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     Telesforo se alimentaba de flores silvestres. Gracias a eso, el lugar por donde transitaba quedaba inundado de un perfume variopinto, mezcla de los olores naturales que pueblan el ambiente.

     Desde el momento en el que decidió alimentarse exclusivamente de flores Telesforo dejó de crecer. Se estancó en la estatura y en los años. Por eso no se preocupaba por medir el tiempo ni contar los días ni esperar la vejez u ocuparse del mañana.

     Durante las épocas en las que la naturaleza permitía descansar a los tallos, Telesforo lograba junto al río, tras la Fuente Esmeralda, o en cualquier otro recodo, unas flores de vida diaria, aptas únicamente para su manutención

     Seguía la costumbre de manducar allí donde las flores crecían y procuraba que los dientes no las dañaran más allá de lo natural. Experimentaba en el momento de su alimentación un singular placer. Aunque en más de una oportunidad le preguntaron qué sentía, indicaba con la sonrisa que era incapaz de explicarlo. No insistieron. Se aceptó en Zarzales la manía de Telesforo como algo completamente natural.

     Más de uno intentó imitarlo. Telesforo no se oponía a que comieran flores. No las consideraba de su propiedad: lo que es de la naturaleza es de todos, decía. De manera que no había razón para poner trabas a quien necesitara de su uso o consumo. Sabía que el alimentarse de flores constituía algo que la naturaleza le había donado en exclusividad, pero no le correspondía a él vocearlo. Era suficiente con que los vecinos lo comprobaran.

     Y lo comprobaron.

     Quienes intentaron secundarlo se percataron de que las flores no eran el manjar apropiado. Desistieron. Así, Telesforo, sin necesidad de gritarlo, dejó constancia de su natural proceder.

     No todas las flores desprendían el mismo sabor. Había logrado desarrollar  un gusto especial por los distintos sabores, los cuales, más que responder al sentido del gusto, obedecían al del olfato. Quizá no hubiera distinción: gusto y olfato eran un todo; el uno sin el otro carecía de fundamento.. Telesforo estaba convencido de que lo que entra por las narices acaricia luego el paladar, y lo que penetra por la boca inmediatamente asciende hasta la nariz.

     Había logrado clasificar a las flores en forma semejante a las personas: ninguna era mala. No obstante entre ellas las había mejores. Desconocía a qué se debía semejante fenómeno. Tampoco le importaba mucho descubrirlo. Era de la convicción de que las cosas se dan como se dan. Indagar otra causa era como rogar al sol una razón de por qué se mostraba duro en verano y tenue, casi huidizo, en  invierno; o por qué los pájaros se aparejan en abril y engendran en junio. Esta indiferencia por buscar explicaciones se debía a que desconocía qué era el dolor.

     Cuando llegaron las heladas, y los pies y las manos se entumecían, no creía que aquello pudiera llamarse dolor sino consecuencia de lo que la naturaleza es. Cuando las campanas doblaban a entierro tampoco asimilaba el sonido acompasado y monótono con el dolor; sí lo asociaba con la muerte. La muerte, para Telesforo, era tránsito más que dolor. Cuando veía llorar a alguien tampoco buscaba la explicación en el dolor. Se debía a su juicio, a un clarear el cuerpo por dentro, sucio, sin duda, a causa de alguna mancha original. Las molestias no podían ser catalogadas en el renglón del dolor. Precisamente por no saber de qué se trataba no podía entender el lenguaje de quienes lo aludían.

     Le preguntaban:

     - ¿Te duele el golpe?.

     Telesforo negaba con su eterna sonrisa. Esto obligó a pensar a los habitantes de Zarzales si Telesforo era de verdad un ser humano o un liberado de cualquiera de los quebrantos que aquejan a los mortales.

     No se podía forzar excesivamente la imaginación. Telesforo no escondía su identidad, ni llegó a Zarzales cubierto de misterio.

