cámaras fotográficas pudieran copiar algo en claro. La total negrura se mofó de la noticia.

     Pero la noticia circuló. Ya por todas partes sabían que Zarzales, un pueblo perdido en una geografía ignorada, se había vestido de luto por obra y gracia de una decisión oficial.

     El primer día de pintura no dio para mucho. Los curiosos decían que las autoridades se habían vuelto locas. Hasta hubo algunos, como Sinforoso, Domitilo, Juan Manuel Ponce, Ricardo Coronado y Diógenes El Vencejo, que se reunieron con urgencia en el Bar Facundo para oponerse a la decisión del Ayuntamiento.

-  ¡Cómo va a ser que ahora nos pinten el pueblo de negro! –protestaron.

     En cambio, el resto de los vecinos, pocos en total, no se decidieron a apoyar a los descontentos, prefiriendo dibujar muecas de disgusto al paso de las autoridades, mostrando así su descontento. Pero, de ahí a tomar partido para una oposición formal, hasta donde diera lugar, como fue la decisión de los reunidos en el Bar Facundo, había un trecho.

     Así que los pintores, al menos el segundo día, lograron terminar con las cuatro cuadras de la calle del Encinar para seguir luego avanzando, enfilados, hacia la plaza.

     El tercer día ya hubo una oposición más real. Tenía que comenzar a embrear la casa de Juan Manuel Ponce. Este dijo que a sus paredes no las tocaba ni Dios, y que a ver quién de los pintores tenía cojones para dar el primer brochazo. Salió con la escopeta de dos cañones y montó guardia a la entrada de la casa.

-        Es orden del señor alcalde –aclararon los pintores.

-        Como si es orden del mismísimo diablo –gritó carrasposamente Juan Manuel Ponce-. Quien se atreva a mancharme  una piedra le meto en el cuerpo un millón de perdigones.

     Los pintores leyeron en los airados ojos de Juan Manuel Ponce que la amenaza iba en serio, y antes de llegar las seis de la tarde, hora en que debían de posponer el trabajo para el día siguiente, dejaron descansar las brocas. Se reunieron y eligieron a uno para que se acercara hasta el Ayuntamiento y diera parte al Alcalde sobre lo que estaba acaeciendo: tampoco es ley que nos expongamos a los tiros de Ponce sólo por un capricho del Alcalde.

     El designado fue y vino. Llegó diciendo que el Alcalde había insistido en que ellos, lo único que tenían que hacer era cumplir las órdenes, y que si el tal Juan Manuel Ponce disparaba, pues que él, como autoridad, se entendería con el asesino, pero que entre tanto continuaran pintando. Los pintores torcieron los labios. El argumento del Alcalde no les satisfacía. Lo lógico era que lo que hubiese que resolver fuera resuelto antes de que la furia de Juan Manuel Ponce presionara el gatillo de la escopeta de dos cañones.

     Por vez primera se supo en Zarzales lo que era una huelga. Los peones del Ayuntamiento sintieron más miedo a la amenaza de Juan Manuel Ponce que a la orden de la autoridad. Aunque el Alcalde los instó, con cierta fingida voz de mando, a que continuaran la faena, bajo pena de quedarse desempleados si desacataban la orden, los pintores, en reunión precipitada, decidieron iniciar la huelga de brochas caídas.

     Era el tercer día y aún la intranquilidad absoluta no se había adueñado de Zarzales. No obstante, ya comenzaba a hacer mella en el temperamento de don Toribio Albornoz y de la Finca. Reunió con urgencia a todos los subalternos del Ayuntamiento y una vez sentados, apoyando los brazos sobre las tablas que simulaban la mesa, don Toribio que quejó:

-        ¡Qué hacemos!.

     Los subalternos comprendieron que no se trataba tanto de una consulta cuando del deseo de la Autoridad de poner fin a aquella engorrosa situación. Y de poner fin por las malas. Decidieron callar. En realidad el Alcalde no les había formulado pregunta.

Voy a impartir órdenes al Cabo para que restablezca el orden.

-     Uno se atrevió a indagar:

-        ¿Qué orden se ha quebrantado, señor Alcalde?.

-        El orden de no obedecer lo que ordena la autoridad. ¿Le parece poco?.

