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                Cuando llegué a
        vuestra casa, desconocía lo que me esperaba, y mira por dónde resultó
        ser una grata sorpresa. Mi casa estaba a dos pasos del abrevadero. Desde
        el cuarterón pude ver asombrado la comitiva de hermanos que cada mañana
        me saludaban después de beber el primer agua de una dura jornada, que
        les dejaba lastrados de tanto tirar del arado mientras roturaban nuevas
        quebradas. Al principio Manolo, mi amo,  trabajaba en el pantano y yo descansaba.
        Por eso de vez en cuando como el adolescente que era, mis hábiles
        labios descolgaban los cerrojos de la libertad. Y mi cuerpo vigoroso y
        juvenil, cubierto con pelo negro caoba, corría desnudo al "cuatropiés"
        por los caminos, atravesando prados y cercados sin encontrar barreras en
        mi carrera, mientras vosotros decíais a los vecinos:¡Sascapau! ¡Lacémila
        sascapau!.
                 
        Con el paso
        del tiempo esta conducta de rebeldía terminó por marcar para siempre
        mi vida.  Después de la excursión, depende de quien me pillara,
        quedaban sobre mis nalgas las marcas de la vara. Pero era un dolor
        pasajero, el tributo a pagar por robar la libertad, y se podía soportar
        si antes me había puesto el mundo por montera con mi tran-tran
        curioso por caminos y senderos nuevos. Recuerdo también que, cuando
        apenas caminabais os escarnachaban encima de la albarda para acercarnos
        hasta el caño de la plaza, donde el agua me tornaba la imagen
        distorsionada de un niño asustado que me acariciaba. Un domingo por la
        tarde al retirarme a mis aposentos, una certera pedrada cercenó de
        cuajo mi ojo izquierdo. Ahora, cuando ha pasado tanto tiempo, sé que
        aquel pobre hombre cegado de ira no pretendía en modo alguno hacerme
        tanto daño. Como consecuencia, tuve que aprender a ver el mundo a
        medias y eso causaba miedo y recelo en mi entorno. Pero ahí estaba
        Chicato (un mulo rubio, maduro y alto, con un caminar sin igual,
        abriendo las manos con armonioso bamboleo entre el trote y el paso
        ligero) como el hermano inesperado que jamás pone reparos a la hora de
        tenderte la mano. Siempre metido en varas para tirar del carro, y nunca
        mejor dicho. Juntos pasábamos las noches de verano, a mí me asustaba
        el croar de las ranas, pero Chicato cantaba y entonces las ranas
        callaban y escuchaban.
 
                Los años
        fueron pasando, vosotros fuisteis marchando y yo me fui haciendo viejo.
        Supe después que en vuestras cartas me teníais presente y preguntábais
        por mí. Qué alegría me producía recibir vuestras visitas en
        la vuelta a casa. Porque aunque yo callaba, sabía perfectamente de
        quien era la mano amiga que fruncía mi pecho. Después me vendieron
        cuando vosotros ya no estábais, y nos fuimos distanciando, aunque yo
        sabía que ya me rondaba el final. Taparon mis ojos, el tuerto y lo que
        quedaba del bueno, y atado a una noria pasaba los días girando sobre el
        brocal en el paseo de nunca llegar. Un día me abandonaron las fuerzas y
        ya no pude caminar más. Después sólo recuerdo el ruido del camión
        con rumbo al matadero, donde una fulminante descarga me trasportó a una
        pradera inmensa, rodeada de lagos y montañas nevadas. Allí me esperaba
        Chicato, la cabra Española y una perrita de nombre Fabiola.
        Ahora soy feliz aquí arriba y puedo navegar entre recuerdos de un
        tiempo lejano donde me sentí como un hermano en el seno de aquella
        humilde familia que vivió en Riocorpo. 
                 
        
 Vuestro siempre "El Nene" |