     Quienes recordaban el día de su nacimiento aseguraban que se trataba del día más tranquilo habido en Zarzales, razón por la cual casi nadie conservaba detalles de lo acaecido. Sí se recordaba, en cambio, la noche de la aurora boreal, el día que apareció muerto el gitano, la mañana en la que se desposaron Nicanor Aguardero y Tomasa Sifontes, la tarde en la que llegó la Virgen de Fátima, traída en andas y escoltada en procesión por hombres, mujeres y niños desde Pumareda. Cuando llegó la Virgen todavía no había nacido Telesforo, de ahí que no pudieran achacar a milagro de la imagen su forma de proceder. Sí consignaron a la Virgen, en cambio, otros acontecimientos: la proliferación de palomas en Zarzales a raíz de su visita, por ejemplo.

     Telesforo, a pesar de que no había nacido, relataba el acontecimiento como si lo hubiese vivido. Los viejos afirmaban que eso era lo raro: los detalles olvidadizos, esos que si no se han visto no dejan huella en el recuerdo. Cuando le preguntaban de dónde le venían las imágenes que con tanta precisión relataba, Telesforo apuntaba a las flores. Los lugareños entendían que semejantes recuerdos eran producto de su peculiar imaginación. Más de uno, a escondidas, había tronchado flores, y las masticaba con la esperanza de que, gracias a ellas, se le despertaran recuerdos habidos inclusive antes de nacer. Empeño estéril. Quienes insistieron tuvieron que acudir a las buenas mañas de Petronila, la yerbatera, para evacuar lo que el estómago no soportaba. Ni siquiera la yerbatera, con ser ducha en el conocimiento de flores, tallos, raíces, yerbajos  y todo lo relacionado con tal arte, podía explicar la manera de ser de Telesforo.

     - ¿Y nunca ha acudido a rogarte un remedio para curarse de alguna indigestión? -preguntaron a Petronila.

     - Jamás.

     Cuando Telesforo anunció que se le había aparecido la Virgen nadie le concedió crédito. En cambio, cundió la sospecha  que la alimentación, aunque no dañara su estómago, comenzaba a causarle estragos en los sesos.

     Petronila, presionada por el párroco, le sugirió que le aceptara alguno de sus mejunjes. Telesforo, lejos de ofenderse, insinuó su desencanto con la mirada. Creía que Petronila, por su afición a lo vegetal, estaba en condiciones de entenderlo mejor que el resto. La yerbatera, luego de acusar la queja de la mirada de Telesforo, no insistió. Se excusó ante el párroco y confesó la limitación de sus poderes, además de la ineficacia de sus bebedizos en aquellos que ya tienen el cuerpo acostumbrado a la alimentación de las flores.

     Telesforo no insistió más sobre la aparición de la Virgen. Unicamente aclaró, forzado por alguno, que la Señora que le brindó la sonrisa y que le comunicó lo que todavía no había sido autorizado para difundir, nada tenía que ver con el cabal recuerdo que poseía de cuando la visita de la imagen de Fátima, aunque no la hubiese presenciado físicamente. La Señora de ahora poseía otro temple, otra vestimenta incluso. Aclaró que la túnica parecía confeccionada en la tierra, no en el cielo, y que la sonrisa lucía más humana que la de la imagen que llegó en andas desde Pumareda.

     El párroco se enfurruñó con el comentario de Telesforo: no era posible que la Madre de Dios cambiara de rostro sin ton ni son: no hay más que una Virgen, aunque le demos nombres distintos. Telesforo prefirió no exasperar el malhumor teológico del señor cura. Sin embargo, tampoco pasó desapercibido para los habitantes de Zarzales cómo Telesforo, durante una semana, mostró estampas y recorrió los altares dejando constancia de la inconsistencia de la queja del párroco: ninguna de las estampas pintaba el mismo rostro de la Virgen. Ni las tallas de la iglesia mostraban idéntico parecido. Si la culpa era de pintores y tallistas, esta objeción debería ser aclarada por el señor cura.