     Nadie contradijo. Así que el Alcalde ordenó al alguacil a que se acercara hasta el cuartel e invitara al Cabo para que se personara con toda la urgencia del caso. El alguacil se lo comunicó tal cual. El Cabo dijo al alguacil que contestara al Alcalde textualmente: voy cuando me salga de las narices. Le salió de urgencia. En menos que canta un gallo se cuadró ante la autoridad de Zarzales:

-        ¡Aquí estoy, para lo que ordene!.

     El Alcalde  le dijo sin miramientos:

-        mande a las dos parejas para que, por las buenas o por las malas, hagan que los obreros del Ayuntamiento cumplan con su deber.

    El Cabo, descuadrándose, y más relajado, se atrevió a sugerir:

-        Si obligo a las parejas, son capaces de disparar. ¡Mire que los míos no se andan por las ramas!.

-        Que disparen al aire –propuso el alcalde.

-        Yo no expongo a mi gente al ridículo –protestó el Cabo.

-        Pues que disparen a los potes de pintura.

-        Eso ya es otro cantar –sonrió el Cabo. Elevó la mirada por encima de la cabeza de los presentes, buscó sobre la pared frontal un punto muerto, clavó en él la mirada, igual que si lo atenazara una visión, y a tal punto llegó el interrogante que el Alcalde se revolvió en su asiento, en dirección a la pared, para ver qué estaba deslumbrando al Cabo. El Alcalde no apreció más que una telaraña que cubría casi por completo al crucifijo que presidía desde siempre las reuniones, y tres moscas atrapadas y muertas sobre la tela.

     El Cabo recompuso su porte, imprimió a la mirada un deje de satisfacción, miró al Alcalde y dijo:

-        Eso ya es otra cosa.

     El Alcalde sintió celos del crucifijo. Pensó que tenía más poder de decisión que su legítima autoridad, mas no manifestó su sospecha con el fin de que los presentes no dudaran de la fuerza de su mando. Recalcó:

-        Así me gusta, cabo.

     Sorpresivamente don Toribio Albornoz y de la Finca se arrepintió de su ocurrencia:

-        ¡Que no se les ocurra!.

     Y apareció Juan Manuel Ponce. No saludó al entrar. Cargaba la escopeta en bandolera y la mirada en tensión. El Cabo intentó avanzar un paso, pero el Alcalde lo contuvo:

-        Quieto, cabo. Aquí dentro no hay violencia.

-        Ni dentro ni fuera. En Zarzales no hay violencia –sentenció Ponce.

-        ¿Pues qué hace usted con esa escopeta? –intervino el Cabo.

-        ¡Defenderme! –replicó, enérgico, Juan Manuel Ponce.

     Lo aseveró con tal énfasis que el Cabo comprendió que no hay paz sin defensa, y que no es violento quien se defiende sino quien ataca, y que aquella respuesta de Ponce tenía mucho intríngulis, y que, por último, se trataba de una acusación. El Cabo comprendió que lo que rumiaba Juan Manuel Ponce era que siempre hay un sujeto de violencia, y que ésta, que estaba a punto de desatarse, partía de la autoridad, no de quien, escopeta en mano, defendía la pulcritud de las paredes de su propiedad.

     El Cabo se asustó. En pocas ocasiones circulaba por su temperamento ese calambre que denotaba miedo. El síntoma claro de que aquel miedo no era pasajero fue el hecho de que se quedó sin voz. Siempre el Cabo disponía de respuesta oportuna, aunque no fuera lógica. Siempre la última palabra la decía él, aunque resultara la peor dicha. Ahora la respuesta se le amordazó en la garganta, quedó helada en escalofrío, agarrotada en esa especie de frío sudor que le tembló desde la punta de los pies hasta la superficie del cabello.

     Juan Manuel Ponce apreció el estado de aniquilamiento del Cabo. Sintió pena por él. No es de buen ver un hombre que siempre aparenta fortaleza, por obra y gracia del mando que ostenta, no es de buen ver contemplarlo así, achicado, guiñapo. Y sintió lástima. Le echó la mano al hombro y le dijo:

-        Pero si usted lo ordena, no me defiendo.

     El Cabo impartió la orden:

-        Que dejen por hoy de pintar. Mañana ya veremos.

     Era el tercer día.

