Relatos e historias de José Alburquerque Rengel |
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En un programa-concurso de televisión, el presentador le preguntaba al concursante si los gorriones eran animales domésticos o salvajes, la respuesta era la segunda de las dos posibles; pero ¿habría sido del todo incorrecto considerar como domésticos a estos pajarillos? ¿Desde cuándo conviven con nosotros? ¿Se puede uno imaginar una ciudad con sus parques sin gorriones? Y no digamos un pueblo, una aldea, cualquier caserío, establo, edificación, etc. Nacen, viven, se aparean, crían a sus hijos, envejecen y mueren; todo eso lo hacen entre nosotros, aprenden y se amoldan a nuestras costumbres y, por qué no decirlo, se aprovechan de nosotros y nuestra cercanía los defiende de sus predadores, en una palabra, forman ya parte imprescindible de nuestro paisaje urbano. Construyen sus nidos en nuestros tejados, en los agujeros de las paredes de nuestras casas, en los árboles cercanos, en los aleros, en las torres de nuestras iglesias, ¿en dónde no? Pensando en estas cosas, aparentemente tan superfluas, observaba cierto día, cómo una pareja de gorriones construía su nido en el interior de una caja distribuidora de corriente eléctrica, colocada junto a la puerta de una vivienda abandonada; en cada visita, los pajarillos portaban en sus picos pajillas, algodones, musgos, hilos, muchos hilos, lanillas y toda una gama de materiales de lo más variopinto y extraño que uno pueda imaginar, cualquier cosa era buena para conseguir la comodidad y la temperatura adecuada para la crianza y normal desarrollo de las frágiles e indefensas avecillas, que sin duda muy pronto ocuparían ese reducido habitáculo que con tanto afán y empeño, construían sus progenitores. Cuando después de unos días de ausencia, me acerqué por curiosidad a observar el nido que ya debería haber sido terminado o incluso cobijar crías en su interior, cuán grande fue mí sorpresa cuando vi que colgado del nido y mecido por el viento, pendía uno de aquellos gorriones que pocos días atrás había visto con cuánto afán lo construía junto con su pareja; en unos instantes toda la energía desplegada, todo el apresuramiento por seguir el mandato de su instinto por la procreación, en definitiva por la vida y la continuación de la especie, se había evaporado; solo fue necesario para ello que se diera una de esas fatalidades tan sencillas o incomprensibles, pero a la vez tan trágicamente definitivas como es el caso, para perder la propia vida y tal vez la de su nidada, como que al salir precipitadamente de su nido, uno o varios hilos y lanillas, de aquellos que había encontrado en cualquier rincón de cualquier solana, donde las mujeres cosen en los atardeceres o llevados por el viento junto a cualquier muro, se enroscara en las uñas de sus patitas y todos sus bruscos movimientos para soltarse resultaron inútiles; siendo así que cuanto más violentos eran más se apretaban los nudos y como consecuencia de ello más inevitable era su muerte, una muerte triste, una muerte lenta, una muerte dolorosa; pero muerte al fin. Todo esto me hizo pensar que, además de vivir, también los gorriones mueren entre nosotros y la prueba está en que en este mismo instante, todavía puedo observar el movimiento pendular del cuerpecillo del gorrión, o lo que aún queda de él, acariciado por el viento, pendiente aún de su nido, atrapadas todavía sus patitas por los hilos que él mismo había transportado en su fuerte pico para su construcción. Zarza de Pumareda, Agosto de 2.007
HISTORIA DE UNA CRUZ DE PIEDRA Autor: José Alburquerque Rengel Hoy, la cruz de piedra, ha sido retirada del viejo muro, del que, peligrosamente inclinada, amenazaba caer y romperse, más por el peso de los años que por su deterioro físico, ha dejado de estar aprisionada entre pedruscos y barro, hoy permanece sólo a unos pocos metros, sobre otra pared, libre totalmente, toda entera y visible, con los brazos abiertos, irradiando amor, ternura y perdón para todo el que la quiera visitar. Zarza de Pumareda, 20 de octubre de 2.006
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Entre los Siglos XVII y XVIII, la vía que comunicaba las localidades de Mieza – Cabeza del Caballo – Vitigudino – Ledesma, seguramente llegaba hasta Salamanca y era de tal importancia que fue necesario construir un puente que salvara la angosta garganta del río Uces, entre los términos actuales de Cabeza del Caballo y Zarza de Pumareda. En aquella época la aldea más cercana (hoy desaparecida, aunque existe constancia de la misma en los estudios cartográficos) era la de Robledino de Santo Domingo, de donde procede el nombre de nuestro puente. De esta aldea, no hace mucho tiempo, todavía se conservaban los restos de una Ermita, cuyo suelo fue objeto de excavaciones clandestinas, del que se extrajeron algunas piezas de desconocido valor arqueológico; todavía se puede apreciar una pared que a su vez delimita una finca, en la que se pueden ver los correspondientes mechinales. El Puente Grande o de Santo Domingo, consta de un solo arco de medio punto, con dos ojos auxiliares laterales que le sirven de alivio en las grandes crecidas y dos muros en forma de corte de cuchillo que disminuyen la fuerza de las aguas dirigiendo la impetuosa corriente hacia los lados, impidiendo la incidencia directa de la misma sobre la pared frontal. Su mimetismo es tal que al llegar al último tramo del camino, apenas se pasa el lugar de ubicación de la antigua aldea de Santo Domingo, nos sorprende que allí se encuentre algo construido por el hombre, pues da la impresión de que forma parte del mismo paisaje agreste que le rodea y de la misma roca sobre la que se asienta, en definitiva de la misma roca de la que nació. Actualmente se encuentra en un estado de conservación muy deplorable, el último arreglo que se hizo fue hace pocos años y se llevó a cabo sin tener en cuenta la simetría de las líneas, el color indicativo de la vejez de la piedra así como su adecuada colocación, sin guardar estética alguna y utilizando cemento azul que viola el bellísimo color de siglos y la armonía de sus planos y superficies. Es tan importante y numerosa la cantidad de puentes que existen en nuestra provincia que la Administración bien pudiera preocuparse de su restauración y conservación, pues además de que en la actualidad pueden ser convenientemente utilizados, son tesoros que nos han dejado nuestros antepasados y tenemos la obligación de conservar, dejándolos en el mejor estado a quienes nos sigan y que estos a su vez lo dejen a sus hijos y así sucesivamente. Noviembre 2002 ORÍGENES HISTÓRICOS de LA ZARZA DE PUMAREDA (mi pueblo) Autor: José Alburquerque Rengel Salamanca, a 1º de Marzo del 2001 |