     Los cercanos al sacerdote insinuaron que Telesforo podía tener razón. El párroco se enfureció sobremanera. Adujo que una cosa son las apariciones y otra las imágenes. Estas eran hechura humana, por lo mismo, equívoca. Sobre todo si se tenía en cuenta que la creatividad del artista no está contemplada entre los dogmas de fe proclamados por la Iglesia. Toda aparición de la Madre de Dios, para ser auténtica, debe producirse en presencia real, física, y ahí no puede darse el cambio de rostro.

     - La Virgen seguirá siendo siempre como lo era en el momento de morir, con la ampliación de su cuerpo glorificado y transfigurado por la gracia de la resurrección.

     Tampoco Telesforo objetó públicamente este argumento. Pensaba, en cambio, que el secreto residía en eso de la transfiguración después de la muerte y posterior resurrección en cuerpo y alma.

     El relato de la aparición de la Virgen, según la imaginación de Telesforo, fue declinando. Los habitantes de Zarzales se entregaron otra vez a su diaria rutina, sin parar mientes en la eterna sonrisa del tonto ni en las flores que continuaban floreciendo en los ribazos.

     Sí se habían percatado de que Telesforo no osaba tocar una flor: la amapola. A pesar de que, cuando la mies empañaba de oro a los campos, la amapola florecía con exuberancia desbordante, Telesforo no la tenía en cuenta para su manutención. Esto lo sabían, pero nadie se aventuró a preguntarle la razón. Tampoco él prodigó explicaciones.

     Un día cedió:

     - En la amapola reside el dolor.

     La confesión perturbó a los habitantes de Zarzales. Escuchar de labios de Telesforo esta referencia al dolor moteaba sombras en el ambiente, logrando que las formas de las nubes se convirtieran en mensajes agoreros. Las flores aparecían como las majestuosas  confidentes de Telesforo.

     Si las flores alimentaban su cuerpo, las nubes eran el sustento eficaz de su espíritu. Nadie acertaba a explicar qué era el espíritu. Telesforo tampoco. Sin embargo él, poco dado a hurgar explicaciones en los fenómenos naturales, intentaba escudriñar en las nubes el mensaje de la fantasía que añoraba su espíritu incontaminado.

     Las nubes constituían para Telesforo el espejo de lo invisible. Sólo era menester atinar a sus formas, a sus tonos, a sus ritmos, a sus vaivenes. Se mostraban dueñas de un lenguaje peculiar, sencillo. Quien no las descifrara era porque no había aprendido a observarlas. Unicamente era necesario abrir los ojos para que el alimento que brindaban colmara el espíritu. Hablaban sin palabras, pronunciaban los mensajes sin algarabía, contestaban a los interrogantes sin altanería.

     Cuando el señor cura le preguntó dónde se le había aparecido la Virgen, Telesforo, sin sombra de duda, y con la rapidez que convierte en ineficaz cualquier sospecha, contestó:

     - En una nube.

     El párroco, a pesar de los pesares, no juzgó estrafalaria la respuesta.

     El sacerdote, recorriendo aceleradamente la historia de las apariciones de la Madre de Dios, comprobó que en un alto porcentaje la Virgen había elegido una nube como sostén de sus plantas. Podía aparecer sobre una encina, pero para que su calcañal no se lastimara, allí estaba, cuidadosa, la alfombra de una nube. Podía bambolearse sobre el mar, y aún así una nube separaba el agua salina de los delicados pies de la Madre de Dios para que éstos no se turbaran en el oleaje ni se ajaran por el salitre. Podía erguirse sobre una roca, pero como la dureza del granito no cuadraba con la finura del pie de la Señora, la nube le servía de sostén. Por tanto, no resultaba descabellada la respuesta de Telesforo. Si en algo cuadraba la visión del muchacho con la imagen de la Virgen de Fátima era que ésta también traía su nube de yeso, sobre la que reposaban los pies descalzos de la Madre de Dios.