     La noche se precipitó. Las Tertulias de hombres sentados en los poyos apenas se prolongaron. Los viejos alertaron sobre lo que estaba ocurriendo: esto huele a chamusquina. Las mujeres recogieron de inmediato a los muchachos. Por primera vez en la historia de Zarzales se durmió pendiente de la pesadilla y de la intranquilidad.

     El amanecer descubrió las ojeras de no pocos rostros. El sueño no había disipado el presentimiento. La gente escrutaba a un lado y a otro. Deseaban dar respuesta a un interrogante carente de contenido. El sol no se precipitaba por el lado del teso. La claridad parecía estar cansada. Daba tiempo suficiente para que Zarzales fuera desperezándose y encontrara su ritmo.

     El interior de las casas pesaba tanto como había pesado la noche, razón por la cual los aldeanos salieron a la calle, caminando sin rumbo. Presentían. Presentían toparse con algo raro, dejado ahí durante la noche, como una señal de lo que, sin haber ocurrido, podría acaecer. Lo único que encontraron fue el mismo color negro de las primeras casas, e idéntica pausa en el embrochado sobre la de Juan Manuel Ponce. Desilusionados, partieron hacia sus faenas. Era muy de mañana para que el Alcalde, reunido con las autoridades, pidiera cuentas al Cabo de por qué había ordenado el paro, de por qué no había sido fuerte y decisivo en el cumplimiento de su deber, de por qué una fanfarronería de Juan Manuel Ponce había disminuido la autoridad de los representantes de salvaguardar el orden. Porque, como le diría más tarde el Alcalde, de ahora en adelante cualquier que se las dé de gallito pondrá en tela de juicio a la autoridad y sus guardias no tendrán los arrestos para mandarlos a chirona. El Alcalde no había visto, como vio el Cabo, la mirada interna de Juan Manuel Ponce cuando dijo: Defenderme.

     Lo comentaron, ya de mañana, a la puerta del Ayuntamiento:

-    ¡Ese Ponce sí tiene cojones!.

     Juan Manuel prefirió no ahondar en comentarios. Se encerró en su casa como si nada hubiese acaecido. Tampoco era cuestión, por una simple tontería, de procurar convertirse en héroe.

     Hubo reunión en el Ayuntamiento.

     Después de acaloradas discusiones se llegó a la siguiente determinación: que los obreros comiencen a pintar las casas por el lado opuesto. Se le ocurrió al alguacil, y sin más explicaciones todos comprendieron la intención: una vez que el pueblo vistiera toda su fachada de negro a ver qué se le ocurría a Juan Manuel Ponce con su sola casa en blanco. Tomaron la decisión por unanimidad. Se impartió la orden. Los obreros de dirigieron con sus potes y sus brochas al otro lado del pueblo y comenzaron a pintar.

     Ni siquiera don Laureano, el cura, al comprobar cómo la ermita de las afueras, ya sin uso pero ermita al fin, iba adquiriendo ese tono oscuro y lúgubre de horas cercanas al Apocalipsis, se opuso. Y el cuarto día los obreros, sin oposición, avanzaron en su tarea: cuatro casas pequeñas quedaron concluidas.

     Por la noche, en el Bar Facundo, hubo animación.

     El día siguiente Zarzales se estremeció. Alguien llegó en el coche de línea preguntando por Juan Manuel Ponce. Se presentó como periodista del Diario de la capital y dijo que tenía interés en hablar con “el hombre de la escopeta que se había opuesto al Cabo”. El Alcalde preguntó al reportero que cómo había llegado tan pronto la noticia a la capital y que quién había llevado el chisme, pero el periodista le lanzó un incomprensible parlamento sobre el secreto profesional, sobre la ética de la información y sobre la imposibilidad de revelar la fuente. El Alcalde, sin entender absolutamente nada, no insistió. Ordenó al alguacil a que acompañara al señor periodista hasta la casa de Juan Manuel Ponce, pero ya en el camino, Sinforoso, el tonto, les salió al paso. En su tartamudez les alertó:

-        Que, que,que, no lololos recibe...

     El alguacil lo apartó con desprecio. El periodista intervino:

-        ¿Quién no nos recibe?.

-        Jua,ju,juanma,manuel.

     En efecto, no los recibió.

