No
sé si ese puente se inventó para que por debajo pasara el río o
si para que, sobre el río, se empinara el puente. Sospecho, eso sí,
que ese puente se construyó para que en la Zarza nacieran los
pintores. Puente de Angel, puente de Aurelio, puente de Carlos,
puente de Manolo, puente de Nati, puente de Paco, puente de María
José, puente de todos. Puente
de Angel, de color azul, que no ha podido cansarse con el tiempo.
Puente de Aurelio, que
es el alma del puente. Puente
de Carlos, igualmente azuloso, con sus peñascos más azulosos todavía.
Puente de Manolo, desprendiéndose del azul para vestirse del
amarillo sol de frente. Puente de Nati, un poquito más pardo, pero
sin poder desprenderse del musgoso azul. Puente de Paco, que une el
dorado del campanario y el dorado del Torreón, un torreón que es
dorado cuando el sol quiere y es blanco cuando quiere el sol. Puente
de Maria José, un puente traído por el pincel de los caminos de
Cerezal para poder rescatarlo. Me
quedo con todos los puentes pintados porque es el mismo, también el
mío, el que me dio tres arcadas para esconder bajo ellas
encuentros amorosos de entre uno y otro lado del cauce. Así
que cada quién pintamos el mismo puente según el color de nuestra
personal necesidad. Yo
no pude ponerle color al puente. Le puse, eso sí, más de un
secreto, más de una excusa para acercarse hasta él, más de alguna
soledad que el tiempo se niega a olvidar. Un puente siempre es el
matrimonio entre dos orillas, y hay que empinarse en él para que el
cauce no nos arrastre. Por eso, el color de este puente es el color
de todos los colores y también de todos los desafíos. Díganme
el tiempo que lleva ahí y no hay tiempo que lo desmorone. Sobre él
han transcurrido todos los tiempos de las aventuras campesinas de
uno y otro lado. Y si viene la riada e intenta, ya no podrá llevárselo
porque ahí están Angel, Aurelio,
Carlos, Manolo, María José, Nati y Paco para impedirlo: lo
inmortalizaron para siempre.
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