     El señor cura no intentó sacar partido de esta semejanza. Existían abundantes noticias de que la Virgen había tenido la delicadeza de aparecerse  a personas cargadas de virtud, así fueran niños, pero nunca referencias a que se hubiese aparecido a un tonto. Aunque Telesforo siempre resultó persona inofensiva, esto no se debía a su virtud sino a la idiotez, según comentó en su oportunidad el párroco: Telesforo es bueno simple y llanamente porque es tonto.

     Resultaba innecesario  proclamarlo para que lo aceptaran los habitantes de Zarzales. Y, aunque se lo hubiesen murmurado a Telesforo, éste no hubiese mudado su  inocente, pacífica y eterna sonrisa.

     Para el señor cura el cielo no era lugar apto para los tontos. Tampoco el infierno. La santa Madre Iglesia, sabía y justa, había inventado el limbo como alternativa más idónea. ¿Podría, en justicia, eternizarse en el limbo alguien que hubiese contemplado en vida mortal a la Madre de Dios?. Era el interrogante sobre el que meditaba el señor cura con el fin de negar la autenticidad de la visión revelada por Telesforo. Resultaba incompatible lo uno con lo otro. La Iglesia jamás podría atestiguar como auténtica una aparición celestial a un mortal de mente disminuida. Los anormales, como no padecen en esta vida, tampoco son acreedores a la felicidad total de la otra, ya que el cielo es el lugar de reposo luego de haber transitado por este valle de lágrimas.

     Telesforo ignoraba qué eran las lágrimas.

     Cuando apreciaba el llanto de las nubes, forzaba su sonrisa perdurable para inyectarle tono de indiferencia. Las nubes no se deshacen cuando se convierten en lluvia, ni se desfiguran. Realizan su trabajo acercándose a los mortales para regar sus pensamientos. De ahí que a Telesforo le fascinara dejarse empapar por los chubascos.

     - ¡Vas a agarrar una pulmonía! -lo alertaban.

     El, impertérrito, aguantaba el chaparrón, se frotaba el rostro empapado en lluvia, permitía que las gotas le calasen más allá del atuendo, más allá de la piel. Resultaba inútil intentar apartarlo del centro de la plaza cuando llegaban los torrenciales. Su temple, en cambio, invitaba a cualquiera a imitarlo. Lógicamente, nadie se aventuraba, temerosos de que los dones que la naturaleza había concedido a Telesforo no se adhirieran al cuerpo de los demás.

     El día del diluvio Telesforo lo soportó con deleite.

     Tres días y tres noches se cebó el aguacero sobre Zarzales. Las calles se convirtieron en regatos desbordados. De los tejados rebotaba el agua con ruido de torrentera. Hubo momentos en los que no se veía de ventana a ventana. Los aldeanos trancaron las puertas, temerosos de que el agua inundara los interiores. Cuando entornaban las ventanas con el fin de precisar el ritmo de la tormenta lo hacían con tiento, temiendo que una vez entreabiertas no pudieran cerrarlas.

     Telesforo no comprendía la angustia de sus paisanos. Sabía que la lluvia, igual que lavaba tejados y calles, podía limpiar a las personas. Estaba convencido de que uno no puede asearse por dentro si a la vez no lo hacía por fuera.

      Cuando amainó el temporal los zarzaleños creyeron que la corriente había arrastrado a Telesforo. Se precipitaron hacia la plaza. Lo contemplaron tal cual, con su sonrisa eterna y radiante y con el temple más robustecido.

     El diluvio aconteció antes de que Telesforo anunciara lo de la aparición. De haber sido después el señor cura hubiese enmendado su parecer, reconsiderando que la mirada de la Virgen, reposando sobre el temperamento de Telesforo, había logrado el milagro.

     Nadie supo atribuir el fenómeno como acontecimiento sobrenatural; todavía no se sabía que la mano de Dios reposaba sobre él.