     Lo único que vieron, tanto el periodista como el alguacil, fue la punta del cañón de la escopeta asomando por la estrecha ventana del sobrado. El periodista captó las intenciones. Solicitó al alguacil que lo condujera hasta el otro extremo del pueblo, donde estaban los obreros embrochando las casas. El alguacil se negó. Más tarde se defendió ante los reproches de don Toribio Albornoz y de la Finca:

-        Es que a mi no me parece que estas cosas tengan que verlas los forasteros.

     Don Toribio aceptó la excusa. Llamó al Cabo y le impartió órdenes:

-        Mande a ese forastero fuera y que en Zarzales no entre ni un alma más.

     El Cabo apostó una pareja en la carretera, justamente en la línea divisoria del límite entre Zarzales y Pumareda. Pero cuando los de Pumareda se enteraron de que una pareja de la Guardia impedía el paso hacia Zarzales, protestaron:

-        ¿Qué se han creído, que el pueblo es propiedad de ellos?.

     Tal revuelo se armó en el pueblo vecino que el Alcalde de Pumareda tuvo que calmar los ánimos, cosa nada fácil. Volvieron a luz rencillas anteriores, de cuando quedó embarazada una moza de Pumareda sin que el honor del pueblo hubiese quedado en su lugar; de cuando un juez, llegado de la capital, dictó sentencia, por razón de linderos, a favor de uno de Zarzales en detrimento de uno de Pumareda; de cuando la partera de Zarzales no pudo ayudar en el parto a una vaca de Pumareda, muriendo la cría. Creyeron, en aquel entonces, que la partera lo había hecho con intención, y fue la primera vez en toda la historia de ambas aldeas en que la juventud de Pumareda boicoteó las fiestas patronales de Zarzales, no acudiendo a las competencias de juego de frontón, del baile de la jota, de rachar troncos de madera, del juego de la rana, inclusive, de la belleza de las mujeres.

     Resultaron unas fiestas patronales desvaídas. Ni siquiera el baile tuvo el embrujo de ver parejas de ambos pueblos suponiendo amores. Hasta don Laureano, el párroco, en el sermón de la misa solemne, sacó a relucir aquella idiotez de los habitantes de Pumareda, instando a sus parroquianos a unas celebraciones más sanas, sin tanto alboroto.

-        Además, son unos borrachos. Y lo único que quieren es acabar con nuestro vino –concluyó el sacerdote.

     No le agradó esta sentencia a Facundo, el del Bar, precisamente porque los de Pumareda eran buenos bebedores.

-        Es verdad que beben, pero también es cierto que pagan y unas fiestas de aquí nunca serán buenas si falta la alegría de los borrachos de Pumareda.

     Sinforoso, el tonto, tampoco acogió con agrado el sermón del párroco. El siempre recibía tragos gratuitos de los mozos de Pumareda, así que se pasó durante toda la procesión del Santo, recostado sobre una de las paredes del templo, con la mirada apoyada en sus zapatos recién lustrados, aunque viejos. En compensación por este desaire contra el señor cura, Facundo le echó la mano al hombro, consolándolo:

-        No te apures, Sinforoso. Este año el vino te lo brindaré yo. Tengo guardada una cuba que es superior al vino que don Laureano utiliza para consagrar.

     Sinforoso se consoló. A pesar de ello, no osó elevar la mirada del suelo, protestando de esta manera contra las diatribas que el párroco había lanzado oficialmente, desde la solemnidad del altar, contra los mozos de Pumareda.

     Facundo se esforzó en un nuevo intento:

-        Vamos a la taberna. Mientras ellos andan en la procesión, nosotros nos zumbamos una jarra de vino.

     Resultó una comprometedora tentación. La garganta había recobrado temple y el paladar saboreaba por anticipado las delicias de los tragos. Sinforoso inició la recuperación lenta de su mirada, notándolo, eso sí, algo pesada. A tal punto que no pudo auparla por completo. Los cánticos cansados de la procesión, casi completamente en timbre femenino, le obligaron a detener la mirada a medio camino. Meneó negativamente la cabeza ante el asombro de Facundo y sentenció con una lógica desconocida que el santo en procesión no tenía la culpa y que una cosa era irrespetar al cura y otra al patrono celestial.

