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LORENZO, EL DIACONO (10
agosto) Hoy es el día del santo de mi pueblo, de un pueblecito que
casi no existe, un poco remozadas sus paredes a última hora, un
empeño por conservar esa reducida iglesia a la usanza de la piedra
castellana limpia y sin pintura. Un templo con un cigüeñal en el que
las cigüeñas no pierden la costumbre sagrada de regresar cada
febrero, cuando San Blas les marca el vuelo. Un pueblo que no
aparece en los mapas, pero que es pueblo y es mío, y es nuestro, que
es aldea con personas que van alcanzando el límite, que es pueblo
con campos para el labradío cada vez más escasos, por falta de
brazos que lo aren.
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Es mi
pueblo, Zarza de Pumareda, provincia de Salamanca, casi ya rayando a
Portugal, con un riachuelo que a veces es traicionero y a veces
cosechador de cangrejos y truchas. Es mi pueblo que cada año se
viste de gala para la misa y la procesión, San Lorenzo en andas, San
Lorenzo paseando por las estrechas calles, volteando la cabeza
cuando alcanza la entrada del único bar que queda. San Lorenzo
intentando, desde su altura a hombros, penetrar por la ventana
abierta de este balcón, de aquel, el secreto que ya no existe porque
han desaparecido las edades para los secretos. He paseado al paso de
San Lorenzo en muchas oportunidades durante muchos diez de agosto.
He ido marcando el paso de la procesión con un incensario humeante,
cuando me tocaba el turno de monaguillo. He tocado las campanas,
aupado en el campanario, para acompañar el caminar del santo al son
del único tamborilero alquilado que traíamos. Y he rezado al santo
todas las oraciones posibles, alguna que otra también imposible, y
no para que me concediera favores sino para que se los concediera a
mi pueblo, a ese pueblo solitario pero nunca triste, a ese pueblo
viejo pero todavía con ganas, a ese pueblo perdido pero siempre
encontrado. Le he dicho a San Lorenzo, durante la procesión, que
continúe en su intento, que fue el de socorrer, como diácono que era
de una Roma hambrienta, las necesidades de todos los necesitados.
Realizó esta San Lorenzo, joven y decidido, casi mozo de pueblo, el
milagro de vender cálices, copones, candelabros, todas cuantas
posesiones tenía la iglesia romana para que el emperador no
costeara, con el valor sagrado del oro consagrado, las guerras en
las que se empeñaba. Lo vendió todo, y todo lo repartió para que los
necesitados, que no eran el Emperador, tuvieran algún respiro en su
deambular por las empedradas calles romanas. Y le costó lo que le
costó: el martirio. Una parrilla bien atizada y su cuerpo asándose
sobre ella. Pero los tesoros de la iglesia, que eran los pobres,
quedaron intactos ante la mirada del emperador. Este es el día del
santo de mi pueblo y todos los años, aún los que físicamente no
estoy allí, recorro la procesión. El me concede el milagro de
retornar ininterrumpidamente a aquellos años de niñez y pubertad en
los cuales yo me escalofriaba cuando el predicador visualizaba sus
tormentos sobre la parrilla. Ya no me escalofrío, porque he
aprendido que estos diáconos, de profesión repartir limosnas y de
coraje para que no se apropien de los bienes aquellos a quienes no
les pertenecen, son los auténticos oficiantes de una religión
humanitaria cuyo objetivo es la salvación. Estoy contento porque hoy
es el día de San Lorenzo, patrono de Zarza de Pumareda, un
pueblecito tan pequeñamente aldeano que es mi pueblo y, por lo
mismo, con temple para soportar, todavía, todos los tormentos. Como
su patrono.
Adolfo Carreto, Caracas 2005
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