     Los lugareños temieron que en cualquier momento se desatara en el cuerpo del muchacho la temida e inevitable enfermedad, luego de tres días y tres noches soportando semejante aguacero. Lo chequeaban a cada rato, indagando en sus ojos cualquier color raro y desvaído que preanunciara el inicio del malestar. Le seguían el paso para ver si tropezaba. Se afincaron en los gestos, sobre todo en la sonrisa, para comprobar si se había mustiado. Sólo apreciaron, fuera de lo normal, la insistencia en comer más y más flores.

     - ¡Va a reventar! -se alarmaban.

     Telesforo los tranquilizó con voz feliz y sin angustia:

     - Son tres días y tres noches sin probar bocado. El cuerpo está hambriento.

     No se atrevieron a impedirle lo que dictaban la necesidad de su alimentación.

     Cuando tranquilizó el ritmo engullendo flores silvestres, el pueblo retornó a su normal respiración. No se dudaba  que el presagio nefasto había desaparecido. Con el susto relegado al olvido, la vida continuó su deambular mortecino. Telesforo no proporcionaba motivos para que repararan en él. Las conversaciones se desviaban por caminos de chismes intranscendentes.

     El señor cura oficiaba sus misas matinales con la misma monotonía secular. Durante las tardes gozaba de sus paseos sobre todo por el camino que da a la Fuente Vieja, acompañado de tres monaguillos. Les explicaba las verdades de la fe en un lenguaje que no entendían, razón por la que los muchachos preferían espiar el vuelo de las tórtolas antes de concentrarse en aquellos relatos.

     Llegó el invierno con su cuota de frío y desolación.

     Las heladas endurecían el campo y los muchachos suspiraban para que en cualquier momento el vuelo de las aves quedara congelado en el espacio. Comentaban que sería bueno para los cazadores, así no fallarían el tiro. Alguien desbarató este supuesto. Afirmó que los perdigones podían helarse a medio camino, entumecidos, sin seguir su curso. Se inventaban un cielo zarzaleño de figuras estáticas por obra y gracia de las heladas.

     No había razón para dudar de la posibilidad de estos imaginados fenómenos. El agua se acarambanaba en los cangilones. Resultaban más difícil que ésta se convirtiera en hielo que a los pájaros se les entumecieran las alas en pleno vuelo.

     Telesforo no contradecía semejantes fantasías. Los muchachos concibieron mayor esperanza. Era posible que lo que soñaban, aconteciera. Cuando le solicitaban su parecer, Telesforo les replicaba con una sonrisa crédula, aceptando los muchachos la inconfundible mueca como signo de asentimiento.

     Nevó en exceso aquel invierto.

     Los copos fueron saludados con algarabía. La primera tupida encontró en niños y adolescentes un caldeado solaz para el juego, diseñando muñecos, amontonando nieve, rodando bolas pendiente abajo, viéndolas engordar, e improvisando guerras. Las batallas se sucedían sin interrupción. Los alcanzados por el blanco proyectil aguantaban poco su muerte, tendidos sobre la nieve.

     Telesforo se negó a participar en el juego de la guerra. No adujo razones. Se limitaba a observarlos, recostado en una de las paredes de la plaza o moldeando, entre sus manos, muñecos de figuras irregulares, los cuales eran desbaratados una vez logrados. Parecía que el espíritu no podía penetrar en aquel cuerpo congelado.

     En vano le urgían para que se uniera a ellos. Reafirmaba la negativa con un leve gesto de cabeza, a la vez que se refugiaba en la invención rápida y fugaz de sus muñecos.

     La nieve no respetó el jolgorio de los muchachos. Continuó cayendo, ininterrumpidamente, hasta que las calles suficientemente tupidas dificultaban el tránsito, incluso el de los adultos.

     Entonces repararon en la fatalidad: ¿de qué se alimentaría ahora Telesforo si todas las flores de invierno  quedaron sepultadas bajo la nieve?. A pesar de la preocupación de la gente, Telesforo no mostraba síntomas de fastidio. Menos de desilusión. Los primeros días escarbó junto a los ribazos para descubrir flores que le sirvieran de sustento. Cuando la nieve fue creciendo no le quedó más alternativa que abandonar el intento.