     Facundo se asombró.

-        Sinforoso, no parecen razonamientos tuyos.

-        No son míos –aclaró el tonto.

     -     ¿De quién, entonces?.

     Sinforoso apuró de un empellón la cabeza y clavó la mirada en lo alto. Facundo, más lentamente, realizó idéntico movimiento. Todo lo que percibió fue un cielo absolutamente transparente, del que casi se colaba el trono de Dios.

-        ¿Qué ves? –se atrevió a preguntarle.

-        Lo que hay.

-        Yo solamente veo claridad.

-        ¿Te parece poco?

     Tiempo después, Facundo se aventuró a comentar esta visión de claridad azulosa y rara en la barra del Bar, mas nadie le creyó.

-        ¡Qué sean cosas de Sinforoso, pase, pero no para que lo apoyes tú! –le dijeron.

-        ¡Yo lo vi! –se esforzaba en convencer Facundo.

-        ¿Pero, qué viste?.

     Facundo tenía que recurrir a la jarra de vino y empinar un trago para ahogar la respuesta. Era preferible dejar las cosas tal cual y no insistir en algo imposible de probar.

     El cuarto fue el día en el que los de Pumareda se empeñaron en invadir a Zarzales. Ese mismo día hubo un acuerdo entre Juan Manuel Ponce y los cuatro o cinco que lo seguían, y entre el Cabo, el Alcalde y el resto de los vecinos. Dijeron a una: “Para defender al pueblo, todos unidos”. De tal manera que mientras los obreros de la brocha gorda continuaban embreando las casas, el resto de los aldeanos protegían las entradas a Zarzales.

     Los de Pumareda desistieron: “Nada se nos ha perdido”. Algunos, más aventurados, profirieron la sentencia: “Algo pasa en Zarzales. El pueblo se ha vuelto loco”. Y temieron, más que a la escopeta de dos cañones de Juan Manuel Ponce, a la posible demencia del pueblo.

     Dejaron libre la carretera. Se internaron en su propio territorio, donde las paredes de las casas lucían del color que cada cual deseaba, y donde ni el color era necesario, pues la piedra bruta, tal cual, con su tono natural de son, viento y lluvia, se sentía orgullosa de serlo. Al igual que la piedra, orgullosos se sintieron los de Pumareda, pensando que su pueblo era libre para elegir, libre para hacer sonar las campanas a la hora del Angelus, a la hora del incendio, a la hora de la misa de doce, a la hora del entierro; libre incluso hasta del poder, porque Pumareda ni tenía Alcalde de verdad, ni cuartelillo, y el cura de Zarzales hacía de párroco de Pumareda sólo a las horas de los muertos, los moribundos, los domingos a las diez, los casamientos y los tres días de duración de las fiestas patronales.

     Uno de Pumareda, antes de dar la espalda a los dos cañones de la escopeta de Ponce y a los uniformes de la pareja de guardias, dijo, como venganza:

-        Si nosotros no pasamos, ustedes tampoco pasarán. ¡Por ésta! –y dibujó una cruz torcida sobre el polvo del camino. Detrás de la cruz trazó una línea, marcando así la división. Y dijo: -El primero que pise la raya se las verá conmigo.

     Juan Manuel Ponce bajó los cañones de la escopeta intuyendo que todo aquello estaba llegando demasiado lejos. Escrutó la mirada de los guardias, como diciendo, qué hacemos. Los guardias permanecieron tiesos, tal y como el Cabo había ordenado. El Alcalde no supo tomar la palabra. Y en la mente de todos se esculpió este pensamiento: “Ha sido una declaración de guerra”.

     La reunión se efectuó al atardecer del quinto día, en la plaza, cuando ya los pintores habían cumplido las horas reglamentarias. Don Laureano tomó la palabra. Dijo que todo lo que estaba acaeciendo en Zarzales le olía a chamusquina, que de cuándo acá un pueblo debe quedar aislado del resto del mundo por la simple manía de encalar todas las paredes de negro; que aquella cruz y la línea trazada por el de Pumareda era un desafío provocado por ellos mismo, y que, según la doctrina de Cristo, quien inicia la reyerta es quien debe dar el primer paso para la reconciliación. Y dijo:

-        Así que no seamos zoquetes y dejemos paso libre, que al fin y al cabo quien va a salir perdiendo somos nosotros.

