Los pueblos pequeños no pueden desaparecer |
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Nos llegan noticias muy tristes como consecuencia del desplome económico. Es un verdadero drama que familias enteras se queden en el paro. Esperemos que la red de protección social forjada en nuestro país permita amortiguar el problema. Sin embargo no puedo reprimir algunas críticas a la forma de vida que se ha desplegado en las últimas décadas. Algunos, hasta ahora multimillonarios, deciden quitarse la vida al comprobar que pierden su dinero, como si éste fuera el único que diera sentido a su vida, haciendo bueno el dicho: era un hombre tan pobre, tan pobre, que lo único que tenía era dinero. No vamos a negar los grandes progresos en bien estar social que se han conseguido a través del enriquecimiento progresivo de las sociedades humanas. También los socialistas hemos aceptado hace mucho que no es posible ese progreso sin la permisividad capitalista; "primero hay que generar riqueza para poder repartirla". Pero tengo la impresión de que se ha tocado techo, se ha llevado demasiado lejos una forma de vida poco razonable y en ello todos tenemos nuestra parte de culpa. Mucho tiene que ver esa forma de vida con el alejamiento, desde hace mucho tiempo, de las sociedades europeas actuales del mundo del que un día surgieron, del poco aprecio que estas sienten por lo que no sea modernidad. Este modelo de modernidad sólo se encuentra en las ciudades, donde, al parecer, sólo aquí se consigue el título de ciudadano. En nuestro país, en poco años, se ha pasado de una población predominantemente rural a la concentración de la población en unas cuantas ciudades. Me viene a la memoria la comparación que algún periodista recientemente hizo de la distribución de la población con una campana. Toda la densidad en la periferia ocupando las costas de nuestro país y el resto concentrado en el badajo, Madrid. Entre ambos un inmenso vacío. La naturaleza nos enseña que los monstruos no tienen mucha esperanza de vida. No puede un organismo tener la cabeza de elefante y los pies de hormiga. Se necesita cierta armonía para poder vivir. Ya sabemos que las ciudades, desde hace mucho tiempo, se convirtieron en modelo de convivencia y vitalidad, pero esto no puede poner en riesgo la supervivencia de nuestros pequeños pueblos, que con el efecto succionador de las ciudades, el envejecimiento progresivo de sus habitantes y la escasa natalidad, tienen amenazada su propia existencia.
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No podemos resignarnos a que nuestros pueblos queden reducidos a lugares vacacionales. No son meras urbanizaciones. Los pueblos existen desde hace muchos siglos y no podemos permitir que se borre la huella de nuestro origen. ¿Qué es el hombre sin memoria? Nuestra vida se hace con las ilusiones puestas en el futuro pero siempre alimentadas con el pasado. La política agraria común (PAC) ha intentado, a través del incremento de la renta agraria, fijar la población rural, pero desgraciadamente no lo ha conseguido. Las distintas administraciones mejorando las infraestructuras y desplegando fondos para el desarrollo rural, también lo intenta. Sin embargo la sangría no cesa.
¿Habrá alguna solución? ¿Se puede vivir en los pueblos? Hoy es muy difícil tener esperanza, pero los que somos apasionados de nuestro mundo rural no tiraremos nunca la toalla. Los argumentos que se dan para explicar la deserción siempre son los mismos. No hay suficientes medios de vida, ni se puede disfrutar de las oportunidades y servicios que en una ciudad. Esto no es del todo cierto. Las ciudades están muy cerca y se puede acceder a ellas con relativa facilidad tanto para trabajar, como para disfrutar de los servicios de los que carecemos. Las razones de fondo me temo que son otras que no reconocemos fácilmente. Muchas personas desearían volver al encuentro con su tierra pues no han hallado el paraíso en la fascinante ciudad, pero no lo hacen porque les atenaza cierto complejo al ver su origen como algo que pertenece a una categoría social inferior. Esta mentalidad se ha apoderado de muchas personas y resulta muy complejo cambiarla. La situación económica que se ha instalado en todo el mundo sin apenas avisar nos puede servir a muchos para repensar qué sentido tiene el dedicar nuestra vida a pagar hipotecas interminables, a consumir cosas que para nada necesitamos, envolviéndonos en una espiral que nos deshumaniza, amenazando incluso a nuestro propio planeta. Tienen que existir fórmulas que permitan reequilibrar la situación. Los políticos tenemos la responsabilidad de aportar ideas, de actuar desde la acción de gobierno en la dirección adecuada. Parte de la solución está en nuestras manos. Desde las pequeñas corporaciones, con ilusión, sin complejos y con tenacidad intentamos mejorar los servicios de los que disfruten los vecinos, pero no necesitamos dignificar sus formas de vida porque la mayoría son muy felices en su medio. Sólo necesitamos algunos más que compartan nuestros lugares para que puedan seguir existiendo los pequeños pueblos.
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(Febrero 2009) |