     Algunos, sobre todo la delicadeza de las muchachas tempraneras, le ofrecieron sus tiestos para que las flores crecidas en ellos, y al amparo del temporal, le sirvieran de sustento. Telesforo agradecía la deferencia, mas no aceptó. Explicó, para que no se lo tuvieran a mal, que su alimento no era el de la flor por ser flor sino por ser silvestre. No captaron la diferencia. Esperaron, pacientes, una solución acorde con la tontera del muchacho, no solamente para que pudiera mitigar su hambre sino para que la vida no se le escapara en invierno.

     La nevada no daba muestras de cesar. ¿Y si cuando cesara llegaba la helada?. Habría nieve apelmazada durante largo tiempo.

     Un día se le ocurrió a Telesforo proponer al señor cura la alternativa para su manutención:

     - Señor cura, déjeme usted comulgar.

     El párroco escrutó con asombro a Telesforo. En este tiempo ya había revelado la noticia de la aparición de la Virgen, por lo que el sacerdote creyó que la solicitud tenía que ver con el acontecimiento. Antes de mal juzgar el ruego de Telesforo optó por interrogarlo.

     - ¿Y para qué deseas comulgar?.

     - Para alimentarme.

     El señor cura contuvo la carcajada. La mente se le llenó del recuerdo de sus sermones, sobre todo de los del día del Corpus y del Jueves Santo, cuando insistía en que la Hostia, como cuerpo de Cristo, era el auténtico alimento del alma. Nada de extraño había, por lo mismo, en el ruego de Telesforo: Quiero comulgar para alimentarme.

     A pesar de la turbación que le causaba al párroco la confusión del muchacho entre la diferencia de la alimentación del alma y la del cuerpo, no se molestó. Le revolvió la cabellera y le aconsejó:

     - Tú lo que necesitas son flores, no hostias.

     - Yo lo que necesito es comer -replicó Telesforo, empujando un vuelco en el ánimo del sacerdote.

     La mente del párroco cuajó en blanco, como si la nieve hubiese copado su interior. Hasta el escalofrío cuadraba. No le acudía una respuesta oportuna. Tal así que para tranquilizarse abandonó el asiento, acomodado junto a la estufa, y ensayó un paseo nervioso por el despacho parroquial.

     Telesforo no comprendía el proceder del párroco. ¿Qué inconveniente existía para que el señor cura se negara a colocarle sobre la lengua, igual que el resto de los cristianos, la Hostia consagrada?. ¿Acaso lo consideraba indigno?.

     El señor cura, mientras deambulaba su nerviosismo por la estancia, frotándose las manos cada vez que las acercaba a la estufa, meditaba en el interrogante: ¿Es Telesforo digno o indigno para recibir el cuerpo de Cristo?. Si su destino, por culpa de su estado mental, jamás sería ascender al cielo, ¿cómo alimentarlo con el manjar de los ángeles?. Este muchacho, creía el párroco, carecía de conciencia de lo sagrado y lo profano, puesto que el uso de razón, condición indispensable para aceptar a un cristiano a acercarse al sacramento de la eucaristía, no le había llegado. El bautismo sí lo recibió, pero como lo reciben todos, a los ocho días de nacido. Lo cual aseguraba que estaba en gracia santificante, porque lo que no da la naturaleza lo suple la Iglesia. Por lo mismo, se hacía heredero al reino de los cielos. Pero como su tontera no le daba opción ni a practicar la virtud ni a consentir en el vicio, el señor cura llegó a la conclusión, falsamente teológica, de que si no era justo el castigo eterno para el muchacho, tampoco lo era penetrar en el cielo sin haber luchado su ganancia.

     En efecto, la solicitud intempestiva por parte de Telesforo confirmaba al sacerdote en su apreciación teológica. Y le contestó:

     - No puedo, Telesforo.