     No tuvo eco la recomendación del párroco. Después de la reunión, refugiados todos en el Bar Facundo, concluyeron que el cura lo que había dicho lo dijo por interés, porque él tiene que ir a Pumareda, a la misa y esas cosas, y que si le cortan el camino cómo va a hacer para traerse las limosnas.

     Otros no estaban de acuerdo. Aseguraron que el cura tenía razón, ya que si alguien muere en Pumareda, o necesita de los auxilios últimos, o una confesión de urgencia y de última hora, pues que está en su derecho. Alguien propuso:

-        Dejemos a los de Pumareda a ver si para esos casos permiten la entrada de don Laureano.

     Y creyeron que aquella noche alguien iba a morir en el vecino pueblo. Aguzaron el oído. Las campanas durmieron apaciblemente. Algunos pensaron que quizá la raya trazada en la carretera podía impedir también el paso del sonido de las campanas, y que lo mejor era llegarse hasta el límite y borrar la raya. Así se lo comunicaron al Alcalde, el cual ordenó a uno de los pintores a que, con una brocha limpia, deshiciera del camino la línea trazada por el de Pumareda.

     Fue y regresó.

     Regresó temblando, diciendo que había sido peor el remedio que la enfermedad. Aquella maldita brocha lo que logró fue rellenar la raya con pintura negra. El pintor juró ante el Alcalde, el Cabo, Juan Manuel Ponce y don Laureano que la brocha estaba debidamente limpia, y que si ellos no se explicaban cómo de una brocha limpia había manado pintura negro, menos él. Atestiguó que nada más poner la brocha sobre el polvo se percató del color negro que iba dejando, pero que por más que intentó levantarla del suelo no pudo: “era como si la brocha se hubiese pegado a la tierra ay como si otra mano forzara a la mía para seguir sobre la línea trazada por el de Pumareda”.

-        Por más que quise levantar la mano, no pude, lo juro. Sólo cuando llegué hasta el final, la muñeca se me desengarrotó. Y sólo entonces vi que la brocha estaba completamente limpia, igual que cuando la lavé con aguarrás, después de dar el último brochazo a la pared de la ermita.

     Don  Laureano sentenció:

-        Es claro que se trata de un castigo del cielo. Pintar una ermita de negro es como mandarnos a todos al infierno. Habrá que hacer rogativas.

     Las rogativas se planificaron para el día siguiente. Encargaron a los monaguillos ir de casa en casa, anunciándolas. “Y que nadie falte, es de vida o muerte”, decían los muchachos según instrucciones de don Laureano. Nadie en Zarzales puso en duda la necesidad de rociar con agua bendita todos los rincones.

     Don Laureano, esa noche, sufrió sobresaltos. Dos veces se levantó, agarró el libro de latines y rogó al Todopoderoso  que no hiciera realidad lo que la conciencia estaba barruntando. Pero como el sueño no lo dejaba en paz, desempolvó el libro grande que yacía sobre el anaquel y extrajo una hoja de papel, impresa en caracteres de cuando los primeros tiempos de la imprenta, y leyó en voz alta la oración contra los malos presentimientos. Guardó con extremo cuidado la hoja un tanto raída en el libro grande y lo colocó sobre el anaquel, para que volviera a descansar tanto tiempo como hasta ahora.

Sabía don Laureano que la última vez que había sido leído aquel conjuro fue allá por el siglo XVII, que quien lo había leído fue una mujer de mal apellido Toliña, natural de una aldea de Pontevedra, acusada luego de bruja, y quemada, por supuesto, en la hoguera. El conjuro estampado en aquella  hoja no llegó jamás a manos de los inquisidores y don Laureano tampoco supo de qué manera había llegado a las de su madre, quien le encomendó, a solas, y en el último momento del último trance, que no se desprendiera de aquel tesoro, porque Toliña había sido una santa y herejes y malhadados fueron quienes la empujaron a la hoguera.

     Don Laureano, joven cuando su madre le encargó no revelar el secreto ni desprenderse del impreso talismán, durante muchos años se burló de esas creencias y de los decires de todos sus antepasados. Estuvo tentado a revelarle el secreto a su confesor. Se contuvo. Cuando lo pensaba se le presentaba la mirada suplicante de su madre en el último trance. Así, año tras año, pudo más el recuerdo de la madre moribunda que las creencias teológicas. Pero jamás había osado utilizar el impreso sortilegio.

     Esta noche sí. No sabía cómo le entró en la cabeza el pensamiento de convocar a Zarzales para unas rogativas urgentes. Un presagio. Ya en la cama, una vez escondida la jaculatoria de la Toliña, dejó que su pensamiento divagara: “No sé por qué me da que si rocío con agua bendita las paredes pintadas de negro se vuelven blancas”.

     No hay que ocultar que la ocurrencia, en principio, no le desagradó. Sospechó en un posible milagro. Dejó libre a la imaginación para pensar que toda su vida de sacerdote podría resumirse en este momento de hacer de Zarzales un lugar de peregrinación. Poco a poco los acumulados pensamientos fueron esfumándose. El cuerpo de don Laureano cayó en un sopor impresionante, de tal forma que por la mañana, su ama de llaves lo creyó muerto: “Es que usted no se despertaba, don Laureano. Y eso que mire que tiene usted el sueño liviano. Pero por más que lo zarandeaba, nada”. El sacerdote se excusó por el trabajo acumulado de días atrás, y que el cuerpo también tiene derecho a rendirse, pero su ama de llaves no lo creyó: ni las facciones del rostro ni la mirada lucían iguales a las de otros días. El ama de llaves prefirió no comentar. Don Laureano se dirigió más deprisa que de ordinario a la iglesia para dar las primeras campanadas, llamando a los fieles para las rogativas.

     El presentimiento nocturno del párroco no lo defraudó. Cuando agarró el hisopo y esparció el primer golpe de agua bendita sobre la pared de la primera de las casas revestidas de pintura negra, fue como si en lugar de agua bendita el sacerdote hubiese rociado cal. Un suspiro hacia adentro desgarró las gargantas de los feligreses. Durante mucho tiempo había oído de la posibilidad de los milagros, pero éstos, para ellos, eran esos que se daban en los Evangelios, o los que hacía los santos, según cuentan los misioneros cada tres años, cuando llegan a Zarzales para predicar las misiones. Pero de ahí a que don Laureano tuviera poder para volver lo negro en blanco, y más cuando esas pinturas habían sido ordenadas por las autoridades civiles, no parecía. De ahí que, a pesar de la visión, en la mente de más de uno nació la sospecha de que en todo lo que estaba ocurriendo en Zarzales había gato encerrado.

     Muchos comentarios, que nunca salieron a luz pública, se murmuraron aquella noche, a la tenue claridad de las brasas, en la cocina. Dijeron que no era cuestión de milagrería sino de brujería, y que como el obispo de la capital se enterara del fenómeno podrían intervenir al pueblo.

-        Que yo he oído que por menos han excomulgado a pueblos enteros.

-        ¿Y qué es eso?.

-        Pues algo así como mandarnos al infierno de por vida.

-        ¡Santo Dios!.

-        Lo mejor sería olvidar todo.

-        Como que estas cosas se pueden olvidar...

-        Yo creo que se pueden, si todos queremos.

-        Habrá interesados que no lo deseen.

     Los había. Uno de ellos resultó ser Juan Manuel Ponce, quien ya en el mismo acto de rociar el agua, y mientras todos guardaban el silencio sacral, dijo:

-        Esto se veía venir. Si me hubiesen hecho caso, no pasaría lo que está pasando.

     Sólo el Alcalde y el Cabo lo miraron con desprecio. Los más movieron la cabeza dándole crédito.

     No llegaron a entenderse. El Alcalde, en un acto de sumisión, y como dando marcha atrás a la primera orden por él emanada, propuso:

-        Que don Laureano bendiga unos cuantos bidones de agua y que los obreros comiencen a lavar las paredes pintadas de negro.

     El párroco se opuso. Dijo que estaban convirtiendo a la religión en problema de brochas, dijo que el agua bendita no tenía como objetivo lavar paredes sino perdonar pecados veniales, “a no ser que, dijo, el Alcalde nos diga que él ha cometido un pecado al ordenar pintar las paredes de negro; y visto desde ese  ángulo, es posible que la religión pueda dar una respuesta, puesto que ya no se trataría de lavar paredes sino pecados estampados en las paredes”.