     El muchacho no protestó. Era lo normal. Lo anormal hubiese sido poner objeciones a la decisión del representante de Dios. En cambio sí dijo:

     - ¿Y si me muero por falta de comida?.

     Se trataba de la primera queja seria, razonable, que el párroco escuchaba de labios de Telesforo. En honor a la verdad, es bueno constatar que el sacerdote sintió pena por el muchacho.

     El señor cura albergó una esperanza que, por supuesto, se cuidó de comentar: si era cierto lo de la aparición ya se le ocurriría a la Madre de Dios empujar a las flores por encima de la nieve para procurar el sustento de Telesforo. Le pareció sobrenaturalmente fantástica la posibilidad de contemplar los alrededores de Zarzales convertidos en un exuberante jardín sobre la albura. Jamás se tuvieron noticias de un milagro así. Imposible no era, ya que de la esencia del milagro es romper con lo imposible. Extravagante tampoco, porque el milagro es lo sobrenatural paseándose sobre lo natural. Y lógico…, hasta entrañablemente lógico: ¿Qué mayor simbolismo para aceptar la certeza de la acción de la mano de Dios en todo aquello que flores lozanas y variopintas sobre la nieve?.

     Recordaba el señor cura cuentos muy parecidos, relatados por apócrifos, de cuando la niñez de Jesús. Como la imaginación también es obra de Dios, nada de extraño un fenómeno de tanta significación mariana.

     El sacerdote apretó su mano sobre el hombro de Telesforo para inyectarle ánimo a la vez que le susurraba:

     - No te preocupes. De hambre no vas a morir.

     Telesforo salió de la casa cural sin abandonar su sonrisa eterna. Nadie se enteró de qué habían tratado en tan prolongada entrevista..

     El párroco se apoltronó junto a la estufa, rumiando sus inquietudes. Sería, sin duda, una bendición del cielo aquel imaginado portento. En la oración vespertina imploró a la Virgen alguna muestra de su solicitud  para con Telesforo. Este, si bien había tenido la ligereza de inventarse una aparición, ello no se debía a mala voluntad sino a su quebrantada salud mental.

     No hubo flores adornando el tupido de nieve. La falta de milagro no fue atribuido por el señor cura a desinterés de la Madre de Dios para con el pueblo sino a una corroboración de lo evidente: nuestra Señora había tenido la cordura de no aparecerse en carne mortal a Telesforo. Lo cual coincidía con la más sana lógica teológica: la Virgen podría dar muestras de su presencia eterna, mas no en la forma mortal de los humanos, ya que el cuerpo de la Madre de Dios había sufrido la vicisitud de la muerte, aunque posteriormente fuera gratificada con la gloriosa resurrección y ascensión a los cielos. Su presencia, por tanto, debería efectuarse con cuerpo glorificado, no con cuerpo campesino, abocado a lo mortal.

    El párroco rogó perdón en sus oraciones por haber sucumbido a la tentación imaginativa de un milagro floral y no se ocupó más por conocer cómo Telesforo resolvería su problema de manutención. Alguna solución debió encontrar el muchacho, pues su semblante no desmerecía, ni el color de sus mejillas se asemejaba al de la nieve. Por el contrario, lucía favorecido con un semi rubor especial, más acorde con la correcta alimentación que por la falta de sustento.

     Telesforo encontró la fortaleza que proporcionan las viandas debido a una inspiración habida en sueños. La misma Señora, a quien él confundía con la Virgen, le reveló el secreto: Toma de la nieve que hay en los ribazos y come.

     El muchacho no dudó. Luego de unos primeros días de ayuno, en los cuales el dolor no le llegó al estómago, se encaminó hacia los ribazos, tomó de la nieve más reciente y probó. No cabía duda: la sabia de las flores había calado en la nieve y el manjar estaba asegurado.

     Guardó el secreto. La gente continuó en la convicción de que Telesforo almacenaba en su contextura refuerzos suficientes para solventar hasta la circunstancia más inapropiada.

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