     El Alcalde se defendió. Dijo que de ninguna manera, que él, lo único que había hecho era inclinar su voto por una de las partes, puesto que la votación de los miembros del Ayuntamiento estaba en empate, estancada, y que no le vinieran ahora con la responsabilidad sobre todo lo que estaba ocurriendo, y mucho menos condenar espiritualmente una acción tan material como es la de pintar de negro las paredes de las casas del pueblo. Y sentenció:

-        Si esto es pecado, o nos condenamos todos o no se condena nadie.

     El malestar creció. Don Laureano insinuó que bajo ningún pretexto iba a consentir que los sacramentales (nadie entendió el significado de la palabra) se utilizaran tan arbitrariamente, que cada quien debería aceptar su cuota de responsabilidad y que él, representante al fin y al cabo de un poder espiritual, renunciaba, de ahora en adelante, a toda reunión en el Ayuntamiento,  y que no iba a aceptar otro tipo de sugerencias que no fueran las estrictamente sociales. Sentenció:

-        Las cosas de la Iglesia se quedarán en la iglesia.

     Además, prohibió:

-        Que no se les ocurra a los obreros dar ni un solo brochazo en negro cuando lleguen a las paredes del templo. La iglesia es pura, y si contra algo lucha, lo hace contra la negrura de los tizones del fuego eterno.

     A don Laureano le llegó la inspiración súbitamente. Utilizar el talismán impreso, y propiedad de Toliña, la bruja santa pontevedresa, el cual había ido de mano en mano, desde el siglo XVII hasta llegar a las suyas, justamente en el momento último del trance de su madre.

     Don Laureano lo hizo en secreto. Espió el sueño de su ama de llaves, descalzó sus pies para que el sonido de las sandalias no le traicionara, se caló sobre las medias otras más gruesas, de invierno, entreabrió, a oscuras, la puerta, se asustó al primer sonido de las tres campanadas que el reloj de la torre marcaba en la oscuridad, miró a derecha, a izquierda, a las ventanas de enfrente, e inició su paseo nocturno hasta el extremo del pueblo, hasta las paredes de la ermita pintadas de negro. Introdujo la mano en el bolsillo de la sotana y extrajo el papel. Lo desdobló, temeroso. Elevó la mirada, temblorosa, hacia la oscuridad del firmamento, solicitando excusas innecesarias, y se sonrojó al percatarse de que una diminuta estrella se mofaba de él.

     Las paredes de la ermita no parecían tan negras con el manto de la noche. Se atrevió a posar su mano derecha sobre la pared, sobre la pintura, sin notar algo anormal. Pensó: “los anormales somos las personas, no las paredes, ni las pinturas”. Le pareció oportuno el razonamiento. Encaminó de nuevo la mirada hacia el lugar de las estrellas y no le costó ubicar a la que se había mofado de él. Le sorprendió que su titilar ya lucía con otra intensidad, menos arrogante, más complaciente. Lo cual lo tranquilizó sobremanera. El recuerdo de Toliña y sus poderes ocultos lo ubicó al lado de su madre, quien nunca tuvo para con él gestos de amargura, ni desaires en exceso.

     Había sufrido la orfandad a temprana edad. Esa deficiencia pudo ser convenientemente compensada por su madre durante los primeros años. Luego, el seminario suplió la paternidad faltante y fue uno de los muchachos que mejor comprendió la figura de la paternidad espiritual a falta de la real.

     “Dios es padre de todos”, le insistían en las pláticas religiosas. Este eslogan se lo apropió de tal manera que llegó a creer que Dios tenía cierto favoritismo hacia él, por eso de ser huérfano de verdad.

     A pesar de que en el seminario se insistía más en la devoción a la Virgen que en el mismo culto al Todopoderoso, él prefirió la figura del Padre Eterno, lleno de bondad y comprensión, retratándolo tal cual su madre le había relatado cómo fue su verdadero padre. Así que Dios pasó a ser no solamente el Dios de todos sino el Dios de él. La Virgen podía ser compartida, puesto que su maternidad llegaba a saborearla en la presencia de su verdadera madre. No había celos con respecto a la Virgen. Con respecto a Dios, sí.

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